20 | Diferentes e iguales

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Un momento.

Un pequeño instante.

Fue en un pequeño desliz de debilidad en el que no pudo retenerse por más tiempo creyendo que podía mantener todo ese malestar controlado dentro suyo. Habían sido días más extenuantes de lo que podía resistir a esa carga de la que habló Tánatos, el peso del Inframundo le sobrepasaba sin importar el intento de cumplir con más labores.
Caminaba de regreso a los Campos de Elíseos guiando a una mujer aturdida y helada de pies a cabeza sin dejar de derramar lágrimas, deseando tener a su amado de vuelta a sus brazos. Hizo lo mejor que pudo sosteniendo su pesar, limpiando sus lágrimas hasta que en segundos fue Perséfone quien pedía ayuda.

Fue inexplicable. Cayó retorciéndose sin haber sido atacada. Sentía su piel quemar, perder visibilidad en sus ojos así como perder lapsos de conciencia.
Sometida contra la tierra rogó por ayuda, sentía dolor esa especie de dolor paralizante y el aire sin llegar a sus pulmones. Por segundos de tensión no pudo hacer nada más que dejarse absorber por la oscuridad, escuchando el débil latir de su corazón hecho pánico. Absorbida por la oscuridad, en un limbo más allá de lo entendible se encontró en un templo de oración rodeada de muchas velas iluminando a pesar de no ser necesarias. Yacía en una especie de torra de castillo.

Era la misma sensación que a la del sueño de la corona sobre su cabeza, pero no se sentía adormilada o con un ambiente que fuese a desmembrarse para llevarle a otro lugar. Parecía muy tranquilo allí como para sentir temor. ¿Realmente donde estaba?
Con sólo girar los ojos se dio cuenta de que estaba acompañada de una mujer de cabello castaño oscuro vistiendo un suave vestido que arrastraba y le daba la espalda, tal vez sin haber percibido la presencia de Perséfone. Yacía arrodillada frente a las velas que tenía más cercanas susurrando palabras comprensibles.

—Lo lamento tanto, mis queridos —habló y Perséfone pudo sentir que lo decía —desde lo más profundo de su ser— con dolor. La mujer se levantó del suelo quedando a la misma altura que ella sin voltear a verle.

Creyó que pasaría una eternidad para que volviese a decir palabra alguna, sin embargo, cubierta con aire de dolor en un ambiente de melancolía, todo actuaba con demasiada intensidad.

—Incluso la flor bendecida muere, es imposible.

—¿De qué hablas? —preguntó insegura.

Ambas estáticas creando una extraña tensión entre ambas por razones tontas, ni siquiera se conocían el rostro, tampoco sabía de qué hablaba esa mujer.
Aquella mujer de vestido se giró poco a poco hasta quedar frente a frente con la diosa. Y fue mucho peor que antes.

La sensación de nuevo en la garganta le arrebató los gritos al ver su rostro por completo. Sus cejas, esos ojos, la forma de su cabello caer.
Decir que era como verse en el espejo sería una enorme mentira ya que no estaba cerca de ser igual a ella, sino de mostrar su peor lado, uno que Perséfone nunca había presenciado. Era ella. Era Perséfone. Pero no era la misma, todo su cuerpo lo denotaba.
Cada segundo que la veía era peor. La muerte no le abrazaba nada bien. Se veía esquelética, labios partidos, sus ojos desorbitados sumidos en ojeras y lágrimas.

Fue como estar hechizada por su presencia hasta que habló.
—Estás maldita y sólo te liberarás bajo la misma mano que te condenó.

Perséfone no entendía lo que estaba sucediendo ni tampoco sus palabras, abrió la boca queriendo saber el significado de estas, pero las palabras no pudieron salir de su mente.

La mujer caminó a ella, una hipnotizada con la otra. No era esa imagen demacrada de su rostro, su mente corrompida... no quería ser ella.
Fue en un segundo que los ojos se le llenaron de lágrimas que no pudo contener, pero no rogaba por ayuda, no pedía clemencia a su dolor. La diosa sólo la veía allí destruirse a segundos. Fue demasiado tarde cuando pensó en reconfortarla a pesar de temblar del miedo pues ella, aún en lágrimas, se giró de nuevo hasta darle de nuevo la espalda.

Perséfone no sabía qué pensar, había dicho tanto en tan poco como para poder darle sentido. Y poco a volvió a tener malestar en el pecho, respirar le dolía.
Tambaleó hasta caer arrodillada ante aquella mujer, quien todavía aguardaba dándole la espalda, no parecía importarle ni con la intención de ayudarla aunque gimiera tratando de respirar.

—Sigues siendo ilusa. Dejaste que te asesinaran.

—¿Qué? —cuestionó sintiendo ahogarse—. No, yo no...

Pero no pudo contestar a ello antes de que todo se volviese oscuro hasta zambullirla por completo y sólo volver a ver luz cuando abrió los ojos hecha pánico.

*

Fue como estar frente a un reflejo, excepto que aún falta tiempo para ser esa premonición.

K O R EDonde viven las historias. Descúbrelo ahora