Arrepentirse (I).

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Se había arrepentido. Macarena caminaba de un lado a otro en el interior de la caravana. Sus brazos, cruzados, y el extraño brillo de su mirada reflejaban la angustia que su mente trataba de apaciguar. Sí, se había arrepentido. Ese era el pensamiento que volvía una y otra vez a su cabeza con recurrencia obsesiva. Jamás tendría que haber ido a recoger a Zulema a la cárcel. Jamás tendría que haber aceptado ser su socia aquel maldito día en la lavandería ¡Joder! Pero ¿en qué coño estaba pensando? ¿Cómo se le podía haber ocurrido que semejante locura podría si quiera llegar a funcionar? ¡Joder, joder, joder! Le dio un puntapié a la silla; el libro que yacía sobre ella cayó al suelo. Era un manual de psiquiatría forense que Zulema estaba leyendo dios sabría para qué. Macarena suspiró mirando al techo e intentó tranquilizarse. Aquella situación era absolutamente ridícula. Pero el mismo pensamiento que la llevaba atormentando desde hacía días volvió a abordarla: se había arrepentido.

<< Eres una idiota, Macarena ¿qué coño se te pasó por la cabeza para aceptar algo así? >> Sopesaba frenéticamente todas sus opciones. Sabía que estaba a tiempo de arreglar todo aquello, porque nada se había roto todavía: aun no habían cometido su primer atraco. Solo llevaban dos semanas viviendo juntas. Macarena asintió, convencida: todavía podía ser libre sin Zulema.

<< Podría llamar a Román >>. No, esa era una idea ridícula. En esos momentos, Macarena se veía a sí misma como un cáncer, capaz de metastatizar y destruir todo tejido sano a su paso. No podía hacerle eso a su hermano, no otra vez. Entonces, la invadió el pesar que arrastra el dolor de los recuerdos. No tenía a nadie más a quien acudir. Ni más familia, ni ningún amigo. Rizos estaba todavía en prisión y Macarena sabía que no saldría nunca de allí: temía demasiado la libertad. Estaba completamente sola; salvo por Zulema. Ese era el problema. La soledad y el profundo temor que le inspiraba una vida carente de sentido era lo que la había impulsado a buscarla, porque Macarena sabía quién era frente a Zulema, y junto a ella el vacío que sentía cada vez que se enfrentaba a la oscuridad de la noche era un poco más pequeño. Zulema era recuerdo, Zulema era familiaridad con un mundo, el de la cárcel, del que Macarena todavía no había logrado escapar. Era curioso: al salir, el mundo seguía siendo igual que cuando entró, pero ella ya no era la misma. No es que careciera de una brújula con la que buscar el Norte, es que, directamente, su Norte había desaparecido. Zulema era el ancla que la salvaba de hundirse pero que, al mismo tiempo, la retenía. Zulema era pasado, y Macarena necesitaba futuro.

Tenía que elaborar algún plan, y debía hacerlo rápido. Sabía que Zulema no la dejaría marchar tan fácilmente, no al menos hasta que ejecutaran su primer atraco. Entonces, resolvió pedir ayuda a la única persona que en esos momentos podía prestársela. 

Dos horas más tarde, Zulema regresaba a la caravana para encontrarla vacía. Macarena había dejado una nota en la puerta: "Fui a comprar. Vuelvo enseguida". Zulema se recostó sobre una de las sillas, pensativa. Su socia llevaba un par de días comportándose de manera extraña. Algo la preocupaba, era evidente. De pronto, guiada por un instinto forjado a base de batallas, y por la desconfianza que todavía le inspiraba Macarena, no se resistió al impulso de registrar la caravana. En un primer momento, no halló nada fuera de lo habitual. Sin embargo, tras pensar detenidamente, se fijó en el libro de psiquiatría forense. Se dirigió a este y lo abrió. El papel que contenía unos breves apuntes sobre la planificación del primer atraco no estaba en la página cincuenta y dos, donde lo había dejado por última vez, sino en la cincuenta y uno. Macarena había estado revisando sus cosas. <<Puta...>>

Macarena había ido a la ciudad más cercana para llamar a Castillo desde una cabina telefónica. No se fiaba de Zulema, y por ello no quería utilizar su móvil. Después de haber tomado la decisión de llamar a Castillo, había registrado la caravana en busca del papel donde Zulema había apuntado ciertos detalles sobre el primer golpe que habrían de ejecutar cuatro días más tarde. Si bien era cierto que Zulema guardaba la mayor parte del plan tan solo en su cabeza, donde su increíble memoria y lucidez le permitían organizar y reorganizar sin problema alguno, Macarena se había fijado en que tomaba algunas notas. Quizá los detalles contenidos en estas fueran nimios, pero debía conocerlo todo para poder preparar un plan sin fisuras. No quería llevarse ninguna sorpresa, y menos cuando se enfrentaba a Zulema.  Tras informar a Castillo sobre cómo habría de producirse el golpe y acordar con él la captura de Zulema, colgó y se dirigió al supermercado más cercano.

Cuando volvió a la caravana, Zulema estaba cocinando. Parecía muy concentrada. Macarena traía dos bolsas del supermercado.

– ¿Has comprado las barritas de chocolate? – le preguntó Zulema sin mirarla.

– Mierda, no. – Macarena dejó las bolsas encima de la mesa y se dirigió al baño –. Se me olvidó por completo – terminó de decir antes de meterse en la bañera. 

Zulema sonrió para sus adentros. Macarena todavía no había aprendido a mentir bien. Siempre que mentía le temblaba la voz al final de las palabras, como le había ocurrido ahora, aunque lo hubiera intentado disimular. Además, la pregunta sobre las barritas de chocolate tenía un propósito: desenmascarar la mentira. Macarena tenía muchos defectos, muchísimos, pero la ligereza mnésica no era uno de ellos: no tendía a olvidarse de nada. Pero eso no era lo más importante. La clave era que, realmente, no hacía falta comprar barritas de chocolate, y si  Macarena hubiera mirado con detenimiento la despensa, lo cual sería de esperar si su verdadera intención era ir a comprar, se habría dado cuenta de ello. Revisando las bolsas del supermercado, Zulema confirmó sus sospechas: solo encontró productos básicos, esos que siempre suelen faltar en todo hogar. Sin duda, Macarena no había salido solo a comprar. 

Los días que se interponían entre el presente y el atraco transcurrieron con relativa normalidad. Sin embargo, cuando llegó la mañana del golpe, Macarena se despertó con un nudo en el estómago. Hacía tiempo que no experimentaba tal ansiedad. El mismo pensamiento, ese pensamiento, cruzó fugaz por su mente. Zulema, por el contrario, se hallaba totalmente serena. Como tenían planeado, cogieron el coche para dirigirse a su destino. 

Iban a atracar una pequeña joyería. No sería un golpe excesivamente productivo desde el punto de vista económico, pero sí necesario para establecer una dinámica de trabajo y conseguir recursos sin llamar demasiado la atención. Zulema conducía en silencio, con la mirada fija en la carretera. Macarena, que la miraba de reojo, trataba de descifrar su expresión, pero esta era impertérrita. De pronto, cuando ya llevaban media hora de trayecto, Zulema se desvió del camino principal. 

–¿Qué haces? – preguntó Macarena con algo de inquietud en su voz –. No es por aquí, Zulema.

–  Lo sé – contestó Zulema con tono aséptico. La falta de emoción en su voz asustó a Macarena –. Pero he decidido coger un atajo.

–  ¿Ocurre algo? – Macarena la miraba de reojo, al mismo tiempo que intentaba tranquilizarse.

– No sé. Dímelo tú.  

Cuando Zulema giró a la izquierda para entrar en un camino de tierra casi intransitable, Macarena sintió cómo se le helaba la sangre. Allí, al final, había una tumba.

Encontrándose en la caravana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora