Los recuerdos persiguen (6)

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(6)

Izabel

Después de decirle todo lo que tenía que decirle a Elisa, me fui a mi habitación, intentando convencerme de que esta vez sí me haría caso. Era muy testaruda; en eso se parecía a mí. Siempre pensaba que tenía la razón, pero no era así. Ella no entendía que todo lo que hacía era para protegerla. Me alejé del amor de mi vida para mantenerla a salvo, pero claramente ella no recordaba nada, igual que todos los demás. En verdad, me sorprendió cómo todos habían cambiado físicamente.

Nora: la última vez que la vi, su pelo era de un color lila. Aún recuerdo cuando compró la manilla con ese dije de alas de ángel. Lo único que no recuerdo bien es cuándo se hizo el tatuaje de la letra P; tampoco sé su significado.

Matheo: todo un sobreviviente. Lo habían entrenado bien. Lo extrañaba, y ya no era el niño que alguna vez conocí; no se parecía a ese pobre inocente consumido por el amor hacia alguien.

Adam: no tengo palabras para él...

Entre tantos pensamientos, logré dormirme. Tenía que poner a Elisa a prueba; debía ver si podía mantenernos a salvo mientras ella rompía las reglas todo el tiempo.

Jace

Estaba todo manchado de sangre: mi cuerpo, mis manos, mi cabello, mi cara... había matado a alguien. Eso era seguro, pero ¿a quién? Sin saber por qué, comencé a correr. No paraba; corría como loco, como si estuviera huyendo de algo o alguien. En un momento me detuve y vi la daga de Elisa en el suelo, así que la tomé y la guardé. Seguí corriendo, y cuando paré, ya no tenía sangre en la ropa. Era como si retrocediera en el tiempo, viendo lo que había sucedido antes de estar manchado de sangre.

Luego vi a Elisa peleando a golpes con un chico que no reconocía, pero sabía que no podía hacerle daño, no a ella. Saqué mi arma y comencé a dispararle al chico hasta que se acabaron las balas. Alejé a Elisa, aunque ella me gritara que ya era suficiente. Tomé al chico y empecé a golpearlo, dándole tres puñaladas con la daga de Elisa: una en el estómago, otra en la pierna y una en el brazo. Después, ella me agarró y me quitó de allí. La abracé, cubriéndola de sangre.

—Nadie te hará daño, a ti no —besé su mejilla—. Esto será otro de nuestros secretos, ¿oíste? Todo estará bien. Ni él ni nadie volverá a hacerte daño. Te lo prometo, mi pequeña.

Me desperté agitado, sabiendo que eso no era una pesadilla, sino un recuerdo. Las lágrimas comenzaron a caer sin saber por qué. Salí de mi habitación y toqué la puerta de Elisa dos veces para que supiera que era yo. Luego volví a mi cuarto y esperé hasta que vi que la puerta se abrió. Ella era mi pequeña Eli, que se acercó corriendo hacia mí y me abrazó, como siempre hacía para calmarme.

—Otra vez —susurró en mi oído.

—Sí, Eli, otra vez. Sabes que no me arrepiento, pero no sé qué pasa... no sé por qué lloro.

—Te pasa lo mismo que a mí. Guardar este secreto por tanto tiempo te está pesando... Tranquilo, a mí también me pasa, pero recuerda que dijiste que me pondrías a salvo. Si alguien se entera, no lo estaré.

—Debo protegerte, lo sé, pero ¿y si no lo maté? Si vuelve por ti y quiere volver a hacerte daño, no lo soportaría. No puedo perderte, no puedo... —empecé a llorar solo con la idea de tener que enterrarla. Ella es tan joven; debía protegerla a toda costa. Ella era mi pequeña, y nadie podía hacerle daño.

—Jace, todo estará bien, lo prometo. Tenemos secretos peores. ¿Cómo no podremos guardar este? Solo tranquilo, yo estoy para ti, tú estás para mí hasta...

—Que descubran lo que escondemos —completé.

—Hasta la muerte.

—Exacto. ¿Ves? Todo es fácil; solo está en tu mente. ¿Quieres que me quede contigo hasta que te duermas? —preguntó.

—No —le dije, y ella ya se iba a levantar de la cama cuando la agarré de la mano—. Quédate toda la noche, como yo hacía cuando tú te ponías mal por pensar que nos habían descubierto. Por favor, mi pequeña, hazlo por mí.

—¿Pero Izabel...? ¿Qué dirá ella? —dijo preocupada.

—Izabel me importa un carajo. Si dice algo, dile que tuviste una pesadilla; al fin y al cabo, todos saben que tú y yo somos los más unidos.

La miré a los ojos, esos hermosos ojos azules que me dejaban sin aliento.

—Está bien, pero haz un espacio para mí.

Acaté su orden, y cuando me recosté, me abrazó.

—Descansa, peluchito.

Reí.

—Pensé que ya habías dejado de llamarme así.

Reí ante el vago recuerdo.

—Tú me volviste a decir pequeña, así que estamos a mano, pero nadie nos puede escuchar, ¿sí, peluchito?

—Está bien, pequeña. —La abracé más fuerte y me quedé dormido entre su olor a colonia

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