10 | Tangible como la niebla

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Como negar sentirse tan dispersa estando allí parada en medio de todos esos espejos a su alrededor, no tenía idea del porqué o quiénes la rodeaban deseando verla en cada ángulo en ese vestido, que fuera perfecta hasta la última costura. Y como negar que era hermoso, pacería hecho con hilo plateado de la luna junto a todos esos diamantes simulando las estrellas.

Era el centro de todos, englobada como al sol por varios espectadores e incómoda por los mismos.
Y a pesar de lo bella que se veía Perséfone en ese momento estaba más decaída que nunca, apenas levantaba la mirada del piso evitando ver su reflejo.

—Tienes suerte —dijo una voz—. Cualquier diosa estaría celosa de vestir ese vestido, incluso la misma Afrodita.

Se le vino a la mente esa imagen fugaz de Eris lanzándole la manzana. Perséfone no la quería, estaba más que segura lejos de ser la más hermosa de todas.

—Endereza la espalda, niña —Perséfone obedeció temerosa a esa otra voz, pudo ver el reflejo de la falda —, no querrás que tu prometido te vea así.

Por un ligero instante enlazó su mirada a los espejos, todos mirando a ella sin importar que Perséfone no se reconociese a sí misma. Sabía que era ella a la misma vez que no lo era.
Verse por completo era un deleite visual a la vez que era la más dolorosa de las torturas.

Cubierta por ese lindo vestido.
¿Acaso esa era su unión marital? ¿Por eso el vestido, los diamantes y la multitud a su alrededor?

No podía ser verdad, era demasiado para Perséfone.

—Aún no está lista, pero no hay opción —habló otra voz.

—Levanta la cara —ordenó otra distinta.

Perséfone se mantuvo quieta con miedo de confrontar a las personas que le rodeaban. Se mantenía allí quieta con tanto miedo a no hacer nada un estruendo.

Se miró a sí misma en el espejo, su rostro no era el mismo era más delgado y sus pómulos resaltaban al igual que sus pequeños ojos café y la simetría. Y por fin reconoció que esa no era la primera vez que se veía distinta, la primera vez fue tras encontrarse en el reflejo de aquella manzana dorada. ¿Que era eso? ¿Un deja vú o sólo fue un sueño?

Perséfone debía de admitir que todo en ella era perfecto de no ser por ese minúsculo y casi imprescindible detalle que nadie parecía darle importancia: lloraba a cántaros sin razón alguna. Lágrima tras lágrima, cada una más pesada y doloras que la otra sin poder contenerlas.

Se sentía tan bella. Tan delicada. Tan rota.

En el reflejo observó una corona que parecía más la aureola de santidad y pureza. Era de oro reluciente con piezas de perlas, zafiros y otras gemas incrustadas que brillaban más que cualquier diamante. Era caprichosa y deseada, pero Perséfone no la quería.

—La corona está maldita —susurró una voz a su oído mientras que no dejaba de ver como la corona, que flotaba encima de su cabeza, bajaba lento hasta colocarse en ella. Perséfone contuvo la respiración dejando caer más lágrimas de las que podía pensar.

—No la quiero —sollozó.

Y de pronto, a centímetros de su cabeza tuvo la imagen más perturbadora de su vida. El oro se forzó a sí mismo tomando la forma de una tiara circular y nada vistosa con caída de varias cadenas, ese color amarillo fue reemplazado por uno gris metálico y todas esas joyas vistosas se hicieron diamantes diminutos y brillantes. Ella gimió al sentir la piel de sus muñecas quemarse, en menos de un segundo miró como des mismo acero de la antigua corona de oro se formaban grilletes alrededor de sus muñecas.

K O R EDonde viven las historias. Descúbrelo ahora