No vuelvas a mencionar a mi hija.

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Al tiempo que regresaba a la caravana, Zulema pensaba en su futuro más próximo. Se sentía frustrada, y ello desataba una tormenta de rabia que ahogaba sus ideas. Por muy complicadas que fueran las cosas, y vaya si lo habían sido, ella siempre tenía un plan para resolver los problemas saliendo airosa. No, no solo un plan. Múltiples planes: el A, el B, el C...pero ahora su mente estaba, simplemente, vacía. Y ese era el mayor de sus problemas.  La única herramienta que verdaderamente le había servido para sobrevivir durante todo este tiempo era su cerebro, su inteligencia. Su mejor arma era esa capacidad de analizar, planificar y ejecutar con la precisión de un reloj suizo, aunque a veces enturbiara dicha precisión la pasión violenta que albergaba, vigilante, en su interior. 

¿Debía contarle a Macarena la sentencia de muerte que el destino había decidido para ella? ¿Cómo podría contárselo? ¿Cómo podría mirarla a los ojos y decirle que tantos años de daños y heridas llegaban a su fin por un capricho de la naturaleza? Además, por mucho que conociera a su compañera, no sabría cómo reaccionaría. Aunque no lo admitiría jamás en voz alta, no sabía qué le daba más miedo: la pena en la mirada de la rubia o que esta la abandonara. Se había acostumbrado a vivir con ella, se había acostumbrado al equilibrio entre los momentos de violencia y los instantes de paz, a los minutos de odio en las manos y los segundos de leve afecto en la mirada. Se moría. Y no quería morirse sola. 

Llegó a la caravana justo a la hora de almorzar. Se la encontró totalmente limpia y ordenada, como recién comprada. Se encontró a Macarena tumbada en la cama, dormida. Cerca de ella vio una pistola.

– Rubia – susurró Zulema al tiempo que la intentaba despertar sacudiendo sus hombros –. Rubia, despierta. He traído comida.

Como Macarena no se despertaba, Zulema cogió un cubito de hielo del congelador y lo empezó a deslizar por su cara. Estaba bajando por su cuello, disponiéndose a seguir por debajo de la blusa cuando...

– ¡Joder, Zulema! – Macarena se incorporó bruscamente, visiblemente cabreada.

– ¿Por qué está ahí la pistola? – preguntó Zulema con curiosidad sincera, pero ningún atisbo de preocupación.

– Nada. Yo...eh, bueno – titubeó Macarena. No se le ocurría ninguna explicación lógica, ni ninguna mentira creíble. Engañar a Zulema no era asunto fácil – ¿Qué has estado haciendo?

– No has respondido a mi pregunta. – Zulema ignoró por completo el intento de Macarena de cambiar de tema.

– Era una tontería, Zulema. Nada más – dijo Macarena haciendo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto. Se incorporó y se dirigió a las bolsas con comida que había dejado Zulema en la mesa.

– Ya, claro. Una tontería – comentó Zulema con tono burlesco.

Más tarde, cuando ambas descansaban en sus respectivas sillas, encima de la caravana, Macarena recordó que Zulema tampoco había respondido a su pregunta.

–Oye, no me dijiste dónde habías estado – comentó Macarena, con un leve tono de reproche.

– No es asunto tuyo – le contestó Zulema con rudeza.

– A ti te pasa algo – insistió Macarena.

– Lo que tú digas. – Zulema suspiró y cerró los ojos, irritada.

Macarena estaba intentando construir un puente, pero Zulema era una isla con demasiadas murallas. No obstante, siguió presionando. 

–Compras una cama elástica, te largas sin decir nada...– Macarena miró fijamente a su compañera, tratando de analizar cualquier posible reacción, pero Zulema permaneció en silencio, impasible –. Si te ocurre algo, deberías decírmelo. Vivimos y atracamos juntas. Si algo no va bien puede que alguna acabe con una bala en la cabeza.

– ¿Alguna? – preguntó Zulema con media sonrisa –. No. Serías tú, evidentemente. Yo la esquivaría.

– Claro, porque eres siempre la más lista del lugar ¿no? – Macarena notaba cómo una corriente de rabia y frustración comenzaba a fluir por su pecho –. Estoy harta de que te creas mejor que todo el mundo.

– No es que lo crea, rubia, es que lo soy.

– No más que Sandoval, porque entonces tu hija seguiría viva. – Macarena se arrepintió enseguida de sus palabras, pero ya era tarde para rectificar. Ahora solo quedaba esperar la reacción de Zulema.

Durante unos instantes, reinó el silencio. Solo se atrevió a sonar el viento, pero ni este pudo atravesar la tensión que envolvía a las dos mujeres. Entonces, con un movimiento veloz cargado de intención violenta, Zulema saltó de su silla y se abalanzó sobre ella. Una vez en el suelo y encima de Macarena, comenzó a golpearla con furia animal. Macarena se rindió ante lo inevitable y se preparó para recibir una lluvia de meteoritos: un puñetazo en la mejilla derecha, otro en la izquierda...en la mandíbula, en el esternón, en el estómago...uno y otro, repetidamente, durante un tiempo que había decidido congelarse. Y cuando por la visión de Macarena solo corrían lágrimas teñidas de sangre y los píxeles rotos de un mundo difuminado, los golpes pararon, pero comenzó el dolor. Zulema, con la respiración entrecortada, se acercó a su oído para susurrarle:

– Puta – dijo con una rabia vibrante –. Si vuelves a mencionar a mi hija, te juro que te mato. Pero te mataré de una forma tan dolorosa y tan lenta, que desearás no haber nacido nunca ¿entendido? – Macarena asintió como pudo.

Zulema se levantó y miró fijamente a Macarena. Estaba en posición fetal, con un gesto de dolor congelado en el rostro y las manos presionando el estómago. Su pecho subía y bajaba ondulante como las olas en la orilla del mar.  Su boca, adornada por la sangre fresca, trataba de arrancarle el oxígeno al aire. Le costaba respirar. 

En ese momento, Zulema, con la mente nublada por los recuerdos dolorosos, no sentía más que rabia al mirar a Macarena. Entonces recordó aquella vez, cuando solo llevaban dos semanas de convivencia, en la que la había mirado con la misma rabia, aquella vez en la que casi la mata...

Encontrándose en la caravana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora