Capítulo 19

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—¡Díganmelo!

—Mael, cálmate.

—¿Por qué tenemos que decirte algo a ti?

Mael se inclinó sobre el lago y estiró la mano para intentar atrapar a una de las Nhaides, que llevaba un buen rato burlándose de él. Jigen lo jaló hacia atrás para alejarlo, pero el Joia, furioso por la actitud cínica de la otra criatura, seguía lanzando manotazos al aire.

—Necesito encontrar a mi madre. Es la diosa Lugh. Mi nombre es Gabriel. Por favor, ayúdennos...

—Sabemos quién eres, y sabemos quién es tu madre. Ella pasó por aquí. Acudió a nosotros para saber el paradero de Rogh.

—¿Y a dónde fue? —Insistió Gabriel.

—¿Qué tendremos nosotros a cambio si te decimos?

—Tal vez si por una vez ayudan a las personas correctas, evitarán el castigo de la diosa —dijo Jigen, mientras sostenía a Mael.

Los Nhaides murmuraron entre ellos durante unos momentos que a Gabriel se le hicieron eternos. Por un instante pensó que las palabras de Jigen no habían conseguido convencerlos, pero al final, se sorprendieron gratamente al saber que se equivocaban. Los Nhaides sabían que sus malas acciones tarde o temprano tendrían consecuencias, así que decidieron que era conveniente ganarse el perdón de su diosa ayudando a Gabriel.

—En las cuevas Kier —dijo uno de ellos—. Allí fue donde vimos a Rogh. La diosa fue tras él.

—Bien, no era tan difícil, ¿verdad? —Mael buscó provocarlos, pero Jigen se lo llevó antes de que los Nhaides respondieran.

Los dos Joias tomaron la forma de caballos, Gabriel montó sobre el lomo de Jigen. Así fue como los tres emprendieron marcha hacia las cuevas Kier. Aquel lugar sombrío y ahora desierto, que tiempo atrás fue el hogar de los rebeldes. Cuando llegaron, los malos recuerdos abordaron a Mael de inmediato. No quería estar allí y volver a sentir esa soledad que lo asfixiaba y le estrujaba el pecho. Él ya no pertenecía a ese lugar. En ese momento supo más que nunca que su destino nunca fue seguir los pasos de su padre.

—Hagámoslo rápido —dijo Mael, tomando nuevamente su forma humana—. Busquemos a Lugh y salgamos de este horrible lugar.

Jigen atrapó la muñeca de Mael cuando este estuvo a punto de entrar a las cuevas. Mael giró el rostro, encontrándose con aquel par de firmamentos preciosos que lo cautivaron desde la primera vez que se vieron.

—Estamos juntos en esto. No volverás a ir allí, eres un Joia, siempre lo fuiste.

Jigen deslizó su mano y tomó la de Mael, entrelazando sus dedos. Mael tragó saliva cuando sintió que su corazón estaba a punto de explotar dentro de su pecho. Aquel sentimiento tan inmenso hacía estragos dentro de él cada vez que Jigen estaba cerca, y el Joia, inexperto en el asunto de los sentimientos humanos, todavía no sabía exactamente cómo controlarlo.

Asintió con energía, apretando la mano de Jigen. Sentir su calidez le dio la fuerza necesaria para enfrentarse a aquel monstruo del pasado, al dolor que su padre había dejado instalado en su pecho.

Entraron los tres juntos y la oscuridad de las cuevas los devoró. Jigen utilizó algo de magia para iluminar tenuemente el camino empedrado, Mael no soltó su mano ni por un instante.

De pronto, escucharon una voz conocida unos pasos más adelante. Gabriel reconoció de inmediato la voz de su madre, y comenzó a correr, dejando atrás a los dos Joias que iban cuidando su espalda.

Se acercó a una de las mazmorras, y fue allí cuando finalmente encontró a su madre.

—Tienes que irte de aquí, Gabriel, es peligroso.

Raanan: la tierra ocultaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora