Capítulo 30

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 «Marian y Willy, Willy y Marian».

Keily no dejaba de repetir en su cabeza después de haber visto el beso que ellos se dieron en el jardín de la casa. Desde que se conocieron, hubo una chispa entre esos dos, pero se sorprendió mucho cuando los descubrió porque su amiga solo llevaba unos días ahí.

Trató de concentrarse en lo que la profesora estaba diciendo, mas no lo consiguió. Por suerte, las horas pasaron y la clase terminó. Ella agarró sus cosas, luego salió del aula deprisa.

—Keily, espera.

Se giró y vislumbró a Aaron, quien corría por el pasillo.

—Hola —saludó con cortesía.

—¿Te vas sola? —preguntó mientras caminaba junto a ella hacia la salida.

—Sí, Aaron, vine en mi auto.

Él se desanimó ante sus palabras.

—Ah, bueno. Yo te quería llevar.

—Lo siento, será otro día.

Asintió y ella empezó a caminar en dirección al parqueo.

—¡Espera! —vociferó de repente—. ¿Te gustaría salir conmigo? —preguntó, tímido—. Es decir, podemos compartir un helado en el parque mañana, ¿aceptas?

Aaron estaba sonrojado, la vergüenza se reflejaba en su rostro y eso lo hacía ver muy tierno. Keily aceptó y él sonrió, complacido.

—Entonces nos vemos en el parque a las cinco, ¿te parece?

—Está bien, Aaron, nos vemos mañana.

—Descansa, Keily.

Ella se subió en el auto y empezó a conducir. Cuando se adentró en la carretera, escuchó un ruido desde el interior del vehículo el cual se agitó un poco y se apagó. Keily trató de encenderlo, pero no funcionó.

Golpeó el volante varias veces y chilló de frustración. Para su mala suerte, el auto se detuvo en medio de la oscuridad. Buscó el teléfono en su bolso, mas no estaba y recordó que lo había dejado cargando en su cuarto.

Tenía miedo, la situación se asemejaba a una escena de una película de terror. Apoyó la cabeza sobre el volante mientras pensaba en qué podría hacer para salir de eso. Unos golpes en el cristal la hicieron saltar en su sitio. No quería verificar quién era.

Los toques se hicieron más fuertes, así que posó la vista hacia la ventana con temor.

Los ojos verdes de Alan la miraban con intensidad y le hizo señas para que abriera. Keily negó con la cabeza y trató de encender varias veces el auto. No funcionó, así que golpeó el volante, enojada y frustrada.

Al cabo de unos minutos, se quedó quieta para relajarse y decidió bajar un poco el cristal.

—Préstame tu teléfono, por favor —pidió, tragándose el orgullo.

—Baja, Kei, déjame ayudarte —respondió Alan mientras hacía gestos con las manos.

Ella abrió la puerta y salió para enfrentarlo. Se puso nerviosa porque tenía mucho que no lo veía y hasta ese momento se dio cuenta de cuánto lo extrañaba. Avanzó a él y percibió su exquisita colonia.

—Solo préstame tu teléfono para llamar a Willy —dijo, aturdida por su presencia.

—Si quieres te llevo.

Alan le agarró la mano, pero ella se zafó en un rápido movimiento.

—No me toques, no vuelvas a ponerme un dedo encima nunca más.

La voz le salió más dura de lo que quería y él se alejó como si lo hubiese abofeteado.

—Entiendo, sé cómo te sientes; pero todo tiene una explicación, preciosa.

—No me llames así. Estoy cansada de esto, Alan. Para ti todo tiene un trasfondo que yo debo comprender, conviertes algo simple en complejo y estoy harta de tus historias.

La voz se le quebró y se le nubló la vista. Keily no quería llorar ni que él viera cuánto le dolía la situación. El pecho le subía y bajaba, agitado, y las lágrimas estaban a punto de caer. Él le agarró la cara para que lo mirara directo a los ojos.

—Te juro que todo se me salió de las manos. Yo tenía muchos planes en torno a nosotros —dijo con pesar.

Keily cerró los ojos ante sus palabras y las lágrimas traicioneras escaparon de ellos. Alan la soltó, se sentía impotente por el sufrimiento que le causaba y le dio un fuerte golpe al capó del vehículo.

—Siempre te hago llorar, soy la peor basura del mundo —añadió al borde del llanto—. Pensé que podría ser feliz contigo, pero la realidad es que no te merezco.

Rio sin gracia y se pasó la mano por el pelo con frustración.

—Mírate, Kei. Eres hermosa, de buena familia. Yo, en cambio, solo soy un pobretón atado a los antojos de otros —continuó con la voz entrecortada.

A Keily le dolía el pecho ante lo vulnerable que él se encontraba. Sintió frío y se rodeó el cuerpo con los brazos.

—Quiero irme, por favor —susurró y Alan acortó la distancia, después le tocó el rostro con delicadeza.

—Sé que no me crees, pero lo único verdadero en mi vida es este amor que siento por ti.

—Y aun así volviste con Anna —soltó ella sin pensarlo y se cubrió la boca por la vergüenza.

Él cerró los ojos, luego se alejó. Sacó del bolsillo de su pantalón el teléfono y se lo extendió. Keily lo agarró con manos temblorosas y marcó el número de Willy.

—¿Sí? —contestó en medio de un bostezo.

—Willy, necesito tu ayuda.

—¿Qué sucede, Kei?

—Se me quedó el auto varado —explicó, evitando la mirada de Alan.

—Dame la dirección, voy para allá —respondió de inmediato y Keily escuchó que algunas cosas se movían, seguido de pasos rápidos.

Le informó dónde se encontraba, después le entregó el teléfono a Alan, quien la miraba con intensidad. Sus dedos se rozaron en el proceso, lo que provocó que los nervios de ella aumentaran.

Keily sintió un gran vacío en el pecho ante su silencio, deseaba irse cuanto antes de ahí.

Se quedaron en el mismo sitio sin emitir palabra alguna, esperando a que Willy fuera por ella. Luego de un rato, él apareció con una grúa detrás.

—Gracias por todo —le dijo Keily a Alan, luego caminó en dirección a su hermano.

Él asintió y susurró un «perdóname», que ella no logró escuchar, antes de que se marchara a toda velocidad en su moto. 

 

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Inercia © (Bilogía Inercia: Libro 1) [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora