Capítulo 2

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—¿Y quién era ese misterioso maduro? —me preguntó Ángela mientras se ajustaba la toalla.

Estábamos en la sauna, disfrutando de cómo el calor abría nuestros poros. Mi cuerpo estaba embadurnado de aceite de flores.

—No lo sé —dije, apoyando mi cabeza en la almohadilla de cuero—. Lo único que sí sé es que me hizo perder mi dinero.

—Y que era muy guapo —se largó a reír. Le di una falsa mirada molesta—. Oh vamos, Bella, es obvio que te ha gustado, ¡y es obvio que ha puesto sus ojitos en ti! —Me dio toquecitos con sus dedos.

Esbocé una sonrisa pero luego la quité.

—Me ha pasado algo raro, no puedo explicarlo

—Solo disfruta, quizá vuelvas a encontrarlo por ahí. —Movió sus cejas de forma sugestiva, hacia arriba y hacia abajo—. A todo esto, ¿me dijiste que era importante?

—Bueno, eso parecía. El encargado del juego sólo fue amable con él —le expliqué.

—O quizá es un cliente frecuente —murmuró—. Yo digo que, si vuelves a verlo, no estaría mal acercarte un poquito más. Al menos eso haría yo.

—Gracias a Dios tienes a Ben —la molesté. Ella solo se largó a reír.

—Y tú estás ¿cómo me dijiste?

—Felizmente soltera —terminé por ella.

Y era cierto, yo estaba completamente soltera para pasarlo estupendo.

Sacudí la cabeza y le cambié el tema de conversación, cuando le conté a Ángela sobre aquella noche en el casino no pensé que le interesara tanto el tema.

Era mi cuarto día en el crucero y ya comenzaba a saborear realmente los lujos del lugar. Había restaurantes preciosos, con comida maravillosa, como también lugares que nunca en mi vida podría haber pisado de solo quedarme en mi aburrida vida en Nueva York. No podía negar que extrañaba enormemente a mi familia, pero también me gustaba estar sola, sin que nadie supiera realmente quién era yo.

Ángela volvió con su amado Ben, prometiéndome otra salida hoy en la noche. Se suponía que habría una fiesta temática en la discoteca al aire libre por haber llegado a las playas de Barbados. Ahí nos esperaban los habitantes para darnos la bienvenida a su precioso país.

El sol estaba apuntando directamente desde los inmensos acantilados, que interferían en la luz fatua que pendía del cielo. Desde los altos parlantes que habían en la zona central del crucero se oía la voz del capitán anunciando la llegada a Barbados y casi al instante oí la música típica de tambores en la orilla de la playa. El mar había cambiado repentinamente a un turquesa o más bien a un verde casi traslúcido, desde donde se veía la fauna viva y colorida bajo nuestros pies.

Apenas atracó el barco en el muelle pude percatarme de que se vivía un ambiente de fiesta. En cuanto puse un pie en la isla ya llevaba un trago en cada mano, los dos de diferentes sabores, frutas que en mi vida había probado. Un par de nativos repletos de flores se acercaron a mí para comenzar a bailarme e invitarme a la danza que había junto a un inmenso terreno lleno de palmeras. Pusieron flores en mi cuello, las que no pude identificar. Supuse que eran nativas de Barbados porque conocía cada especie que pasaba por la florería de papá casi de memoria.

El nativo que tenía el cabello largo y trenzado me dio un par de vueltas mientras los demás aplaudían o tocaban sus tambores. Me largué a reír, divertida entre abrazos y palmadas, con mis tragos en cada mano. Imaginé el rostro que pondría papá al verme así y eso aumentó considerablemente la intensidad de mis carcajadas.

El Suave EnloquecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora