Capítulo 1: Apariencias

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Que invierno tan más frío se vivía en la ciudad, las ventanas de los coches y de las casas estaban a punto de romperse por el grado de congelación. Las calles desoladas ante la advertencia meteorológica; todos debían resguardarse en sus hogares para pasar sanamente la helada de esos días.

Pobres de los que no tenían hogar y debían pasarlo bajo los puentes y en los callejones, sin más abrigo que un par de viejos zapatos y ropas remendadas.

Pero en realidad a mí no me importaba lo que les pasara a esos mendigos. Eran tan desdichados por el cruel destino que les había tocado, mientras yo era tan afortunada de vivir rodeada de comodidades....

—Ya casi nos vamos... —mi madre entró apresurada a la habitación, abrió el closet y comenzó a tomar algunas prendas—. Apúrate —me miró con reproche por seguir cómodamente recostada sobre mi cama—, los demás nos están esperando.

Me giré y rodé los ojos en secreto, luego los fijé en el celular y no pude evitar sonreír. Rodrigo acababa de reaccionar a una de mis fotos. Ese hombre me traía loca.

—Stephanie... —por su tono sabía que estaba molesta—. ¿No me escuchaste?

Levanté la comisura de mi labio y volví a rodar los ojos.

Mis padres junto con otras familias amigas, habían quedado de acuerdo para salir a entregar víveres, cobijas y café caliente a las personas más vulnerables.

¡Odiaba tener que hacer aquello! Como ya se los dije, no me consideraba ninguna madre Teresa de Calcuta. No me importaba en lo absoluto lo que les pasara a los demás; mientras yo estuviera bien, todo estaba bien.

—Tienes 5 minutos para alistarte... —comenzó a alejarse hacia la salida.

A regañadientes me puse de pie y con enfado miré hacia ella. De inmediato mis ojos se desorbitaron al ver las prendas que llevaba en sus manos.

—¿¡Te volviste loca!? —exclamé provocando que se detuviera—. Esos suéteres son míos...

Se volvió y me miró con el ceño fruncido.

—¿Estás consciente, Stephanie de que tu closet está lleno de ropa? A demás, esto ni siquiera lo usas...

—¡No me importa! —me acerqué y le arrebaté las prendas de la mano—. Esta es mi ropa y si quieres regalar algo, pues regala la tuya.

Mi madre extendió la mano y las recuperó.

—No puedo creer que seas tan egoísta... Tú lo tienes todo, esas pobres personas no tienen nada.

—¿Es mi culpa? —respondí altanera.

—No se trata de eso, Stephanie. Siempre que tengas el poder en tu mano para hacer el bien, debes hacerlo —Proverbios 3:27.

—¿Y si no quiero? —me crucé de brazos—. ¿Vas a obligarme? —levanté una ceja retadora—- ¿Que no dice tu Dios que si doy algo debe ser con alegría y no por obligación?

Guardó silencio ante mis palabras, creo que la dejé sin argumentos y eso me fascinaba. Finalmente tiró las prendas al piso y salió de la habitación.

Me incliné a por ellas con una sonrisa cínica en los labios, y tal cual las tomé las llevé al cesto de la basura y las deposité ahí. Era cierto que ya no las usaba, pero prefería hacer eso a tener que regalarlas.

Yo no era como mis padres. Amable, tierna, bondadosa, aplicada, obediente, devota... ¡nada que ver! todo lo contrario; más bien rebelde, engreída, egoísta y vanidosa. Detestaba hasta el punto de la muerte que me compararan con ellos. Y es que, ¿por qué debía ser igual? ¿simplemente por ser su hija? Pues eso era lo que la gente me decía y yo estaba harta de escucharlo.

Tesoro Escondido © (Libro #2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora