Capítulo 2- El orgullo de los Cousland

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“Los mabari son tan listos que podrían hablar, pero son los suficientemente inteligentes como para no hacerlo.” Proverbio fereldeno

 

                El ladrido de Raziel retumbó en la habitación como un feroz trueno, arrancándome de mis sueños. Se hacía cada vez más fuerte. Mi mabari se agitaba a mi alrededor demasiado nervioso, incluso para él.

                - ¿Qué pasa, pequeñín? ¿Hay alguien?

                Lanzó un gruñido a modo de respuesta. Nuestros grandiosos canes de guerra son uno de nuestros mayores orgullos como fereldenos, se dice incluso que no son simples animales, son soldados, compañeros, algo de nosotros mismos, que la misma Andraste, profetisa del Hacedor, tenía un leal mabari. Raziel no era una excepción… Desde cachorro había sido despierto y me había protegido con la lealtad que solo un perro de guerra puede prestar. Me levanté con cuidado de la cama y abrí la puerta, preparada para todo. Apenas hube abierto cuando Raziel saltó con fiereza hacia el cuello de un soldado. La sangre brotó a borbotones, mientras yo reducía a otro que trataba de atacarme, abriéndole el pecho con su propia daga. Un arquero nos vigilaba de lejos, pero su tiro erró y cayó muerto por una certera flecha en la cabeza. Era mi madre la que había disparado aquella mortal saeta. Estaba de pie frente a mí, en camisón, pálida como la cera. El pulso le temblaba, pero había logrado tensar y dar muerte a aquel hombre.

                - ¡¡Cariño!! Oh, gracias al Hacedor por este demonio de perro… - respiró aliviada cuando vio al soldado muerto a mis pies.

            Me incliné para examinar el escudo de mi atacante. Eran hombres de Howe… Ese malnacido nos había traicionado. No podía ir por ahí en camisón, así que le quité la armadura de cuero a uno de los soldado y me la puse como pude aunque me quedara enorme. Una protección inadecuada es mucho mejor que ninguna. Le indiqué a mi madre que hiciera lo mismo. Era gracioso ver a la gran dama Eleanor Cousland con el pelo revuelto y vistiendo una horrible armadura de cuero.

                - Howe… ¿Cómo ha podido hacer esto? –pregunté con rabia sin saber si realmente quería una respuesta.

                - Eso no importa ahora, debemos dar con tu padre y proteger a Oriana y Oren. Y una cosa más. Toma esta llave, es la de la Cámara del Tesoro, en ella está la espada familiar, bajo ningún concepto debe caer en manos de esa rata de Howe. Puede quemar el castillo hasta los cimientos, puede saquearlo hasta llevarse los adoquines pero el símbolo de los Cousland jamás lo poseerá. Si tu padre sigue vivo habrá ido al pasadizo oculto en la cocina. Deberíamos salir por ahí con Oriana y mi pequeño.

                - Vamos a la habitación de Fergus, aseguramos el Gran Salón y luego buscaremos a padre.

                - ¿Al Gran Salón? ¿Por qué?

                - Si algunos de los soldados siguen vivos, deberían asegurar las puertas principales para contener nuevas amenazas. Puede que Gilmore siga vivo y Duncan esté con él, si tenemos alguna oportunidad, debemos dar con ellos y ayudar a evacuar el castillo.

                - Eres una Cousland de los pies a la cabeza, estoy muy orgullosa de ti.

                Intenté parecer fuerte delante de mi madre pero una punzada me golpeó el corazón. La sensación de que nada bueno iba a pasar, de que una negra nube se cernía sobre nosotros, me atormentaba. Y no podía hacer nada por evitarlo. Cuando entramos en la habitación de Fergus, se me heló la sangre hasta los huesos. Los cuerpos de la dulce Oriana y del pequeño Oren, mi sobrino, mi pequeño pajarillo, yacían inertes en el suelo, desangrados grotescamente. Madre ahogó un grito de angustia y la abracé con fuerza. ¿Qué clase de ser sin alma le haría daño a un muchacho indefenso? Estaba claro que no querían prisioneros. No era un asalto, era una carnicería. Le prometí a mi madre entre lágrimas que se lo haría pagar, que atravesaría su negro corazón con el filo de la espada de los Cousland, nuestro escudo familiar sería lo último que iba a ver antes de suplicar una clemencia que jamás le concedería.

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