Capítulo 4

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El olor a mar, el olor a mariscos siendo cocinados es todo el aroma que puedes olfatear mientras caminas a orillas de la costa.

Georgios va con una gran alegría marcada en su rostro. Su día ha sido más genial de lo que esperó.

A parte de obtener la gran noticia de la calificación conoció a esa hermosa chica de cabellos rojos. Hermosa, preciosa, esos sinónimos para él no le hacen justicia a su belleza. Ella es encantadora.

Deja de ir como tonto por los caminos cuando ve el barco de su amigo. En la costa hay mesas dispersas, cada vendedor del mar trae sus utensilios para vender, tienen sus puestos.

Aquiles está muy centrado en preparar unos camarones que no nota sus pasos y tampoco su llegada.

Saluda a uno que otro conocido que siempre va por ahí a comer los ricos platillos que prepara su amigo. Lo conocen desde hace años.

Con cuidado aborda el pequeño barco, es donde está la cocina de Aquiles, desde donde maneja la suave música, el dinero y demás.

Sigiloso y con pasos lentos, largos, escondidos, siguiendo la espalda de Aquiles a cada movimiento que hace para tomar algún ingrediente.

Deja la mochila en una esquina antes de ladrar como un cachorro, enterrando sus dedos a los costados de su amigo que salta del susto al tiempo de que Georgios se carcajea sujetándose de la pared del barco.

—¡Casi me quemo! —Vocifera mandándole a Georgios una cantina plástica que logra atrapar en el aire antes de que golpee justo su cabeza —. ¡¿Piensas matarme?! —le grita conteniendo ahora él la risa.

Algunos de los clientes se ríen a la par de Georgios.

—¡Me ofendes! —agarra su estómago que se contrae debido a la risa. Le duelen ya los pellejos de la barriga de tanto reír —. Eres mi mejor amigo, no te mataría, aunque seas un maldito —afirma con la mayor seriedad que puede mantener sin estallar a carcajadas nuevamente, deja la cantina plástica en su lugar.

—No parece —revira Aquiles volviendo al platillo —. Pasa un plato con bandeja y cubiertos, sirve y llévalo a la mesa siete.

—Oye, viejo, acabo de llegar y no me das respiro —refunfuña con evidente actuación.

—Eres muy dramático, Georgios, hoy andas muy graciosito, esa es tu penalización por hacerme casi quemarme —da una palmada al hombro de Georgios que lo mira incrédulo —. Apúrate, es el señor que siempre saca los cachorros a pasear cada mañana, es generoso y puede que te dé buena propina.

Georgios eleva las cejas. Toma la bandeja, empieza a colocar perfectamente cada cosa.

—Eso no me cae mal y más que tú y yo sabemos que lo necesitaré —comenta para tomar la bandeja, con un estilo único, alegre, jovial, feliz, así como es él, el mundo se le puede estar viviendo encima, pero Georgios siempre va a tener la esperanza, la motivación, esa chispa que contagia de que todo estará bien. Él es así, tan auténtico —. Buenas tardes, señor, aquí tiene sus camarones marinados, espero lo disfrute, son unas delicias, si necesita algo solo debe llamarnos —acomoda cada cosa con eficiencia, siendo amable con el anciano hombre.

El señor sonríe.

—Ustedes son buenos muchachos —comenta el anciano —. Probablemente si mi hijo hubiera sido así, hoy estaría vivo y yo no estaría solo.

Georgios apenas lo escucha siente la tristeza que cada facción de su rostro delata.

—Señor, Eros, lo conozco poco, pero aun así me tomaré el atrevimiento de decirle algo, hay cosas que por más que tratemos de evitar, simplemente no podemos, solo suceden.

Por siempre mi amor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora