IV. Cónclave familiar

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A la mañana siguiente, Emily se despertó al alba. Por la ventana baja y sin cortina entraba el esplendor del amanecer y una débil estrella blanca se demoraba en el cielo verde cristalino sobre el Pino Gallo. Un dulce y fresco viento matinal soplaba en los aleros. Ellen Greene dormía en la gran cama y roncaba mucho. A excepción de aquel ruido, la casita estaba muy silenciosa. Era la oportunidad que Emily había esperado. Bajo de la cama con cuidado, atravesó el cuarto de puntillas y abrió la puerta.
Mike se desperezó en la alfombra, se levantó y la siguió, restregándose contra sus tobillos congelados. Casi con culpa, Emily bajó la escalera vacía y oscura. ¡Cómo crujían los escalones! ¡Se despertarían todos! Pero no apareció nadie y Emily bajó, se metió en la sala y exhaló un largo suspiro de alivio al cerrar la puerta. Fue hacia la puerta del otro extremo casi corriendo. El almohadón de flores de la tía Ruth seguía cubriendo el vidrio del féretro.
Emily, apretando los labios en un gesto que le daba un extraño parecido con la tía Elizabeth, levantó el almohadón y lo dejó en el suelo.
-¡Ay, papá, papá! -murmuró, llevándose la mano a la garganta para que no le subiera ese algo que la atragantaba.
Estaba allí, temblando, una pequeña figura vestida de blanco, mirando a su padre. Ése sería su adiós. Debía despedirse ahora que estaban solos, no podría hacerlo delante de los Murray.
Su padre estaba tan hermoso... Todas las líneas del dolor habían desaparecido; su
rostro parecía casi el de un muchacho, a no ser por los cabellos grises. Y sonreía con una sonrisa tan bella, traviesa y sabia como si de pronto él hubiera descubierto algo hermoso, inesperado y sorprendente. Ella había visto muchas sonrisas hermosas en la cara de su padre mientras vivía, pero ninguna como aquélla.
-Papá, no lloré delante de ellos -susurró-. Estoy segura de que no avergoncé a los Starr. No darle la mano a la tía Ruth no fue avergonzar a los Starr, ¿no? Porque en realidad ella no quería hacerlo. Ay, papá, creo que no le gusto a ninguno, aunque puede ser que a la tía Laura le guste un poco. Y ahora voy a llorar un poquito, papá, porque no puedo contenerme siempre. Apoyó la cara sobre el vidrio frío y sollozó amarga pero brevemente. Debía
decirle adiós antes de que alguien la encontrara. Levantó la cabeza y miró larga y seria el adorado rostro.
-Adiós, papaíto querido -susurró, ahogada. Se secó las lágrimas que la cegaban y puso en su lugar el almohadón de la tía Ruth, ocultando a sus ojos la cara de su padre para siempre. Luego salió sigilosamente de la habitación, decidida a llegar rápidamente a su dormitorio. Junto a la puerta casi se dio de narices con el primo Jimmy, que estaba sentado en una silla ante la puerta, envuelto en una inmensa bata a cuadros y acariciando a Mike.
-Oye -murmuró, dándole una palmadita en el hombro-. Te oí bajar y te he seguido. Yo sabía lo que querías hacer. He estado sentado aquí para que no te
sorprendiera nadie. Toma, coge esto y vuelve corriendo a la cama, gatita.
«Esto» era un paquete de caramelos de menta. Emily lo cogió y salió volando, avergonzada de que el primo Jimmy la hubiera visto en camisón. Detestaba los caramelos de menta -no los comía nunca-, pero la bondad del primo Jimmy al
regalárselos provocó un estremecimiento de deleite a su corazón. Y además la había llamado «gatita» y eso le gustaba. Había creído que ya nadie se dirigiría a ella otra vez con nombres cariñosos. Su padre le decía muchos apodos cariñosos:
«corazoncito», «queridita», «Emilina», «corderito», «dulcecita» y «duendecito».
Tenía uno para cada estado de ánimo y a ella todos le encantaban. En cuanto al primo Jimmy, era bueno. Si le faltaba algo, no era el corazón. Le estaba tan agradecida que una vez a salvo en la cama se obligó a comer uno de los caramelos, aunque le hizo falta todo su valor para tragarlo.
El funeral fue aquella tarde. Por una vez, la solitaria casita de la hondonada estuvo llena de gente. Llevaron el féretro a la sala y los Murray, como deudos, se sentaron rígida y decorosamente alrededor, Emily entre ellos, pálida y muy modosita con su vestido negro. Estaba sentada entre la tía Elizabeth y el tío Wallace y no se
atrevía ni a pestañear. No había otro Starr presente. Su padre no tenía demasiada relación con sus parientes vivos. La gente de Maywood fue y miró su cara muerta con una libertad y una curiosidad insolente que no habrían osado mostrar cuando vivía.
A Emily no le gustó que miraran así a su padre. No tenían derecho; no habían sido buenos con él cuando vivía, habían dicho cosas duras de él, a veces Ellen Greene las había repetido. Cada mirada que caía sobre su padre hería a Emily, pero siguió sentada, quieta, sin demostrar nada. La tía Ruth dijo después que jamás había visto a
una criatura tan absolutamente desprovista de sentimientos naturales.
Cuando terminó el servicio, los Murray se levantaron y desfilaron alrededor del ataúd para la correspondiente mirada de despedida. La tía Elizabeth cogió a Emily de la mano y trató de arrastrarla con ellos pero Emily la retiró y negó con la cabeza. Ella ya se había despedido. Por un momento, la tía Elizabeth pareció a punto de insistir, pero siguió avanzando, sola, una Murray hasta los tuétanos. No se podía hacer una escena en un funeral.
Douglas Starr sería llevado a Charlottetown para ser enterrado junto a su esposa.
Los Murray iban todos, pero Emily no. Vio la comitiva cuando subió por la larga colina cubierta de hierba, a través de la llovizna gris que comenzaba a caer. Emily se alegró de que lloviera; muchas veces había oído a Ellen Greene decir qué feliz era el cadáver sobre el que caía la lluvia; y era más fácil ver que su padre se iba en esa neblina gris, suave, buena, que a través de un sol resplandeciente y risueño.
-Bueno, hay que admitir que el funeral ha salido bien -dijo Ellen Greene a sus espaldas-. Se ha hecho todo lo que se debía hacer. Si tu padre lo ha visto desde el cielo, Emily, estoy segura de que estará satisfecho.
-No está en el cielo -dijo Emily.
-¡Dios mío! ¡Esta niña! -Ellen no pudo decir más.
-Todavía no está en el cielo. Está en camino. Dijo que esperaría y que iría muy despacito hasta que yo también me muriera, para que pudiera alcanzarlo. Espero morirme pronto.
-Está muy mal, pero que muy mal, decir eso -replicó Ellen.
Cuando desapareció el último coche, Emily volvió a la salita, sacó un libro de la biblioteca y se hundió en el sillón de respaldo alto. Las mujeres que estaban
limpiando se alegraron de que estuviera quieta y no las molestara.
-Qué bien que pueda leer -dijo la señora Hubbard, abatida-. Algunas niñas
no guardan tan bien la compostura. Cuando se llevaron a su madre, Jenny Hood gritaba y daba alaridos. Los Hood son gente con mucho sentimiento.
Emily no leía. Pensaba. Sabía que los Murray volverían por la tarde, y que probablemente entonces se decidiera su destino. «Hablaremos del asunto cuando
regresemos» oyó decir al tío Wallace aquella mañana después del desayuno. El instinto le decía qué era «el asunto», y habría dado una de sus orejitas puntiagudas para oír la conversación con la otra. Pero no le cabía ninguna duda de que la obligarían a irse. De modo que no se sorprendió cuando, al atardecer, Ellen le dijo:
-Será mejor que subas, Emily. Tus tíos vendrán aquí a hablar del tema.
-¿No quieres que te ayude a preparar la cena? -preguntó Emily, que creía que, si estaba la cocina, podría pescar alguna palabra.
-No. Molestarás más de lo que puedes ayudar. Vamos, vete.
Ellen salió de la cocina, sin esperar a ver si Emily se iba. Emily se puso de pie con desgana. ¿Cómo podría dormir aquella noche si no sabía qué iba a sucederle? Y estaba segura de que, como mucho, no le dirían nada hasta al día siguiente por la mañana.
Su mirada se posó sobre la mesa oblonga que había en medio de la habitación. El
mantel era de proporciones generosas y caía en pliegues hasta el suelo.
Hubo un relámpago de medias negras sobre la alfombra, un fugaz movimiento de tela y luego... silencio. Emily, debajo de la mesa, acomodó las piernas y se colocó, triunfante. Oiría lo que se decidiera y no se enteraría nadie.
Nunca le habían dicho que espiar no se consideraba una actividad precisamente
honorable, dado que, en vida de su padre, nunca se había presentado la ocasión para tal enseñanza, y ella pensaba que era por pura suerte que se le hubiera ocurrido esconderse debajo de la mesa. Hasta podía ver, si bien confusamente, a través del mantel. El corazón le latía con tanta fuerza que temió que la oyeran; no había otro sonido salvo el croar lejano de las ranas en medio de la lluvia, que se oía a través de la ventana abierta.
Los Murray entraron y se sentaron por la habitación. Emily contuvo el aliento.
Durante algunos minutos nadie habló, aunque la tía Eva suspiró extensa y
pesadamente. Entonces el tío Wallace se aclaró la garganta y dijo:
-Bien, ¿qué hacemos con la niña?
Nadie tenía prisa por responder. Emily pensó que no hablarían nunca. Por fin la tía Eva dijo, gimoteando.
-Es una niña tan difícil, tan rara. Yo no la entiendo.
-Yo creo -dijo la tía Laura, tímidamente- que tiene lo que podría llamarse
temperamento artístico.
-Es una niña malcriada -dijo la tía Ruth, muy decidida-. Si queréis saber mi opinión, va a costar mucho trabajo enderezarla.
La pequeña espía de debajo de la mesa volvió la cabeza y le dirigió una mirada despectiva a la tía Ruth a través del mantel. «Yo creo que tú estás bastante torcida».
Emily no osó siquiera murmurar las palabras, pero las formó con los labios, lo cual constituyó un gran alivio y una satisfacción.
-Estoy de acuerdo contigo -opinó la tía Eva-, y yo, al menos, no me siento
capaz para semejante tarea.
Emily entendió que esto quería decir que el tío Wallace no tenía intenciones de
llevársela y se alegró.
-La verdad -dijo el tío Wallace- es que tendría que llevársela la tía Nancy. Tiene más bienes terrenales que ninguno de nosotros.
-¡A la tía Nancy no se le ocurriría llevársela y lo sabes bien! -exclamó el tío Oliver-. Además, está demasiado vieja para ocuparse de criar a una niña, tanto ella como esa vieja bruja de Caroline. Por la salvación de mi alma, no creo que ninguna de las dos sea humana. A mí me gustaría llevarme a Emily, pero, en realidad, no puedo. Tengo una familia numerosa que mantener.
-No es probable que viva tanto como para causar molestias a nadie -afirmó la tía Elizabeth, tajante-. Probablemente muera de tuberculosis, como su padre.
«¡No me moriré, no me moriré!», exclamó Emily, o al menos lo pensó con tanto ímpetu que casi parecía que lo había dicho. Ya había olvidado que quería morir
pronto para alcanzar a su padre. Ahora quería vivir, sólo para dejar mal a los Murray.
«No tengo la menor intención de morirme. Voy a vivir durante siglos, y seré una
autora famosa, ¡ya verás, tía Elizabeth Murray!».
-Es cierto que es una criatura muy flacucha -admitió el tío Wallace.
Emily alivió sus sentimientos ultrajados haciéndole una mueca al tío Wallace a través del mantel.
«Si alguna vez tengo un cerdo, le voy a poner tu nombre» pensó, y se sintió muy satisfecha con su venganza.
-Pero alguien tiene que cuidarla mientras viva -advirtió el tío Oliver.
«Se merecerían que sí me muriera para que sufrieran terribles remordimientos el
resto de sus vidas», pensó Emily. Luego, en la pausa que siguió, se imaginó
dramáticamente su funeral, seleccionó a quienes llevarían el ataúd y trató de elegir el verso del himno que quería que grabaran en su lápida. Pero antes de que pudiera decidirlo, el tío Wallace continuó hablando.
-Bien, no estamos llegando a ninguna parte. Tenemos que ocuparnos de la criatura...
«Me gustaría que no me llamaras "la criatura"», pensó Emily, con rencor.
-... y alguno de entre nosotros tiene que darle un hogar -prosiguió el tío
Wallace-. La hija de Juliet no debe quedar a merced de extraños. Personalmente,
creo que la salud de Eva no le permite ocuparse de criar y educar a una criatura...
-Una criatura como ella -precisó la tía Eva.
Emily le sacó la lengua a la tía Eva.
-Pobrecita -dijo la tía Laura, con dulzura.
Algo congelado en el corazón de Emily se derritió en aquel momento. Le encantó
que la llamaran «pobrecita» con tanta ternura.
-No creo que tengas que sentir tanta pena por ella, Laura -dijo el tío Wallace,
con decisión-. Es evidente que tiene muy pocos sentimientos. No la he visto derramar una lágrima desde que llegamos aquí.
-¿Os habéis dado cuenta de que ni siquiera ha querido mirar a su padre por última vez? -preguntó la tía Elizabeth.
De pronto, el primo Jimmy se puso a silbar, mirando el techo.
-Es tanto lo que siente que tiene que ocultarlo -dijo la tía Laura.
El tío Wallace gruñó.
-¿No te parece que tendríamos que llevárnosla nosotras, Elizabeth? -prosiguió
Laura, con timidez.
La tía Elizabeth se movió incómoda en la silla.
-No creo que estuviera contenta en la Luna Nueva, con tres viejos como nosotros.
«¡Sí que lo estaría, sí!», pensó Emily.
-Ruth, ¿y tú? -preguntó el tío Wallace-. Vives sola en una casa muy grande.
Te vendría bien tener a alguien que te acompañara.
-No me gusta esa niña -dijo la tía Ruth, cortante-. Es astuta como una víbora.
«¡Claro que no!», pensó Emily.
-Con una educación prudente y cuidadosa, muchos de sus defectos pueden curarse -dijo el tío Wallace, pomposamente.
«¡No quiero que me los curen!». Emily estaba enfadándose cada vez más debajo de la mesa. «A mí me gustan mis defectos más que sus..., sus... -buscó
mentalmente la palabra adecuada y entonces, triunfante, recordó una frase de su padre-, ¡sus abominables virtudes!».
-Lo dudo -espetó la tía Ruth, mordaz-. Lo que está en los huesos sale hacia la carne. En cuanto a Douglas Starr, creo que fue verdaderamente vergonzoso de su
parte morirse y dejar a esa criatura sin un centavo.
-¿Lo hizo a propósito? -preguntó el primo Jimmy, suavemente. Era la primera vez que hablaba.
-Fue un fracasado -exclamó la tía Ruth.
-¡Mentira, mentira! -gritó Emily, sacando abruptamente la cabeza por debajo del mantel, entre las patas de un extremo de la mesa.
Por un instante, los Murray permanecieron tan inmóviles y callados como si el exabrupto los hubiera convertido en piedra. Luego, la tía Ruth se levantó, avanzó hacia la mesa y levantó el mantel, detrás del cual Emily se había retirado,
consternada, al darse cuenta de lo que había hecho.
-¡Levántate y sal de ahí, Emily Starr! -ordenó la tía Ruth.
«Emily Starr» se levantó y salió. No parecía muy asustada: estaba demasiado enfadada para asustarse. Se le habían oscurecido los ojos y tenía las mejillas rojas.
-¡Qué hermosa! ¡Qué niña tan hermosa! -dijo el primo Jimmy. Pero nadie lo oyó. La tía Ruth tenía la palabra.
-¡Eres una espía, sinvergüenza! -exclamó-. Ahí está la sangre de los Starr, un Murray jamás habría hecho una cosa así. ¡Habría que darte azotes!
-¡Papá no era un fracasado! -gritó Emily, ahogada de la ira-. No tiene derecho a decir que era un fracasado. Nadie que haya sido tan querido como él podría
serlo. Yo no creo que a ti te haya querido nadie. Así que tú eres la fracasada. Y no voy a morirme de tuberculosis.
-¿Te das cuenta de que eres culpable de algo muy vergonzoso? -le preguntó la tía Ruth, blanca de rabia.
-Quería oír qué pensabais hacer conmigo -exclamó Emily-. No sabía que
fuera algo tan malo; no sabía que ibais a decir cosas tan horribles de mí.
-Los que escuchan a escondidas nunca oyen nada bueno de sí mismos -dijo la tía Elizabeth, imponente-. Tu madre jamás habría hecho eso, Emily.
El valor había abandonado a Emily. Se sentía culpable y desgraciada, ay, tan
desgraciada... No lo sabía, pero al parecer había cometido un pecado imperdonable.
-Ve arriba -ordenó la tía Ruth.
Emily se fue, sin protestar. Pero antes de irse miró a su alrededor.
-Mientras estaba debajo de la mesa -confesó- le hice una mueca al tío
Wallace y le saqué la lengua a la tía Eva.
Lo dijo con pesar, deseando ser sincera con sus faltas, pero con tanta facilidad nos entendemos mal los unos a los otros, que los Murray en realidad creyeron que se estaba permitiendo el lujo de decir una impertinencia. Cuando se cerró la puerta tras ella, todos, excepto la tía Laura y el primo Jimmy, sacudieron la cabeza y gimieron.
Emily fue a su dormitorio en un estado de amarga humillación. Sentía que había hecho algo que les daba a los Murray el derecho a despreciarla..., y además decían que la sangre Starr había salido a la superficie. Encima, ni siquiera había averiguado cuál sería su destino.
Miró desconsolada a la pequeña Emily del espejo.
-Yo no sabía, no lo sabía -murmuró-. Pero ahora lo sé -añadió resuelta-, y
nunca, nunca volveré a hacerlo.
Por un momento pensó que se arrojaría sobre la cama a llorar. No podía soportar todo el dolor y la vergüenza que le quemaban el corazón. Pero entonces, su mirada cayó sobre el cuaderno amarillo que estaba sobre su mesita. Un minuto después, Emily estaba sentada sobre la cama, al estilo turco, escribiendo con entusiasmo en el viejo cuaderno con un pedacito de lápiz. A medida que sus dedos volaban sobre los renglones borrosos se le colorearon las mejillas y le volvió el brillo a los ojos. Olvidó a los Murray, aunque estaba escribiendo sobre ellos; olvidó su humillación, aunque estaba describiendo lo ocurrido; durante una hora escribió sin pausa a la luz mortecina de su humeante lámpara, sin detenerse, salvo aquí y allá, para mirar por la ventana la belleza de la noche neblinosa mientras buscaba en la cabeza una palabra determinada, y cuando la encontraba suspiraba feliz y seguía escribiendo. Cuando oyó que los Murray subían la escalera guardó el cuaderno. Había terminado; había escrito una descripción de todo lo sucedido y del cónclave de los Murray, y había concluido con un patética descripción de su propio lecho de muerte, con los Murray de pie, a su alrededor, rogándole que los perdonara. Al principio describió a la tía Ruth de rodillas, en una agonía de sollozos llenos de remordimiento. Luego, detuvo el lápiz, «la tía Ruth jamás se sentiría tan mal por ninguna cosa» pensó, y tachó el renglón. Escribiendo, el dolor y la humillación se diluyeron. Sólo estaba cansada y casi feliz. Había sido divertido buscar palabras que encajaran con el tío Wallace y qué satisfacción exquisita describir a la tía Ruth como «una mujercita rechoncha».
-Me gustaría saber qué dirían mis tíos si supieran lo que de verdad pienso de ellos -murmuró, mientras se acostaba.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora