Capítulo 14

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Escuchó pasos a lo lejos, y la luz de la antorcha acercándose cada vez más a la mazmorra. Apretó los ojos con fuerza, tratando de ignorar el dolor que le provocaban sus costillas rotas. Su fuerza de voluntad era grande, pero no sabía cuánto tiempo más seguiría soportando la crueldad de su padre. Su magia había sido anulada, y su resistencia se estaba acabando.

—¿Estás vivo?

Escuchó la voz de una mujer a sus espaldas, pero no tuvo fuerzas para responder. Logró ver un pequeño destello, y escuchó el clic de la cerradura abriéndose. Los pasos de la mujer retumbaron en sus oídos como si se tratara de una estampida. Ella se inclinó para apartarle los mechones oscuros del rostro, y cuando la luz de la antorcha reveló los moretones y heridas, emitió un sonido de espanto. 

Mael se removió apenas para poder ver de quién se trataba. La mujer llevaba puesta una capa negra con capucha, por donde sobresalían un par de mechones de cabello oscuro. Supo de inmediato que se trataba de una kiar.

—¿Qué... quieres...? —habló en un hilo de voz.

—Vengo a sacarlos de aquí. —Cuando desató sus muñecas, los brazos de Mael cayeron laxos a los costados de su cuerpo. No estaban rotos, pero sí entumecidos por permanecer tanto tiempo en la misma posición—. Laetitia fue a avisarle a los Joia lo que tu padre quiere hacer. Ella no va  a traer el libro consigo, y en cuanto Maedhros lo sepa los va a matar si siguen aquí. 

El muchacho parecía un tanto aturdido por tanta información.

—¿Tú quién...?

—Soy tu madre, Mael.

Mael utilizó las pocas fuerzas que le quedaban para girarse. Una dolorosa punzada atravesó su pecho y le cortó el aire cuando estiró la mano para jalar de la capucha, y  en cuanto la prenda cayó sobre sus hombros, la tenue luz de la antorcha reveló el rostro de la mujer. Ojos rasgados, del color del sol en su máximo esplendor. Cejas gruesas, labios anchos, y una pequeña cicatriz sobre su ceja izquierda, tal vez un recuerdo de alguna pelea con otra criatura.

Mael jamás escuchó nada acerca de su madre. Sus recuerdos de infancia solo incluían a su clan —de donde reconocía a aquella mujer—, y a Maedhros, pero a este último ni siquiera lo sentía como su progenitor, sino más bien como el líder de la manada. Así fue como su padre lo crió. No podían existir lazos afectivos que debilitaran su espíritu, o lo hicieran dudar al momento de tomar una decisión. Mael nunca se lo cuestionó abiertamente, pero sí que pensó en eso muchísimas veces. Vivió obligado a mantener esa incertidumbre hasta que un día simplemente dejó de preguntárselo. 

—¿Por qué...?

—Tu padre no quería que tuvieras ningún tipo de sentimiento ni lazos con nadie. Por eso no permitió que te apegaras a una figura materna, y me obligó a mantenerme alejada de ti durante todo este tiempo. Yo lo seguí y fingí estar de su lado para estar cerca de ti, pero cuando intenté acercarme, me encerró en las cuevas para evitar que te contara la verdad. Solo cuando tú te fuiste a buscar el libro me dejó libre. Te vi en Lesra, vi cómo defendiste tu honor, a tus amigos, y a tu tierra. Tú no eres como él, Mael. Tú sigues teniendo el alma pura de un Joia.

Mael tragó saliva al recordar esas mismas palabras dichas por Jigen. Aquellas que lo acompañaron durante toda su infancia y lo impulsaron a luchar contra los deseos de su padre. Esas mismas palabras volvían a darle las fuerzas que necesitaba para seguir adelante.

—Tenemos que salir rápido de aquí. Los guardias de Maedhros están distraídos. Vayamos por tus amigos y marchémonos de inmediato. El ejército de los Joia nos está esperando en la cima de Kier.

. . .

—¿Cómo es posible que nos pidas esto, Laetitia?

El anciano daba vueltas de un lado a otro, con las manos detrás de la espalda. Su melena blanca, larga hasta la cintura, estaba cuidadosamente trenzada y adornada con plumas. Llevaba puesta una túnica blanca, con un lazo hecho de cuerda alrededor de su cintura.

Ese Joia, el más anciano, era el líder de la manada.

—Necesitamos protegerlo, Hashtan. Maedhros está dispuesto a todo para arrebatarnos el libro, incluso a matar a su propio hijo. Yo sé que hay muchos de ese clan que no están de acuerdo con él, pero lo siguen por temor. 

—¿Qué tal si ese muchacho resulta tener el alma tan oscura como su padre?

—Salvó a tu nieto.

Hashtan levantó ambas cejas, sorprendido.

—Él no es como su padre —continuó Laetitia—. Él sigue siendo un Joia, tiene el alma tan pura como nosotros, y está dispuesto a ir en contra de su propio padre para ayudarnos. Ya me lo ha demostrado muchas veces.

Escucharon un alboroto fuera de la carpa donde estaban reunidos. Al salir, se encontraron con un grupo de Joias en su forma de lobo, tratando de impedirle el paso a cuatro individuos. Laetitia reconoció de inmediato a Gabriel, a Jigen y a Mael, pero no supo quién era la mujer que venía con ellos, sosteniendo a Mael malherido.

—¡Son de los nuestros! —exclamó Laetitita, acercándose.

El líder de la manada, que también había salido de la carpa, pasó entre los lobos blancos y se acercó a Jigen. 

—Has hecho un buen trabajo, Jigen.

El chico se inclinó ante su abuelo en señal de respeto, luego, impulsado por la emoción de estar de vuelta entre los suyos, lo abrazó con todas sus fuerzas.

—Creí que no volvería a verte, abuelo. ¡Estoy tan feliz de estar aquí!

—¿Quién es esta mujer? —inquirió Laetitia, que no había perdido de vista a la intrusa.

—Es mi madre —contestó Mael —. Está de nuestro lado, viene a ayudarnos. 

 

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Raanan: la tierra ocultaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora