Devoción

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Milo

La noche se había vuelto su más fiel amiga. Musa de muchísimos poetas, la luna, las estrellas, tenían una magia que sin dudas el día no ofrecía. Podía pasarse horas despierto en el jardín de su templo, contemplandola. Era ingenuo de su parte pensar que en la oscuridad de la noche encontraría consuelo pero aún así lo hacía. Todos los días lo hacía. Le daba vueltas y vueltas a sus pensamientos, a lo mucho que el tiempo conseguía transformarlo todo. A tan corta edad había vivido infinidad de cosas. Tantas decisiones, tantos aciertos y desaciertos. Había sentido tantas emociones..

Habiendo tenido una infancia a la que consideraba privilegiada, puesto que si bien no recordaba demasiado a su padre y a su madre no la había disfrutado mucho más, amor no le había faltado. Aún recordaba en detalle el día en que Shion lo encontró y posteriormente a hablar con su madre lo llevó al Santuario.

Había llegado a Athenas con la intención de convertirse en el caballero de Escorpio y no había descansado un sólo día hasta haberlo conseguido. Sin dudas ése era su mayor logro. Había, también, conocido personas increíbles, hoy amigos. Con altas y bajas en su relación, sí, pero era indiscutible que siempre estaban allí para el otro. Había vivido cada día de su vida como si fuera el último. Y es que ese pensamiento era el que predominó en su mente por mucho tiempo hasta que..

Fue inevitable sonreírle a la luna al pensar en él. Era increíble lo que su vida había cambiado con su llegada. Con sus ojos azules, su piel blanca, su porte y su indiferencia, Camus había llegado a su vida para transformarla. Podía recordarlo como si hubiese sucedido ayer. Todas las extrañas emociones que el francés le había provocado. La frustración de que éste no le prestara la menor atención, el hastío de su forma de ser, la primer misión juntos, su acercamiento, su amistad..

Y sí, lo más importante de todo, el amor entre ellos.

Camus había revolucionado su vida en cuestión de un día. Conocerlo había sido un antes y un después, pues jamás volvió a ser el mismo después de que sus ojos tuvieron el privilegio de verlo. Con Camus fue con quien realmente se sintió él mismo y lo era plenamente sólo en su compañía. Había encontrado los porqués que no había encontrado hasta entonces, las respuestas a esas maliciosas interrogantes arraigadas a la soledad de la noche, a la inseguridad que uno esconde.

Volviendo a la realidad por un segundo, esa de la que intentaba huir a toda costa, desvió su mirada del firmamento para clavarla esta vez en su mano. Una bellísima y tupida rosa de color rojo ocupaba sus dedos, un regalo de Afrodita, quien ese día había ido a verlo. Eran varios los compañeros que procuraban ayudarlo, darle ánimos desde la partida no sólo de Camus sino también de Kanon, dos hechos que lo tenían completamente devastado. Con la mano que tenía libre acarició los petalos de la flor y suspiró.

Estaba resignado. Camus lo era todo, sabía que lo que sentía por él no acabaría. Infinidades de noches había llorado por él con la esperanza de que, junto a sus lágrimas, éste también abandonara su alma. Pero no, aquello no era sino imposible. Ni el terrible abrazo de la muerte había conseguido separarlo de su lado, arrancarlo de su corazón. Sinceramente, no concebía ya que algo o alguien pudiera hacerlo.

¿No había acaso incumplido su deber como caballero en más de una ocasión por él? Cargaba con el explícito juramento de proteger a la diosa Athena con su vida, acabando con cualquier enemigo que se interpusiera en su camino sin dudarlo. Y sin embargo, era muy consciente de que cuando tuvo la oportunidad de acabar con él sabiéndolo del otro bando no lo hizo.

En más de una ocasión había fingido ser capaz de herirlo pero la verdad, ni él se lo había creído. Ahogado por el dolor, por tanto dolor, recordaba haber caído de rodillas ante Camus, sin haber podido continuar. Recordaba, también, la amargura de verlo nuevamente del otro lado, en Asgard y dispuesto a luchar con él sin el menor reparo. En aquel momento el dolor había dejado paso a la incredulidad puesto que no entendía cómo, por qué. Había tenido sus razones antes pero ¿y ahora? ¿Qué excusa podría tener para justificar tal accionar?

Había ido nuevamente en contra de lo que debería haber hecho y sólo por tenerlo en frente. Necesitaba explicaciones. ¿Qué era tan importante como para que no le temblara el pulso al luchar con él? Y si bien le había costado entenderlo, lo había hecho, pues su amor todo lo vencía.

Padecía de un apego irreversible, lo sabía. Lo necesitaba, por todos los dioses, ¡lo necesitaba! Había perdido toda sensatez. Desconocía lo que era la razón. Estar con él era lo único que deseaba, lo único que su cuerpo le exigía. Lo que sentía por Camus era capaz de arrasarlo todo. Un amor tan grande, tan intenso. Un amor que sin dudas rozaba la devoción.

¿Cómo lo haría? ¿Cómo haría para continuar viviendo con todo lo que sentía? ¿Cómo haría para levantarse cada día? ¿Para volver a sentir ganas de vivir?

Pero por más que les rogara, ni la luna ni las estrellas le dirían cómo. Abatido, invadido por una repentina sensación de furia, miró por última vez la rosa que sostenía entre los dedos. Su belleza era innegable, una belleza que sólo le hacía recordar a alguien. Molesto más consigo mismo que con la pobre flor, en un solo movimiento de su mano arrancó sus pétalos y los esparció por su alrededor.

Resurgir (MiloxCamus)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora