Habían pasado unos días desde que Alba se soltó de unas cadenas invisibles. Volvía a ser ella, la chica alegre y feliz que tiene una sonrisa para todo el mundo. Si en algún momento la asaltaron las dudas, ahora tenía claro que había sido la decisión correcta.
Hasta las mañanas y las tardes de búsqueda exhaustiva de trabajo se le hacían más amenas. Iba con el ánimo por las nubes, con las fuerzas renovadas. Y los días eran incluso más productivos.
Cuando llegaba a casa, ya no quería tumbarse en la cama y dormir el resto del día para que el tiempo pasara más rápido o no tener que pensar en los problemas que la aprisionaban. Tampoco trataba de alargar la caminata para llegar más tarde. Todo eso había cambiado.
Desempolvó los lienzos que tenía en el despacho y retomó la pintura. Esta vez estaba pintando algo abstracto, sin una idea fija. Solo quería dejarse llevar, plasmar las emociones y la energía tal y como las sentía.
No llevaba ni media hora cuando le pareció escuchar el timbre. Bajó el volumen de la música para asegurarse y salió corriendo hacia la entrada cuando insistieron.
No esperaba a nadie. Y cuando abrió la puerta lo que sí esperó fue no haber escuchado el timbre. Se maldijo por las prisas y no haber echado un vistazo por la mirilla.
– Hola.
– Hola, ¿qué haces aquí?
– ¿Podemos hablar?
Alba dudó, preguntándose si sería muy maleducado por su parte cerrar la puerta sin más. Pero ella no era así. Se movió a un lado para dejar que Sandra entrara. Esta no se hizo de rogar y se apresuró a traspasar el umbral de la puerta antes de que se arrepintiera.
– ¿Qué quieres?
– Creo que el otro día te precipitaste. Nos precipitamos – rectificó –. Fue una tontería, Alba. Podríamos volver a intentarlo, estoy segura de que tiene arreglo.
– No. No quiero seguir con esa relación.
– Venga, Alba. No vamos a echar por la borda el tiempo que llevamos.
Sandra se aproximó a ella, acortó prácticamente toda la distancia que las separaba. De no haber sido por la rapidez de la rubia, habría llegado a besarla.
– ¿Qué haces? ¿Qué te crees que haces? Vete.
– ¿Qué? Alba, no... – se acercó otra vez, aunque con más tiento, y Alba retrocedió nuevamente.
– ¡Que te vayas, joder! – se agobió al sentirse acorralada.
– ¿Por qué?
– Porque no quiero esto. No quiero que vuelvas a entrar en mi vida, al menos de esta manera. Lo que había se acabó, te lo dejé muy claro el otro día. Lo que teníamos llevaba roto mucho tiempo.
Un nuevo paso al frente. Y otro hacia atrás. La misma distancia que un principio pero dos metros más hacia el interior del piso. Dos metros más cerca de la pared. Alba no podría retroceder más de otro par de pasos.
– No me puedes dejar por un estúpido gato.
Una de sus razones principales. Una de muchas. En ese instante no sabía ni por qué había soportado tanto tiempo viendo los desprecios de Sandra hacia la que consideraba su hija. Ni los comentarios. Y la había dejado en la calle, ¿cómo no había pensado en que aquello podía ocurrir?
– Puedo. Y lo he hecho. Vete, no tienes nada que hacer aquí.
Finalmente, viendo que aquel día no iba a lograr nada más, la castaña se marchó.