La fragilidad de los recuerdos (8)

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(8)

Elisabeth
Después de pronunciar esas últimas palabras, solo recuerdo que me levanté y me dirigí a mi cuarto, cerrando la puerta de un portazo. Luego, me dejé caer en la cama, permitiendo que las lágrimas fluyeran por mis mejillas. Horas más tarde, el sueño me ganó. A la mañana siguiente, desperté con un dolor de cabeza punzante. Me levanté de la cama y fui al baño a lavarme la cara.

Al bajar las escaleras, sentí cómo todas las miradas se giraron hacia mí al pisar el último escalón. Suspiré, rodé los ojos e ignoré la escena que se desarrollaba ante mí; todos me miraban como si estuviera loca. Tal vez no sabían quién era el descendiente de los  Evans, y por ende, tampoco comprendían el nivel de mi temor hacia el. Me serví un poco de cereal con leche en un plato y me senté, intentando desayunar en paz, pero las miradas de mis amigos y de mi hermana no cesaban. Tragué con dificultad, dejando la cuchara a un lado y mirando a la persona que estaba frente a mí: Izabel, más conocida como mi hermana.

—¿Qué diablos pasa? Pueden dejar de mirarme como si fuera una loca —las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. Continué mirando a Izabel, quien solo me dedicó una mirada tranquila y una cálida sonrisa.
Tu amabilidad inexistente no va a funcionar ahora, Izabel.
—¿Quién es Adrik Evans, hermanita? —pronunció ella, aún sonriendo de esa manera que ponía cuando necesitaba algo y sabía que no lo conseguiría a la fuerza.

Miré mi plato, jugueteando con los cereales sobrantes y encogiendo los hombros. Al parecer, mi técnica funcionó, porque su sonrisa desapareció como si un telón hubiera caído. Golpeó la mesa suavemente, un gesto que solo yo noté, y luego se dio la vuelta, dejando que su largo y suelto cabello se moviera de lado a lado mientras se alejaba de la mesa y regresaba a la cocina. Sonreí levemente, terminando mi desayuno de mala gana; solo había comido para no desmayarme. Dejé el plato en el lavaplatos, ya que hoy no era mi turno de lavar la losa.

Subí a mi habitación, saqué un buzo negro porque la mañana estaba algo fría. Fui hasta mi mesa de noche, saqué una pequeña libreta y un lápiz, cerré el cajón del que había sacado los objetos y abrí la ventana. Puse una pierna afuera para estirarla, intentando alcanzar el árbol. Pasé la mitad de mi cuerpo por la ventana y, sosteniéndome de una rama, logré sacar mi otro pie y sentarme en la rama más gruesa del árbol, apoyando mi espalda en el tronco y mis pies en el espacio entre las ramas.

Suspiré y apreté el botón de mis auriculares, dejando que la música comenzara a reproducirse. Colocando el cuadernillo entre mis piernas, saqué el lápiz de mi bolsillo e intenté concentrarme en dibujar o escribir algo para mantener mi mente distraída de los pensamientos que me atormentaban. Pero los ojos azules de alguien cruzaron por mi mente.
—Jace... —susurré, relamiéndome los labios inconscientemente.

Suspiré y sacudí la cabeza, tratando de disipar mis pensamientos y enfocarme en algo mejor, pero ese nombre no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. ¿Por qué?
—¿Por qué no recuerdo? ¿Por qué ni siquiera recuerdo a mis amigos? ¿Por qué no logro recordarlo a él? —Suspiré, decidiendo dejar de pensar en eso. Estaba segura de que había tenido una vida, pero ¿por qué mis recuerdos eran tan escasos? ¿Por qué ni siquiera recordaba a la persona que supuestamente siempre había querido?

—¿Por qué crees que me conoces, Mateo? —susurré, sumida en mis pensamientos.
De repente, mi vista comenzó a nublarse, y vi cómo todo se tornaba de un color gris oscuro. Imágenes sin sentido comenzaron a pasar frente a mis ojos; intenté grabar alguna en mi mente, pero segundos después sentí que mi cuerpo se iba hacia un lado, ya sin control. Me sentía caer hasta que finalmente logré captar una imagen con claridad: esos ojos, esos ojos...
—Verdes —logré decir cuando recuperé el control de mi cuerpo, pero ya era tarde.

En tan solo unos segundos, caí al suelo, sintiendo mi cuerpo débil. Solté un grito cuando sentí algo caliente bajando por mi cabeza. Mi vista se volvió borrosa, pero esta vez ya no había gris; estaba perdiendo la conciencia. Intenté recuperar fuerzas, pero simplemente cedí, cerrando los ojos y dejando que mi cuerpo se rindiera, desmayándome en el suelo.

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