Chica Misteriosa

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Kara Danvers cuando llegó al barrio se había ganado el afecto de todos sus vecinos. Era una chica agradable, inteligente, muy sociable y servicial. Además su belleza no se podía pasar por alto. Cabello rubio, ondulado hasta un poco más allá de los hombros, ojos que competían con el color del mar, sonrisa eterna, hermosa y delicada. Su sola presencia llenaba el espacio de vida, frescura y alegría. Había llegado luego de pasar dieciséis meses en rehabilitación. Donde había ingresado voluntariamente después de una sobredosis de drogas y alcohol que podría haber acabado con su vida. El abuso de sustancias empezó en su casa, con sus padres. A los catorce años ya había sido ingresada a un centro de rehabilitación.

Asistió a la universidad, pero allí volvió a descontrolarse todo. Tomó malas decisiones, eligió a los peores amigos, nunca escuchó a las personas que de verdad se preocupaban por ella. Nunca logró graduarse y la frustración la llevó a tomar otras malas decisiones que la alejaron de lo poco que hacía bien.

Tocó fondo en una fiesta a la que fue arrastrada por Mike, su último novio. No murió porque Alex, llegó a tiempo y la salvó. La única que había querido siempre lo mejor para ella, y la única a la que nunca había escuchado. Esa vez sí la escuchó, y a sus veintinueve años, fue ingresada a un centro de rehabilitación donde se propuso sanar y nunca más regresar a las drogas que arruinaron su vida desde muy temprana edad. Llevaba seis meses sobria, y aunque ahora todo era cuesta arriba, al menos seguía con vida.

Vivía en una pensión, alquilando una habitación pequeña, pero suficiente para ella. Era lo que podía pagar con sólo dos trabajos. Siempre despertaba a las seis y treinta para a las siete salir a repartir el periódico en su bicicleta. Luego de darse una rápida ducha, buscó su mochila azul y colocó un libro, una campera, el cargador de su móvil y una libreta de dibujos. Se la colocó en su hombro y dejó colgar el resto en su espalda. Ya eran las seis y cuarenta cuando estaba cerrando la puerta de su habitación.

-Buen día, señora Grant- saludó a su vecina con una sonrisa.

-Hola Kara, ¿cómo estás hoy?

-Muy bien y ¿usted? - preguntó mientras buscaba en su bolsillo trasero la llave del candado que aprisionaba su bicicleta.

-Me encanta tu entusiasmo, Kara. Pues no del todo bien, aún Adam no me habla y ya sabes cómo me pongo cuando eso pasa- intentó esbozar una sonrisa.

- ¿Quiere que le llame por usted?

-Oh no, no. Tú no te preocupes, tal vez me llame más tarde. Ten un lindo día, Kara.

-Igualmente, señora Grant.

Salió hasta la vereda, se acercó al poste en el que su bicicleta estaba recostada y la desencadenó. Repartía periódicos todos los días por la mañana. Los viernes y sábados era mesera en un bar cercano a la casa de huéspedes. Así era su día a día.

El canasto de la bicicleta estaba repleto del periódico que debía repartir. Empezaba en el barrio siguiente al suyo, e iba a algunos más alejados. Terminaba antes de las once para volver a la casa y cocinar algo sano.

Era una forma de mantenerse ocupada, en contacto con las personas, de sentirse útil. Le encantaba llegar a la pensión y encontrarse con la señora Grant. Le contaba innumerables historias de su juventud, de lo brillante que fue en la universidad y cuantos hermosos recuerdos tenía de esos días. Algo que siempre evitaba contar era por qué terminó viviendo en la pensión, sola con su gato Pan. No era una anciana, pero si una mujer llena de sabiduría que siempre tenía las palabras justas, y además una amante de las historias de amor.

Kara le había contado su historia de amor más grande. En donde se había enamorado perdidamente de una mujer que le devolvió la sonrisa por mucho tiempo, pero a la que le había roto el corazón en mil pedazos y que jamás volvió a ver. Era una historia de amor y desamor, la más hermosa y dolorosa historia que alguna vez había contado. Esa mujer había dado vueltas su mundo, pero ella no había podido responder a tanto amor. Otra cosa que las drogas habían arruinado completamente.

Ahora estaba sola en la habitación. Ya había cenado así que tomó una ducha, más larga de lo habitual. Sobre el escritorio había una pequeña lámpara, un lapicero y una fotografía en la que estaba junto a su hermana de pequeñas, era lo único que le quedaba de su infancia, y era un tesoro para ella. El lapicero contenía lápices de colores y varios negros de distintos tonos. Para sus días difíciles, cuando necesitaba una escapatoria el dibujo le ayudaba. Una terapia que aprendió mientras estuvo en rehabilitación. Ese día, sin embargo, todo estaba tranquilo.

Había estado en Londres, New York, Las Vegas, Los Ángeles, México y Canadá cinco años atrás, con su chica misteriosa, a quien mantenía en el anonimato. Habían pensado tener un futuro juntas, como dos adolescentes enamoradas soñando un para siempre que no pudo ser. Siempre por su mente pasaba esa mirada de dolor suya cuando la dejó en esa habitación de hotel. Cuando decidió que no podía seguir con ella si no se dejaba ayudar. Recordaba haberla amado con tanta fuerza y haberla lastimado aún más que eso. Ya no era su primer contacto entre las llamadas frecuentes, pero aún seguía conservando su número solo por un si acaso.

La había llamado varias veces, pero no obtenía respuesta. Quería decirle que lo sentía, quería que supiera que aún la amaba con la misma intensidad, que aún deseaba estar a su lado como el primer día en que la vio. Quería que ella supiera que estaba sobria, feliz, y con ganas de nunca más volver a esos días oscuros en los que se había hundido. Pero nunca obtuvo respuesta. Ni una sola vez. No podía culparla, había pasado mucho tiempo y ella sentía que en verdad no merecía ni un segundo de su tiempo, merecía su silencio, su distancia, lo merecía, y nadie podía decir lo contrario. Se fue a dormir, había sobrevivido a otro día. Eso era más que suficiente para ella.

𝑽𝒐𝒍𝒗𝒆𝒓 𝒂 𝒕𝒊 | 𝐴𝑑𝑎𝑝𝑡𝑎𝑐𝑖ó𝑛 𝑆𝑢𝑝𝑒𝑟𝑐𝑜𝑟𝑝Donde viven las historias. Descúbrelo ahora