Capítulo 3

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El lobo negro

Llevaba las manos en los bolsillos para refugiarlas del viento frío que sacudía las ramas de los árboles y levantaba las hojas secas de la vereda. La bufanda de lana le cubría la mitad del rostro, el frío le quemaba los pómulos y la punta de la nariz. Sin embargo, ni la tormenta más terrible le hacía cancelar su compromiso de los miércoles: ir a visitar a su madre. A pesar de que ya había asimilado la situación, todavía le costaba verla allí; su recuerdo de ella era completamente distinto de esa cruda realidad.  
A la edad de once años le tocó vivir la pérdida de su padre en un accidente automovilístico. El duelo duró cuatro largos años, hasta que su madre decidió intentarlo de nuevo y conocer a otra persona. Fue entonces que comenzaron los problemas. Gabriel acababa de cumplir dieciséis años cuando su madre fue internada en un centro psiquiátrico por primera vez, luego de varios episodios delirantes. Transcurrió un mes completo en el que la veía apenas los fines de semana; a pesar de que los médicos insistían en que ella estaba enferma, él siempre la vio tan cuerda, tan fresca, que no conseguía comprender cómo es que había terminado allí. 
El tiempo siguió pasando y las recaídas de su madre comenzaron a ser más frecuentes. Su padrastro se alejó de ellos y dio por terminada la relación cuando fue internada por cuarta vez, de forma permanente. El psiquiatra le atribuyó aquel desorden mental a la pérdida de su esposo, pero Gabriel seguía sin asimilar que su madre estaba enferma. 

Llegó al centro y se acercó al mostrador. Luego de recibir su carné de identificación, entró a la sala y la buscó con la mirada. Estaba sentada en el mismo sofá de siempre, junto a la ventana, cerca de la mesa de ajedrez. Siempre lo esperaba allí. 

—Mamá —la llamó con suavidad, tocándole el hombro. 

—¡Mi Gabo! —La mujer se puso de pie, abrazando a su hijo con fuerza—. Esta semana se me hizo tan larga. Te extrañé. ¡Estás helado! 

—Hace un frío brutal afuera. —Tomó asiento frente a ella en el otro sillón luego de quitarse el abrigo—. ¿Cómo estás? 

—Dentro de lo que se puede, bien. ¿Cómo te está yendo en el trabajo? 

—Muy bien —contestó sonriendo. Se aclaró la garganta, haciendo una breve pausa antes de reanudar la conversación—: Mamá, quería preguntarte algo. 

La mujer hizo un gesto afirmativo, moviendo la cabeza con suavidad. Su pelo oscuro, con algunas canas plateadas, le acarició los hombros cuando alejó con sutileza los mechones rebeldes de su rostro, con el revés de la mano.

—Te escucho —contestó finalmente, apoyando ambas manos sobre su regazo, con una sonrisa. 

Gabriel tomó aire, inflando las mejillas. 

—¿Recuerdas el libro que me regalaste cuando era niño? Solías leérmelo antes de dormir. 

La mujer asintió, apretando los labios notablemente sorprendida, un poco inquieta.

—Hace unos días comencé a leerlo —continuó Gabriel—. Quería saber dónde lo conseguiste, porque no tiene ninguna referencia. Lo busqué por internet y no hay...

—No vas a encontrar nada sobre él en este mundo —interrumpió ella, bajando la mirada—. Ese libro es la razón por la cual estoy aquí. No puedo decirte nada sobre él todavía, pero debes prometerme que vas a cuidarlo mucho, es muy importante para mí. 

—No lo entiendo, ¿por qué no puedes decirme? ¿Y por qué es el culpable de que estés aquí?

Su madre miró a los costados, luego se inclinó hacia su hijo.

—Todo el mundo cree que estoy loca, que tengo episodios delirantes, ¡esquizofrenia le dicen!, pero no es así, y tú lo sabes, porque has estado teniendo esos sueños también, ¿verdad? 

Raanan: la tierra ocultaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora