Capitulo I

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"En la noche congelada en el tiempo, en la nada del universo, entre tu mirada y mi anhelo... ¿Dónde estabas?"


Vagaba preso de su tormento, condenados sus pasos en un paraje solitario y oscuro, apenas iluminado por la luz mortecina de un sol moribundo. En tan lúgubre lugar, el alferi miró a su alrededor.

«¿Dónde estoy?»

Los últimos eventos acudieron en torbellino cuando él los convocó. Sin orden ni concierto, las imágenes de una cruenta batalla, de sangre y muerte, se agolparon en su mente.

«¡Estoy muerto y esto es... ¿el Geirsholm?!»

Confundido, Aradihel miró a su alrededor. La leyenda decía que el Geirsholm era el lugar de descanso de los nobles y de los héroes guerreros cuando morían. Un paraíso verde donde el Björkan, el árbol de la vida, crecía frondoso colmando a sus afortunados habitantes de dulces frutos y aromas sin igual. Ríos de aguas cristalinas otorgaban frescura a los hermosos prados. Allí mil liras y flautas dulces son tañidas por las delicadas manos de las Basiris, criaturas de extraordinaria belleza cuya sola visión es capaz de llenar el alma del más profundo regocijo.

Pero en lugar del hermoso paraíso de las leyendas, el guerrero se encontraba en una zona desértica, de rocas tanto rojizas como negruzcas, donde una brisa caliente levantaba el suelo arenoso. El cielo de color plomizo apenas era iluminado por el resplandor bermellón de los residuos de un sol que parecía ahogarse en sangre. ¡Ese no era el Geirsholm!

Contempló su cuerpo y lo halló cubierto de la armadura ligera y plateada que portara en vida en las batallas. En su mano llevaba su espada, diskr ari (águila plateada en lísico antiguo), con la hoja brillante de acero bramasquino; la empuñadura adornada, como era la costumbre entre los suyos, por incrustaciones de ópalos de fuego. Se palpó el rostro, no sentía dolor, no había sangre en él; su cabello blanco continuaba como lo llevara en su última batalla: atado en múltiples y delgadas trenzas desde el cráneo hasta las puntas. Él se sentía el mismo de siempre, lo único diferente era la locación.

«¿Dónde estoy?... Si acaso estoy muerto, ¿quiere decir que no estoy en el Geirsholm, sino en el Geirsgarg... el sitio de tormento de los muertos?... Pero, ¿por qué?»

Cerró los ojos tratando de entender, evitando caer en la desesperación.

Él era uno de los capitanes del ejército de los alferis, desde pequeño fue entrenado en el arte de la espada. Era un guerrero destacado, por eso desde muy joven ascendió y su carrera no se detuvo hasta tener a su cargo un batallón. Todo en él estaba dedicado a recuperar su tierra del dominio de los humanos que, centurias atrás, se las arrebataron. Él era un héroe.

Recordó la última batalla, los heridos, la sangre... un rostro bañado en sangre... un agudo dolor... el frío y después... nada.

«¿Morí?»

Ese parecía ser el caso. Aradihel continuó su marcha errática por esa desconocida tierra inhóspita, confundido y angustiado, con el calor que empezaba a ser agobiante, al igual que la sed.

Adelante, en medio de pequeñas y oscuras colinas, vislumbró un lago de aguas oscuras. Se acercó deseoso de beber y refrescar su garganta. Arrodillado, metió las manos en las aguas, cuando por el rabillo del ojo notó un movimiento. La colina que bordeaba el lado izquierdo del lago se movió.

El alferi, sorprendido, puso atención en los peñascos que lo rodeaban, de nuevo estos se sacudieron con más fuerza. Fue cuando Aradihel entendió que lo que tomó por una colina era en realidad el enorme lomo negro rojizo de una bestia.

La gran criatura giró hacia él su cara de ojos amarillos con pupilas verticales que se dilataban y encogían enfocándolo. Una boca se abrió dejando al descubierto enormes colmillos. El aliento pútrido le golpeó el rostro cuando el feroz animal dejó escapar un gruñido salvaje.

Aradihel se levantó de un salto. Asustado, tomó la espada con ambas manos y esquivó hacia atrás, apenas evitando ser despedazado por los grandes dientes. La bestia se irguió en todo su tamaño alcanzando varias varas de altura, en los costados extendió unas enormes alas membranosas que dejaron en claro que aquello era un dragón.

El alferi se llenó del valor que lo caracterizaba, blandió la espada intentando asestarle en el cuello o la cabeza cuando esta descendía para morderlo. Sin embargo, a pesar de que en varias ocasiones logró deslizar el filo de la hoja de acero por la piel cubierta de escamas, no pasó nada, ni una sola herida en el cuerpo de la bestia. El dragón se acercó a él, cada paso que daba hacía vibrar la tierra, las enormes garras se clavaban en el suelo haciendo que Aradihel retrocediera con la espada al frente, listo para atacar. El animal se abalanzó hasta él y abrió la boca, dispuesto a tragárselo. Pero el guerrero se agachó, posicionándose justo debajo de su abdomen, subió la espada y la clavó en la piel, que allí no estaba cubierta de escamas. El dragón dejó escapar un horrible rugido de dolor.

Aradihel rodó fuera de debajo del cuerpo del animal, sintiendo que la bestia se desplomaría en cualquier momento y lo aplastaría. Pero en lugar de eso, el dragón, agonizante, levantó la pata y le clavó una garra gruesa y larga en el pecho. El alferi vio con horror la sangre manando de este, luego a la bestia que se desplomó todavía con diskr ari clavada en su abdomen. El guerrero se tambaleó herido de muerte, la vista se le nublaba, sentía como a su boca ascendía la sangre caliente.

No lo entendía. ¿Acaso, ya no estaba muerto? ¿No había caído en batalla? A su alrededor todo se oscureció y él se derrumbó en el suelo arenoso de piedras rojizas. 

 

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Despues de nuestra muerte. Relatos de OlhoinnaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora