Capitulo VIII

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Ambos caminaban bajo la sofocante humedad y el calor sin encontrar agua. Casi no podían continuar, sus cuerpos estaban agotados y sedientos. A los pies de una montaña, Erick vio la entrada a una cueva.

—¡Mira, allí podremos descansar!

Los dos se dirigieron a la cueva encontrándola oscura y fresca. Se sentaron uno frente al otro y apoyaron la espalda contra la pared. En esa oquedad, Erick convocó en su mano una esfera dorada que iluminó tenuemente entre ambos.

El cansancio y la sed hacía mella en ellos, ambos se recostaron para recuperar fuerzas. Quizá fue debido a la tranquilidad después de la extenuante pelea con el águila, pero Aradihel, sin nada más qué hacer, se puso a detallar a Erick, iluminado por la luz dorada que brillaba en medio de los dos.

El sorcere llevaba el cabello largo y oscuro suelto, algunos mechones le caían por los hombros. Tenía la piel un poco más clara que la suya, del color de las avellanas y brillaba tenuemente contra la luz dorada de la esfera. Los ojos verdes estaban cerrados y el hechicero parecía dormir, sim embargo, estaba seguro de que, si los abría y contemplaba sus iris verdes, estos seguirían recordándole un bosque fresco, lleno de rocío matutino. Descendió la mirada a los labios. Eran delgados, ligeramente rosados, mirándolos un recuerdo regresó a él: Unos labios parecidos que desgranaban una risa cristalina. El alferi, se estremeció, turbado apartó la mirada del hechicero. Tenía calor, de pronto en esa cueva hacía más que afuera. La armadura lo ahogaba, no podía respirar.

—¿Qué haces? —preguntó Erick, que abrió los ojos y lo miraba sorprendido.

—Me quito la armadura, estoy sudando.

Aradihel ya se había retirado las hombreras y los avambrazos. El hechicero lo miró un instante con el ceño fruncido y luego desvió mirada.

—¿Acaso no tienes pudor?

Aradihel se rio, le pareció absurda su molestia.

—No es como si fueses una doncella. Ambos somos varones, también tú debes tener calor.

Pero el sorcere no se quitó la armadura, solo se apartó evitando mirarle de frente. Aradihel en cambio, al sentir la piel desnuda tuvo un arrebato de felicidad, la fría oscuridad de la caverna refrescaba su cuerpo.

De pronto, en medio del silencio, el alferi escuchó algo.

—¡¿Oyes eso, Erick?!

El aludido volteó y a Aradihel le pareció que se avergonzaba, que se sonrojaba al verlo. De hecho, el sorcere giró el rostro, apartó la mirada de él antes de contestarle.

—No escucho na... Sí, espera... parece un río.

—¡Un río! ¡Agua! ¡Vamos! —exclamó Aradihel emocionado ante la posibilidad de, por fin, paliar la sed.

—¡Debemos tener cuidado! Espera...

Pero ya Aradihel se adentraba en la cueva siguiendo el rumor del agua. La esfera dorada flotó delante de ellos, alumbrando el trayecto. Después de caminar un tramo largo, llegaron a un lago subterráneo, alimentado por un río que venía del interior de la montaña. El alferi no esperó de más, miró el agua tan fresca y tentadora y sin pensar se lanzó de cabeza en el estanque.

—¡Espera! ¡Debes tener cuidado, puede haber una bestia dentro!

A Erick nadie le contestó, Aradihel después de sumergirse no salía. El sorcere hizo aparecer más esferas doradas, las cuales flotaron por encima del estanque, iluminándolo. Los ojos verdes escudriñaban la superficie oscura del agua sin lograr ver más allá, ninguna ondulación, ninguna burbuja. El hechicero comenzó a impacientarse.

Despues de nuestra muerte. Relatos de OlhoinnaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora