Era de madrugada, llovía. El tiempo parecía interrumpido. Colmado por un sosiego apacible, plácido e irreverente. De a ratos cambiaba la posición de mis piernas.
Me encontraba sentado afuera, al reparo del tinglado, en una de esas hermosas noches de verano, donde una parte de nosotros se niega a irse a la cama, y le hacemos caso.
Como quien intenta recordar el nombre de un pariente lejano, o el cumpleaños de un amigo, yo estaba esforzándome por recordar el sonido de la lluvia.
Si. Intentando recordar algo tan simple, pero tan hermoso, algo tan superficial, pero tan recóndito.
Esos días volvía a mi memoria, recurrentemente, el día del accidente que me dejaría sordo, hacía 8 años, en Mendoza. Fuego, gritos, explosión. La imagen se repetía una y otra vez en mi mente. Las cicatrices del accidente todavía se vislumbraban en mi rostro y cuello, como un mapa trazado con un crayón, y una mano temblorosa, casi débil. Los médicos me habían dicho que pasaría por diferentes etapas de mi sordera. Pero nunca mencionaron la que estaba viviendo, la etapa del olvido.
Comenzaba a olvidar sonidos.
Había olvidado el sonido de mi madre tocando el piano, el usual bullicio de la ciudad, el apacible sonido del mar, el sereno sonido del agua saliendo desde la punta de la ducha y chocando, con suavidad, en mi espalda. El sonido de mi hija riéndose a carcajadas.
Es terrible darse cuenta de que uno tenía algo cuando lo pierde. Eso es lo que me pasó a mí.
El silencio se había convertido en mi compañero eterno. No un silencio relajante, sino un sombrío, impenetrable e incomprensible silencio.
Me paro, y cierro los ojos. Siento rabia, tristeza y miedo.
Miedo a olvidar el sonido de la lluvia.
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Escritos de cuarentena.
Short StoryRecopilación de cuentos cortos, poemas, notas y reseñas de buenas lecturas. Resultado de días de encierro.