Capítulo XII

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Al llegar a esta parte de sus recuerdos, Aradihel sabía que su corazón se rompería una vez más, pero no había manera de escapar ahora que había recobrado sus memorias, no cuando Erick lo miraba con tanto desprecio.

Dos días después, tal como le dijo el sorcere, el ejército augsveriano atacó el reino alferi en Ausvenia. Y como era de esperar, gracias a que Aradihel misteriosamente se enteró de dicho ataque, no los tomó por sorpresa. Los alferis los esperaban preparados y ese día, la batalla duró menos de lo que el consejo de sorceres pudo suponer y con un resultado nefasto para Augsvert, cuyo ejército cayó derrotado antes de que terminara el día.

En medio del campo de batalla, Erick y Aradihel se encontraron. El primero portaba a Svart ari ,la espada negra con filo de obsidiana y el alferi la que ya se volvía leyenda, Diskr ari, la espada plateada con la hoja de acero bramasquino.

A pesar de que Aradihel intentó evitar el enfrentamiento, no pudo librarse de él. Varios de sus hombres los rodearon esperando que su capitán diera muerte al asqueroso sorcere que se mantenía en pie obstinadamente, y que parecía no darse cuenta de que su ejército ya había sido vencido y él era el único que todavía daba batalla. La pelea prometía ser épica, tanto por las habilidades del comandante de los alferis, como porque su contendiente era un sorcere de alto rango.

El hechicero fue el primero en atacar. Levantó la espada con el filo negro al igual que su armadura y se encontró bloqueado por la otra plateada. Chispas volaron del choque de los aceros, los espectadores gritaban y abucheaban al sorcere esperando que este cayera vencido por el de pelo blanco. Erick no usaba magia, de haberlo hecho, quizá el resultado hubiera sido distinto. De nuevo giraron y las espadas se enfrentaron, varias veces se repitió lo mismo. Tal parecía que el comandante de los alferis solo se limitaba a bloquear los movimientos del hechicero quien, al contrario de él, se lanzaba al frente, atacando con ímpetu. Habrían continuado de esa forma por tiempo indefinido de no ser porque el general del ejército alferi se acercó a la contienda.

—¡Mátalo ya, Aradihel! No creas que no sé cómo obtuviste la información del ataque de los augsverianos. ¡Mátalo y demuestra que no eres un traidor!

El alferi se congeló incapaz de avanzar en su ataque, incapaz de darle muerte a su único amor.

—¡Vamos, mátame y demuestra que no eres un traidor... como lo soy yo que por ti traicioné a los míos! —le gritó con la voz quebrada por el rencor, Erick. Después sujetó la espada negra con las dos manos y la levantó por encima de su cabeza, dispuesto a clavarla en el pecho de Aradihel— ¡De todas formas, después de hoy ya estoy muerto!

—¡Mátalo, mátalo, mátalo! —corearon a una sola voz los alferis espectadores.

El sorcere se le arrojó encima con la espada en alto, casi lanzándose él mismo sobre el filo que el otro levantó para bloquear la hoja negra. En el último momento, Erick soltó la espada. No hubo choque entre los aceros. La espada plateada que esperaba bloquear a la negra se hundió profundamente en el pecho del hechicero. Erick se derrumbó, mortalmente herido en sus brazos.

Aradihel no podía creerlo. ¿Cómo la situación se volvió tan trágica? Erick se desangraba delante de él mientras sus compatriotas aplaudían y reían complacidos de su victoria. Los ojos verdes que tanto amaba poco a poco se apagaban y esos labios que lo enloquecían perdían su hermoso color.

¡No podía ser verdad! ¡No podía ser verdad!

Lo sentó en su regazo y lo acunó en su pecho llorando sin pudor alguno, sin importarle que sus compañeros lo vieran lamentar la muerte de su enemigo.

—¡¿Qué demonios haces?! ¡No es más que un asqueroso augsveriano! —El general del ejército alferi se inclinó y escupió la cara del hechicero, quien ya había muerto, luego lo pateó y se volteó para que sus soldados lo vieran y rieran de su hazaña.

El alferi, enloquecido de dolor, se levantó. Espada en mano encaró a su general, quien giró a tiempo para frenar la estocada.

El día siguiente, Aradihel fue deshonrado y ejecutado por traición al agredir a su superior.

— ¿Ya recordaste? —le preguntó Erick con el rostro contorsionado por el dolor y el odio— ¿Ya recordaste cómo morí, recordaste tu promesa, la que no cumpliste? En el Geirsgarg, ¿sabes cómo se castiga a los traidores?

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— ¿Ya recordaste? —le preguntó Erick con el rostro contorsionado por el dolor y el odio— ¿Ya recordaste cómo morí, recordaste tu promesa, la que no cumpliste? En el Geirsgarg, ¿sabes cómo se castiga a los traidores?

No era necesario que respondiera, Aradihel ya lo había adivinado, ser devorado una y otra vez por bestias salvajes. Erick traicionó a su pueblo y el alferi lo había traicionado a él. Cayó de rodillas, incapaz de que sus piernas sostuvieran por más tiempo el peso de su tragedia. No existían suficientes lágrimas ni en la vida ni en la muerte para llorar su arrepentimiento. ¿Por qué no huyó con él cuando se lo pidió? ¿Por qué se dejó cegar por la vanidad?

¡Tenía lo que se merecía, pero Erick no!

¡Tenía lo que se merecía, pero Erick no!

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«He ganado mi apuesta, querido Saagah. ¿Ves cómo Aradihel sí se arrepiente de haber matado a Erick? ¿Cómo no le importa que sea su enemigo, como hubiera preferido huir que perecer en batalla?»

«¡Esto es absurdo! Es imposible que un guerrero prefiera el amor a bañarse de honor y gloria. Es imposible que te prefieran a ti antes que a mí. ¡Son unos traidores los dos y bien merecen su castigo!»

«¡Oh, qué cruel eres, hermano mío! Yo no creo que merezcan este destino.»

«Pues merecen eso y peor, ya veréis lo que les he preparado. ¡Jamás saldrán del Geirsgarg!» 

 ¡Jamás saldrán del Geirsgarg!» 

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Despues de nuestra muerte. Relatos de OlhoinnaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora