Capítulo 1. Alastor

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Pese a que su piel era tan clara como la de aquellos que lo golpeaban, los niños insistían que por sus venas corría la misma sangre; que su lugar estaba en aquella otra escuela exclusiva para niños como él.

No pasaba día desde su ingreso que no le restregasen el asco que sentían al compartir el mismo espacio. Sus compañeros parecían mucho más conscientes de lo que implicaban sus raíces que el mismo Alastor, y se tomaban de ello con el único fin de dañarlo.

Descendiente de una persona libre de color, de una abuela cuya piel de ébano provocaba repudio y, de una madre mulata cuya tez fungía como estigma, ahora el pequeño Alastor sufría acoso debido al odio.

Grande fue la sorpresa de su madre al verlo en semejante estado; ella quiso llorar, pero en lugar de ello se puso de cuclillas frente a su hijo y sonrió.

–¿Dónde está tu sonrisa mon petit chou? –preguntó mientras limpiaba su mejilla herida–. Recuerda que nunca estás completamente vestido sin una.

Tras limpiarse las lágrimas con la manga de la camisa el pequeño asintió y sonrió.

–Allí está. Ven –dijo su madre poniéndose de pie y ofreciendo su mano–, vamos a asearte que necesito que me ayudes en la cocina. Hoy cenaremos jambalaya y pienso enseñarte mi receta especial.

La cocina era el lugar preferido de Alastor en casa, pues podía ver a su madre radiante como pocas horas en el día; encendía la radio, la música sonaba y la voz aterciopelada de ella hacía un dueto perfecto con la que provenía del aparato, inyectando vida el ambiente.

–¿Todo bien en la escuela? –El pequeño de seis años descendió la mirada y, después de meditarlo un poco, decidió contar lo sucedido. Al terminar de escucharlo, su madre se puso de rodillas y lo estrechó entre sus brazos con sumo cuidado, aquel diminuto cuerpo despedía fragilidad–. No los escuches, no tienes nada de qué sentirte avergonzado. –Entonces se apartó de él para mirarlo directo a los ojos–. Tú eres un niño valioso y muy inteligente, que nadie te convenza de lo contrario. Que no vean que lo que te hacen te afecta, porque pensarán que eres débil y van a ensañarse aún más contigo. Eres un niño muy fuerte mon petit.

Merci, maman. Je t'aime.

Una vez estuvo listo el aclamado jambalaya, la madre de Alastor decidió servirle un plato a su hijo y mirarlo comer; el pequeño degustaba la comida con dicha, dejándose llenar por el exquisito toque del platillo. Por lo regular esperaban a la llegada de su padre, lo veían sentarse a la cabecera y devorar el contenido del plato siempre en medio de quejas y golpes violentos contra la mesa o la vajilla y, una vez se sentía satisfecho, entonces ellos podían proceder a comer.

–¡Soy el jefe de ésta familia y como tal debo ser tratado! –les había dicho.

Pero esa tarde hizo una excepción.

Hubo una vez en Nueva Orleans (Charlastor)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora