Un encuentro tenso (3)

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(3)


Elisa

Me desperté de un sueño agitado por el sonido ensordecedor de la alarma de mi despertador. Me levanté de la cama rápidamente y, al hacerlo, me mareé por un instante. Cuando el mareo se disipó, me dirigí a mi clóset y saqué unos jeans rotos y una blusa con capucha negra, que dejaba al descubierto parte de mis brazos. Tomé mi mochila y metí un cuaderno en el que escribía mucho, imaginando cómo sería mi vida si el virus no me la hubiera arruinado. También añadí unos auriculares y me metí al baño.

Me di una ducha, cuidando de no mojar mi cabello pelirrojo y rizado. Al salir, me vestí rápidamente, trencé mi cabello y apliqué un maquillaje oscuro: sombras negras, labial rojo y una línea de gato bien marcada. No creo que mis ojos sean especialmente bonitos; son azules, y supongo que los heredé de algún familiar.

Luego, tomé unos guantes tipo mitón que dejaban ver mis nudillos, guardé mi teléfono en el bolsillo delantero de mis pantalones y me dirigí al cuarto de Jace. No había nadie en el baño, así que busqué en su clóset y encontré una Desert Eagle. La tomé y la escondí en un compartimiento de mi mochila, por si mi hermana decidía revisarla. Salí del cuarto en silencio, intentando no llamar la atención, pero me encontré con mi querida hermana Izabel.

Al instante, la tensión se apoderó de mí, pero hice lo posible por no dejarlo ver, porque en nuestra familia nunca se mostraba debilidad; era una regla.
—Hola, Iza —dije, intentando sonar segura.
—Siéntate, tenemos que hablar —me dijo, y el tono de su voz me heló la sangre. Me senté frente a ella.

Llevaba una coleta perfectamente ajustada, unos jeans y una blusa blanca bajo un saco negro con capucha. Después de mirarme seriamente, le pidió a los chicos que se fueran. Jace, mi caballero de ojos azules , me tocó el hombro. Travis, mi hermanito de otra madre, siempre tan reservado, se echó la bendición por mí. Payton, mi payaso favorito, siempre sabía cómo hacerme sentir mejor, así que me sonrió para calmarme.
—Creo que te dejé muy claro lo peligroso que es todo. Recuerda que estamos sobreviviendo en un juego sin saber cuándo terminará ni cuándo vamos a morir. No sabemos las intenciones de los demás, pero claro, la niña decidió ser una rebelde —bufó.
—No sabemos si quieren acabar con nosotros para encontrar la cura —continuo mientras se notaba el enojo y desespero en su voz.

—Si fuera así, ¿por qué el que me disparó no se quedó con mi cuerpo y mi sangre? ¿Por qué, eh? Respóndeme, si eres tan sabia —le respondí. Al escuchar eso, se levantó de su silla, se acercó a mí y me dio una cachetada. Nunca le había contestado de esa manera; el sonido del golpe resonó en toda la habitación. Los chicos bajaron rápidamente, pero Izabel levantó la mano para que supieran que no debían acercarse. El dolor se fue atenuando.
—Si yo supiera más que tú, ya te habría dicho qué hacer en una situación así. Pero tú solo te concentras en pensar en cómo sería la vida si el virus no nos la hubiera arruinado. Ya el virus nos arruinó la vida, no podemos hacer nada más que agradecer porque seguimos con vida.

—Agradecer... ¿agradecer? —reí sarcásticamente—. No me hagas reír, porque aquí no hay nada que agradecer. Estamos viviendo un infierno, ¿entiendes? Un infierno. ¿Crees que es vida no poder salir? ¿No poder vivir? ¿No poder respirar bien por miedo a que el virus contamine el aire, el agua o tal vez todo lo que nos rodea? —grité, antes de devolverle el golpe que me había dado.
—Para ti esto es un infierno porque solo eres una niñita estúpida que solo piensa en morir. Mírame... acepto que a veces esto no es la gloria, pero prefiero estar viva a retorcerme en mi tumba por todo lo que pasa en este mundo —dijo Iza, antes de darme un golpe en la nariz que me dejó sangrando—. Somos afortunadas; podremos hacer algo, lo sé, y no voy a tirar mi esfuerzo de años a la basura porque a ti no te gusta. Si quieres, vete; si quieres, suicídame, pero no voy a tirar mi esfuerzo, porque si lo tiro, terminaríamos en un desastre. Así que, si quieres, muérete; a mí no me importará.

Cuando se dio cuenta de lo que había dicho con tanta rabia, se tapó la boca e intentó decir algo, pero se quedó en silencio.
—Eli, no te vayas... por favor. Lo siento, no quise decir eso. Por favor —me suplicó entre sollozos.
—¡Déjame sola! —le grité, antes de salir de la casa.

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