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Lo único que diferenciaba al ser humano del animal era el instinto mismo, porqué se suponía que la persona poseía razón, ¿Era así verdad? Esa era la gran diferencia que hacía al individuo persona, y sin embargo, por más que fuera plenamente consiente de esto, su razón no siempre estaba con él, no siempre lo acompañaba.

¿Y aquello era su culpa? ¡Por supuesto que no! Todo era culpa de la encarnación del pecado en persona ¡Todo era culpa de aquel infame que iba contra los mandatos de Dios! ¡Todo era su culpa! ¡Absolutamente todo! Porque sí él no existiera para invitar e incitar una y mil veces a pecar, no habría motivo para sucumbir al pecado. Porque él no tenía la culpa de ser débil, él no tenía la culpa de desear como deseaba, él no tenía la culpa de los deseos impuros de su cuerpo. Porque no era más que una víctima de la lujuria insana que un pecador despertaba en su ser. Por esto mismo debía castigarlo, porque el mal que derrochaba por donde fuera no podía quedar impune, en nombre del sagrado nombre de Díos no podía. Y él era el encargado de hacer justicia. 

Amber, tenía razón. Siempre tenía razón; la debilidad existía porque había alguien que la incitaba, y si este algo o alguien no existiera todo sería perfecto y la falta ante Dios dejaría de existir, pero erradicar aquellas almas pertenecientes al mismo Demonio, no eran algo sencillo de acabar, por lo que como buen samaritano contribuía al cielo de Dios, acabando poco a poco con aquel infierno, y por tanto sólo él se hacía cargo de corregir aquel pecador.

El mismo que sin quedarse atrás, jugaba con sus emociones de una forma despiadada, despertando en su ser sentimientos peligrosos, como lo eran el odio, el deseo, la ira, e incluso el deseo de matar, porque como toda criatura perversa que iba en contra del Señor, tomaba represarias para acabar con quien se atrevía a querer destrozar su libertad desmedida para corromper a otros.

Con una gracia digna de un ángel le sonríe, mostrándole sus perfectos dientes. Estaba feliz ¿Por qué? No lo sabía con exactitud. Y temia preguntar. ¿Había logrado llevar gran desgracia a alguien más? Era un ángel maligno, tal vez lo había hecho.

—¿Por qué sonríes?, —¿Es qué ya sabía que lo había arrastrado al mismos infierno? Posiblemente lo sabía.

Cyrus tomó sus manos y besó ambas con un encanto hipnotizante, que podía funcionar en cualquiera pero no en él, dado que sabía cuán puta era. No podía engañarlo por más que deseara.

Cyrus, le acarició el rostro, y después lo besó sobre los labios.

—Eres mío—le volvió a sonreír, —así como yo también soy tuyo.

Cuando Cyrus tomó sus manos, pudo visualizar el hilo rojo que los unía. Ya no tenía sentido oponerse a el; a su divina voluntad.

Ahora fue TJ quien sonrió, se compadecía del chico, ya era evidente que había enloquecido por completo.

—Me verás arder en el mismo infierno antes de que me proclame como tuyo.

Cyrus bajó la mirada y vio una vez más el hilo y en su otra mano pudo ver unas tijeras que era invisible a los ojos de su verdugo, ¿Sería correcto cortar lazos con él?
Si bien su amor por TJ era producto del hilo, la obsesión de del basquetbolista hacia él no era a causa de dicho hilo, puesto que el de mirada verde lo deseaba independientemente de la existencia del hilo del destino.
Cortarlo implicaba acabar con su amor hacia TJ, más no podría acabar con la obsesión de este último hacía él, y ante esto sólo una duda tenía, ¿Cómo reaccionaria ante su rechazo? ¿Sería capaz de tolerarlo?

Entonces sin meditar más lo cortó.

Hilo rojo |Tyrus|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora