XVIII. El padre Cassidy.

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La consternación se había apoderado de la Luna Nueva.
Todos estaban desesperadamente tristes. La tía Laura lloraba. La tía Elizabeth gruñía tanto que era imposible vivir con ella. El primo Jimmy andaba como distraído y Emily dejó de preocuparse por la madre de Ilse y el fantasma arrepentido de Silas Lee cuando se iba a la cama y se dedicaba ahora a ese nuevo problema.
Pues todo se había originado por su falta de obediencia a la tradición de la Luna Nueva de no visitar a John el Altivo, y la tía Elizabeth no tenía pelos en la lengua para reprochárselo.
Si ella, Emily Byrd Starr, no hubiera ido a casa de John el Altivo, nunca habría comido aquella manzana dulce y, si no hubiera comido aquella manzana, John el Altivo no le habría gastado ninguna broma y, si él no le hubiera gastado una broma, la tía Elizabeth jamás habría ido a decirle cosas duras, típicamente Murray y, si la tía Elizabeth no le hubiera dicho cosas duras, típicamente Murray, John el Altivo no se habría ofendido ni habría querido vengarse y, si John el Altivo no se hubiera ofendido ni hubiera querido vengarse, nunca se le habría metido en la altiva cabeza cortar el hermoso bosque ubicado al norte de la Luna Nueva. Pues exactamente a aquel punto los había llevado a todos aquella progresión de juego infantil tipo «La rana que estaba jugando en el agua».
John el Altivo había anunciado públicamente, en casa del herrero de Blair Water, que apenas terminara la cosecha iba a talar el bosque cortando todos y cada uno de los árboles y los brotes. La noticia llegó en seguida a la Luna Nueva y dejó a sus habitantes tan conmocionados como lo habían estado hacía años. A sus ojos era toda una catástrofe.
Elizabeth y Laura apenas podían creerlo. Era inconcebible. Aquel gran bosque espeso y protector, de abetos rojos y árboles de madera dura, había estado siempre allí, moralmente pertenecía a la Luna Nueva, ni siquiera John el Altivo podría osar cortarlo. Pero éste tenía la reputación de hacer lo que decía que iba a hacer; era un rasgo que formaba parte de su altivez: si decía que iba a hacer algo, lo hacía.
-Luna Nueva será una ruina -gemía la pobre tía Laura-. Quedará hecha un espanto; toda su belleza desaparecerá, y quedaremos expuestos al viento del norte y a las tormentas del mar, siempre hemos estado protegidos y resguardados. Y el jardín de Jimmy también se va a perder.
-Eso es el resultado de haber traído aquí a Emily -dijo la tía Elizabeth. Aun siendo indulgente con ella, decir eso era una crueldad, una crueldad y una injusticia, pues su lengua mordaz y su sarcasmo estilo Murray habían tenido tanto que ver en el asunto como Emily.
Pero lo dijo y para Emily fue como una puñalada que le atravesó el pecho y dejó su marca durante años. La pobre Emily ya estaba suficientemente angustiada. Se sentía tan desgraciada que no podía comer ni dormir.
Elizabeth Murray, a pesar de su furia y su tristeza, dormía como un tronco todas las noches pero, junto a ella en la oscuridad, con miedo de moverse o volverse, yacía una delgada criaturita cuyas lágrimas, que le corrían en silencio por las mejillas , no lograrían aliviar un corazón hecho pedazos. Porque Emily sentía que tenía el corazón hecho pedazos, que no podía seguir viviendo y sufriendo así. Nadie podía.
Emily había vivido lo suficiente en la Luna Nueva para que se le hubiera metido en la sangre. Tal vez hasta había nacido con ella. En todo caso, cuando llegó a la casa, se adaptó a su atmósfera como un guante. La quería como si hubiera vivido en ella toda su breve vida, amaba cada palito y piedrecita, cada árbol y cada brizna de hierba, cada clavo del piso de la cocina, cada montoncito de musgo verde del techo de la lechería, cada aguileña rosada y blanca que crecía en el jardín viejo, cada «tradición» de su historia. Para ella pensar que, en gran medida, echarían abajo toda aquella belleza era una agonía. ¡Y pensar en que se perdería el jardín del primo Jimmy!
Emily adoraba aquel jardín casi tanto como él; hacer crecer las plantas y arbustos que no soportaban el invierno en ningún otro lugar de la Isla Príncipe Eduardo era el orgullo de la vida de su primo: si quitaban el amparo de la pared norte, todo moriría.
Se hacía difícil pensar en el bosque mismo, talado; el Camino del Hoy, el Camino del Ayer y el Camino del Mañana, borrados de la faz de la tierra; en el imponente Monarca del bosque sin su corona; la cabaña donde ella e Ilse habían pasado momentos tan maravillosos, destruida; en todo aquel hermoso lugar, íntimo, lleno de helechos, arrancado de su vida de un ramalazo.
¡Ay, John el Altivo había elegido y planeado muy bien su venganza!
¿Cuándo caería sobre ellos el golpe? Todas las mañanas Emily prestaba atención, angustiada, de pie en el escalón de piedra de la cocina, para ver si escuchaba el sonido de las hachas en el claro aire de septiembre. Todos los atardeceres, cuando regresaba de la escuela, temía comprobar que la obra de destrucción hubiera comenzado. Sufría y se angustiaba. Había momentos en que le parecía que no podría ya soportar la vida. Todos los días la tía Elizabeth le decía algo, echándole toda la culpa, y la pobre niña se volvió muy susceptible con el tema. Casi deseaba que John el Altivo comenzara de una maldita vez y terminara con todo. Si Emily hubiera oído alguna vez la historia clásica de Damocles, se hubiera solidarizado con él de todo corazón. Si hubiera tenido alguna esperanza de que pudiera servir de algo, se habría
tragado el orgullo de los Murray, el orgullo de los Starr y cualquier otro tipo de orgullo, y habría ido de rodillas a rogarle a John el Altivo que detuviera su mano
vengativa. Sin embargo, estaba segura de que no serviría de nada. John el Altivo no había dejado duda alguna de su amarga determinación al respecto. En Blair Water se hablaba mucho del tema; unos se alegraban mucho del golpe que se descargaría sobre el orgullo y el prestigio de la Luna Nueva, otros sostenían que era una conducta baja y sucia por parte de John el Altivo, pero todos estaban de acuerdo en que se había profetizado que sucedería, tarde o temprano, cuando la vieja enemistad entre los Murray y los Sullivan, alimentada durante tres generaciones, llegara a su fin inevitable.
Lo único sorprendente era que John el Altivo no lo hubiera hecho antes.
Siempre había odiado a Elizabeth Murray, desde que iban a la escuela, cuando la mordacidad de Elizabeth se había cebado con él.
Un día, Emily se sentó a llorar en la orilla del estanque de Blair Water. La habían mandado a cortar las rosas marchitas de la tumba de la abuela Murray y, tras terminar su tarea, no tuvo valor para volver a la casa, donde la tía Elizabeth estaba amargándole la vida a todo el mundo porque ella misma estaba amargada.
Perry había dicho que el día anterior, en la herrería, John el Altivo había afirmado que el lunes por la mañana comenzaría a talar el bosque.
-¡No puedo soportarlo! -sollozaba Emily, hablándoles a los rosales.
Unas pocas rosas tardías asintieron; la Señora Viento peinaba, agitaba y sacudía la espesa hierba verde donde los orgullosos Murray, hombres y mujeres, dormían serenos, impasibles a viejas enemistades y pasiones. El sol de septiembre brillaba con una luz suave y serena sobre los viejos campos labrados, y el agua azul del estanque de Blair Water susurraba y lamía suavemente las orillas bordeadas de arbustos verdes.
-No entiendo cómo Dios no detiene la mano de John el Altivo -dijo Emily, con pasión.
Sin duda los Murray de la Luna Nueva tenían derecho a esperar aquello de la Providencia.
Teddy llegaba silbando por la pradera y las notas de su tonada soplaban por encima del estanque de Blair Water como gotas hechizadas de sonido. Saltó la cerca
del cementerio y encaramó su cuerpo delgado y grácil, de forma irreverente, sobre la losa plana del «Aquí me quedo» de la bisabuela Murray.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Todo -contestó Emily, algo enfadada. Teddy no tenía por qué estar tan
contento. Ella estaba acostumbrada a recibir más solidaridad por parte de Teddy y la
irritaba no recibirla-. ¿No sabes que John el Altivo va a empezar a talar el bosque el lunes?
Teddy asintió.
-Sí. Me lo contó Ilse. Pero, escucha, Emily, se me ocurrió una cosa. John el
Altivo no atreverá a cortar el bosque si el cura le dice que no lo haga, ¿verdad?
-¿Por qué?
-Porque los católicos tienen que hacer lo que los curas les dicen, ¿no?
-No lo sé. Yo no sé nada de los católicos. Nosotros somos presbiterianos.
Emily sacudió la cabeza. Se sabía que la señora Kent era de la «iglesia anglicana» y, aunque Teddy iba a la Escuela Dominical Presbiteriana, ese hecho no le daba un
lugar muy prominente entre los círculos de los «presbiterianos natos».
-Si tu tía Elizabeth va a White Cross a hablar con el padre Cassidy y le pide que detenga a John el Altivo, tal vez lo haga -insistió Teddy.
-La tía Elizabeth jamás haría semejante cosa -dijo Emily, convencida-. Estoy segura. Es demasiado orgullosa.
-¿Ni siquiera para salvar el bosque?
-Ni siquiera para eso.
-Entonces supongo que no hay nada que hacer -dijo Teddy, algo alicaído-.
Mira, mira lo que he hecho. Un dibujo de John el Altivo en el purgatorio, con tres diablitos que le clavan tridentes al rojo vivo. Lo copié de uno de los libros de mi madre, el Infierno del Dante, creo que era, pero puse a John el Altivo en lugar del
hombre del dibujo. Te lo regalo.
-No lo quiero. -Emily estiró las piernas y se levantó. Estaba más allá del estadio en el que infligir torturas imaginarias a John el Altivo pudiera consolarla. Ya
lo había matado de varias maneras terribles durante sus vigilias nocturnas. Pero se le
había ocurrido una idea, una idea audaz-. Ahora me tengo que ir a casa, Teddy, es la hora del almuerzo.
Teddy se guardó el dibujo rechazado, que en realidad era un trabajo magnífico si alguno de los dos hubiera tenido la capacidad de darse cuenta, en el cual la expresión de angustia en la cara de John el Altivo en el momento en que un diablito travieso lo
pinchaba con un tridente habría sido el dolor de cabeza de más de un artista consumado. Se fue a su casa deseando poder ayudar a Emily; era un disparate que una niña como Emily, con esos suaves ojos color púrpura grisáceo y una sonrisa que le hacía pensar en cosas hermosas que no podían expresarse con palabras, sufriera.
Teddy estaba tan preocupado que le agregó más diablos al dibujo de John el Altivo en el purgatorio y alargó considerablemente los dientes de los tridentes.
Emily se fue a su casa con un rictus de determinación en la boca. Comió lo que
pudo tragar (que no fue mucho, porque la cara de la tía Elizabeth habría echado por tierra su apetito, de haberlo tenido) y se escabulló de la casa por la puerta delantera.
El primo Jimmy estaba trabajando en el jardín, pero no la llamó. Aquellos días el primo Jimmy estaba siempre triste. Emily se detuvo un segundo en el porche griego y miró hacia el bosque de John el Altivo, que se mecía verdísimo y hermoso. ¿El lunes
por la noche sería un terreno profanado de tocones de árbol? Impulsada por esta idea,
Emily arrojó el miedo y la duda al viento y comenzó a caminar con determinación por el sendero. Al llegar al portón, giró a la izquierda por el largo camino rojo y
misterioso que subía la Montaña Despreciable. Nunca había cogido aquel camino, que iba derecho a White Cross. Emily iba a la iglesia a ver al padre Cassidy. Eran
unos tres kilómetros hasta White Cross, y Emily sintió que los había cubierto rápidamente, no porque fuera un hermoso camino con vientos y helechos silvestres,
lleno de conejitos, sino porque temía lo que la esperaba al llegar. Había tratado de pensar lo que diría, cómo lo diría, pero le fallaba la inventiva. No sabía cómo eran los
curas católicos, y no tenía idea del mejor modo de dirigirse a ellos. Eran más misteriosos y enigmáticos que los pastores. ¿Y si el padre Cassidy se enfadaba con
ella por atreverse a ir a pedirle un favor? Tal vez era algo muy malo, desde cualquier punto de vista. Y probablemente no sirviera de nada. Seguramente el padre Cassidy se negaría a hablar con John el Altivo, que era un buen católico, mientras que ella, en opinión del cura, era una hereje. Pero la menor posibilidad, por remota que fuese, de impedir la calamidad que se cernía sobre la Luna Nueva hacía que Emily estuviera
dispuesta a enfrentarse a todo el Colegio de Cardenales.
Con un miedo espantoso,
nerviosísima, la idea de regresar ni se le pasó por la cabeza. Sólo lamentaba no haberse puesto el collar de cuentas venecianas. Podrían haber impresionado al padre Cassidy.
Aunque Emily no había estado nunca en White Cross, reconoció la casa del cura cuando la vio. Era una hermosa residencia rodeada de árboles, cerca de la gran capilla blanca, con una resplandeciente cruz dorada en la aguja y cuatro ángeles dorados, uno sobre cada una de las agujas más pequeñas de las esquinas.
A Emily le parecieron
preciosos, relucientes a la luz del sol, y deseó que ellos pudieran tener algunos ángeles en la sencilla iglesia blanca de Blair Water. No entendía por qué los católicos
tenían todos los ángeles. Pero no había tiempo para pensarlo, pues, en aquel momento, se abrió la puerta y apareció la doncella.
-¿Está... el padre... Cassidy? -preguntó Emily, algo temblorosa.
-Sí.
-¿Puedo... verlo?
-Adelante -contestó la criada. Evidentemente, no había dificultad en ver al padre Cassidy, ninguna ceremonia misteriosa, como había esperado Emily, para que le permitieran verlo. La hicieron pasar a una habitación llena de libros y la dejaron allí mientras la criada iba a buscar al padre Cassidy que, según le dijo, estaba trabajando en el jardín. Aquello sonaba muy natural y alentador. Si el padre Cassidy trabajaba en el jardín, no podía ser tan terrible.
Emily miró a su alrededor con curiosidad. Estaba en una habitación muy bonita, con sillas acogedoras, cuadros y flores. No había nada alarmante ni extraño en ella, a excepción de un inmenso gato negro sentado sobre una de las estanterías. Era un
animal de veras enorme. Emily adoraba a los gatos y siempre se había sentido cómoda con ellos. Pero nunca había visto uno como aquél. Con su tamaño y los ojos
dorados, insolentes, incrustados como gemas vivas en la cara de terciopelo negro, no
parecía pertenecer a la misma especie que los gatitos bonitos, mimosos y respetables.
El señor Dare nunca tendría en la rectoría un animal de este tipo. El miedo al padre Cassidy volvió a apoderarse de Emily.
Y entonces entró el padre Cassidy con la sonrisa más encantadora del mundo.
Emily lo observó con su mirada franca de costumbre (o su don) y no volvió a tener miedo. El padre Cassidy era un hombre grande, ancho de espaldas, ojos y cabellos
castaños, y tenía la cara tan bronceada, debido a su inveterada costumbre de andar sin sombrero bajo el sol más inclemente, que la tez era muy morena. Emily pensó que parecía una gran nuez marrón rebosante de salud.
El padre Cassidy la miró mientras le estrechaba la mano; Emily estaba en uno de esos momentos en que la belleza se apoderaba de ella. La ansiedad había dado a sus mejillas la tonalidad de las rosas silvestres, la luz del sol le había dejado los cabellos negros resplandecientes y sedosos, y los ojos eran suavemente oscuros y límpidos, pero fueron las orejas lo que el padre Cassidy se inclinó a observar . Emily
experimentó un momento de pavor pensando si las tendría limpias.
-Tienes las orejas puntiagudas -dijo el padre Cassidy con un susurro de entusiasmo-. ¡Orejas puntiagudas! En cuanto te he visto he sabido que venías de la
tierra de las hadas. Siéntate, elfo, si es que los elfos se sientan; siéntate y dame las
últimas noticias de la corte de Titania.
Emily se sentía ahora en terreno conocido. El padre Cassidy hablaba su idioma, y además con voz suave y gutural, redondeando las vocales ligeramente, como
correspondía a un verdadero irlandés. Pero ella sacudió la cabeza con pena. Con la carga de su propósito en el alma, no podía jugar el papel de embajadora del Reino de
los Elfos.
-Soy sólo Emily Starr, de la Luna Nueva -dijo; se apresuró a añadir respirando hondo, pues no debía engañar, no debía llevar banderas falsas-, y soy protestante.
-Y una protestante muy bonita -dijo el padre Cassidy-. Pero me desilusionas.
Estoy acostumbrado a los protestantes, los bosques de los alrededores están llenos de ellos, pero hace cien años de la visita del último elfo.
Emily se quedó mirándolo. El padre Cassidy no podía tener cien años. No parecía
tener más de cincuenta. Aunque tal vez los curas católicos vivieran más que el resto de la gente. No supo exactamente qué responder, y entonces, dijo, vacilante:
-Veo que tiene un gato.
-Esto no es exacto -precisó el padre Cassidy, negando con la cabeza, y gimió -: El gato me tiene a mí.
Emily renunció a intentar comprender al padre Cassidy. Era agradable, pero
incomprensible. Lo dejó así. Y debía ir derecha al grano.
-Usted es una especie de pastor, ¿no? -preguntó, tímidamente. No sabía si al padre Cassidy le gustaría que lo llamara pastor.
-Algo parecido -asintió el cura con afabilidad-. Y te darás cuenta de que los
pastores y los curas no pueden decir palabras feas. Tienen que tener gatos para que lo
hagan por ellos. Nunca conocí a un gato que supiera decir palabras feas con tanta delicadeza y eficacia como el Chico.
-¿Así se llama? -preguntó Emily, mirando al gato negro con respeto. No
parecía muy seguro hablar de él en su presencia.
-Así se llama él a sí mismo. Mi madre no lo quiere porque le roba la nata. A mí no me molesta que lo haga, no, lo que no soporto es cómo se lava la cara después de
comérsela. Ah, Chico, tenemos un hada de visita. Entusiásmate por algo, alguna vez,
te lo suplico, sé buenecito.
Chico se negaba a entusiasmarse. Le hizo un guiño insolente a Emily.
-¿Tienes idea de qué cosas se le pasan por la cabeza a un gato, elfo? -preguntó el cura.
Qué preguntas tan raras hacía el padre Cassidy. Pero Emily pensó que sus
preguntas le gustarían más si no fuera porque estaba tan preocupada. De pronto, el padre Cassidy se inclinó por encima de la mesa y dijo:
-Y bien, ¿qué te preocupa?
-Soy muy desgraciada -respondió Emily, con un tono conmovedor.
-Lo mismo le sucede a muchísima gente. Todo el mundo es desgraciado en
algún momento. Pero las criaturas que tienen orejas puntiagudas no deberían ser desdichadas. Esto sólo debería sucederles a los mortales.
-Ay, por favor... por favor -Emily se preguntó cómo debía dirigirse a él. ¿Se
ofendería si un protestante lo llamaba «padre»? Pero debía arriesgarse-. Por favor,
padre Cassidy, tengo un problema muy grande y vine a pedirle un favor inmenso.
Emily le contó toda la historia desde el principio al fin, la vieja enemistad entre
los Murray y los Sullivan, su interrumpida amistad con John el Altivo, la manzana dulce, las desdichadas consecuencias y la amenaza de venganza de John el Altivo.
Chico y el padre Cassidy la escucharon con idéntica seriedad hasta que terminó.
Entonces el gato le hizo un guiño, pero el padre Cassidy juntó sus largos dedos.
-Ajá -dijo.
«Es la primera vez -reflexionó Emily-, que oigo a alguien decir "ajá" fuera de un libro».
-Ajá -volvió a decir el padre Cassidy-. ¿Y tú quieres que yo impida ese acto inicuo?
-Si puede -contesto Emily-. Ay, sería tan maravilloso que pudiera... ¿Lo hará? ¿Lo hará?
El padre Cassidy juntó los dedos aún con más cuidado.
-Me temo que no puedo invocar el poder del Papa para impedir a John el Altivo que disponga de su propiedad legal, ¿sabes, elfo?
Emily no entendió la alusión al Papa, pero sí entendió que el padre Cassidy se negaba a utilizar el poder de la Iglesia sobre John el Altivo. Entonces, no había esperanza. No pudo evitar que las lágrimas de la decepción le bañaran los ojos.
-Ay, vamos, querida, no llores -imploró el padre Cassidy-. Los elfos no
lloran, no pueden llorar. Me partiría el corazón descubrir que no perteneces a la raza
de las Personitas Verdes. Puedes decir que eres de la Luna Nueva y declararte de la
religión que desees, pero eso no quita que pertenezcas a la Edad de Oro y a los antiguos dioses. Por eso debo salvar ese bosque verde para ti. Emily lo miró.
-Creo que es posible -continuó el padre Cassidy-. Creo que si voy a hablar con John el Altivo y tengo una charla franca con él, puedo hacerlo entrar en razón.
John el Altivo y yo somos buenos amigos. Es una persona razonable si se sabe cómo tratarlo, que es halagando adecuadamente su vanidad. Le plantearé, no como el cura a un miembro de su parroquia, sino de hombre a hombre, que un irlandés de buena
cepa no se empecina en una pelea con mujeres y que ninguna persona sensata destruiría, por simple resentimiento, esos árboles hermosos y antiguos que han
tardado medio siglo en crecer y que no podrían ser repuestos.
El hombre que corta un árbol así no siendo absolutamente necesario debe ser colgado tan alto como Haman en una horca hecha de la madera de ese mismo árbol.
Emily pensó que escribiría esa última frase del padre Cassidy en el cuaderno del
primo Jimmy cuando llegara a casa.
-Pero no voy a decirle eso a John el Altivo -terminó diciendo el padre Cassidy
-. Sí, Emily de la Luna Nueva, creo que podemos dar por hecho que tu bosque no será talado.
De pronto, Emily se sintió muy contenta. Por alguna razón tenía una confianza absoluta en el padre Cassidy. Estaba segura de que él haría bailar a John el Altivo en
la palma de su mano.
-¡Ay, nunca terminaré de agradecérselo! -exclamó con sinceridad.
-Es cierto, así que no desperdicies aliento. Y ahora cuéntame cosas. ¿Hay más de tu especie? ¿Cuánto hace que eres quien eres?
-Tengo doce años, y no tengo hermanos. Y creo que es hora de que me vaya a mi casa.
-No sin antes comer algo.
-Ah, gracias, ya he comido.
-Hace dos horas y luego hiciste una caminata de tres kilómetros. No me digas nada. Lamento no tener néctar ni ambrosía a mano, la comida de los elfos, y ni siquiera un platito de luz de luna, pero mi madre hace el mejor pastel de ciruelas de la Isla Príncipe Eduardo. Y tenemos una vaca que nos da nata. Espera aquí un momento.
No le tengas miedo a Chico. A veces come protestantes pequeños, si son tiernecitos, pero nunca se mete con los duendes.
Cuando el padre Cassidy regresó, lo acompañaba su madre con una bandeja.
Emily esperaba a una señora también grande y morena, pero la madre era de lo más diminuta que es posible imaginar, y tenía sedosos cabellos blancos, bondadosos ojos
azules y mejillas sonrosadas.
-¿No es la madre más dulce del mundo? -preguntó el padre Cassidy-. La tengo para mirarla. Claro que (el padre Cassidy bajó la voz hasta un susurro) hay algo extraño en ella. Yo he visto a esta mujer interrumpirse cuando hace la limpieza de la
casa, salir y pasar la tarde en el bosque. Como tú, creo que tiene trato con las hadas.
La señora Cassidy sonrió, le dio un beso a Emily, dijo que tenía que ir a terminar sus conservas y salió.
-Ahora siéntate aquí, elfo, sé humana durante diez minutos y comeremos como dos amigos.
Emily tenía hambre, una sensación familiar, agradable, que hacía quince días que no experimentaba. El pastel de ciruelas de la señora Cassidy era lo que había
anunciado su reverendo hijo, y la vaca que daba nata no era ningún mito.
-¿Ahora qué piensas de mí? -preguntó súbitamente el padre Cassidy al encontrar los ojos de Emily clavados en él, examinándolo.
Emily se sonrojó. Estaba preguntándose si podría pedirle otro favor al padre Cassidy.
-Creo que usted es muy bueno -dijo.
-Soy muy bueno -precisó el padre Cassidy-. Soy tan bueno que haré cualquier cosa que me pidas, porque me parece que hay otra cosa que quieres que haga.
-He estado en un apuro durante todo el verano. El asunto -afirmó Emily, con mucha sobriedad- es que soy poetisa.
-¡Dios santo! Eso sí que es serio. No sé si puedo ayudarte. ¿Cuánto hace que estás afectada?
-¿Se está burlando de mí? -preguntó Emily, seria.
El padre Cassidy tragó algo que no era pastel de ciruelas.
-¡Qué los santos no me lo permitan! Es que me impresionaste. Recibir la visita de una dama de la Luna Nueva, un elfo y una poetisa todo en una sola persona es
demasiado para un pobre sacerdote como yo. Sírvete otra porción de pastel y cuéntamelo todo.
-El asunto es el siguiente. Estoy escribiendo una epopeya.
De pronto el padre Cassidy se inclinó hacia adelante y le dio un pellizquito a Emily.
-Quería saber si eres de verdad -explicó-. Sí, sí, estás escribiendo una
epopeya, continúa. Creo que me he recuperado.
-La empecé la primavera pasada. Al principio le puse de título La dama blanca, pero se lo he cambiado por La hija del mar. ¿No le parece un título mejor?
-Mucho mejor.
-Ya he terminado tres cantos, y no puedo avanzar porque hay algo que no sé y no puedo averiguar. Me tiene muy preocupada.
-¿Qué es?
-Mi epopeya -dijo Emily, devorando con diligencia el pastel de ciruelas-
trata de una muchacha hermosísima y de alta alcurnia que fue secuestrada a sus
padres verdaderos cuando era pequeña, y criada en la choza de un leñador.
-Uno de los siete argumentos capitales del mundo -murmuró el padre Cassidy.
-¿Qué?
-Nada. Una mala costumbre de pensar en voz alta. Continúa.
-Tiene un enamorado de alto linaje, pero la familia de él no quiere que se case con ella porque no es más que la hija de un leñador...
-Otro de los siete argumentos... discúlpame.
-... entonces lo mandan a Tierra Santa en una cruzada y llega la noticia de que lo mataron y entonces Editha (ella se llama Editha) se mete en un convento.
Emily se interrumpió para comer un bocado de pastel de ciruelas, y el padre Cassidy reanudó la historia.
-Y ahora su enamorado regresa vivito y coleando, aunque cubierto de cicatrices de heridas hechas por los infieles, y se descubre el secreto del nacimiento de ella por
la confesión que hace en su lecho de muerte la vieja nodriza y por una marca de nacimiento que ella tiene en el brazo.
-¿Cómo lo sabía? -preguntó Emily, azorada.
-Ah, lo he adivinado, soy muy bueno para adivinar cosas. Pero ¿cuál es tu
preocupación?
-No sé cómo sacarla del convento -confesó Emily. Pensé que usted podía saber cómo puedo hacerlo.
El padre Cassidy volvió a juntar los dedos.
-Bueno, vamos a ver. No es sencilla la tarea que te has impuesto, jovencita.
¿Cómo están las cosas? Editha ha tomado los hábitos no por su vocación religiosa
sino porque cree que se le ha partido el corazón. La Iglesia Católica no libera a las monjas de sus votos porque ellas crean que han cometido un error. No, no, tenemos
que tener una razón mejor. ¿Editha es la única hija de sus padres verdaderos?
-Sí.
-Ah, entonces la salida es clara. Si hubiera tenido hermanos, habrías tenido que matarlos, lo cual es complicado. Bueno, entonces, ella es hija única y heredera de una
familia noble que durante años ha mantenido una enemistad a muerte con otra familia noble, la familia del enamorado. ¿Tú sabes lo que es una enemistad de ese tipo?
-Por supuesto -dijo Emily, desdeñosa-. Eso ya lo tengo en el poema.
-Mucho mejor. Esa enemistad ha partido al reino en dos y sólo puede
remediarse mediante una alianza entre los Capuleto y los Montesco.
-Ésos no son los nombres.
-No importa. Así pues, se trata de un asunto de interés nacional, con
consecuencias de largo alcance, por lo tanto, puede apelarse al Sumo Pontífice. Lo que necesitas -prosiguió el padre Cassidy, asintiendo con gravedad-, es una
dispensa de Roma.
-Dispensa no es una palabra bonita para poner en un poema -replicó Emily.
-Sin duda. Pero las jovencitas que quieren escribir poemas épicos, que sitúan sus escenas en tiempos y costumbres de hace cientos de años y que eligen heroínas de
una religión desconocida para ellas, tienen que estar preparadas para toparse con algunos obstáculos.
-Ah, creo que podré arreglármelas -dijo Emily contenta-. Y se lo agradezco muchísimo. No sabe qué alivio es para mí. Ahora terminaré el poema en unas semanas. En todo el verano no he escrito una línea. Claro que he estado muy
ocupada. Ilse Burnley y yo estamos haciendo un idioma nuevo.
-Haciendo un... perdóname. ¿Has dicho idioma?
-Sí.
-¿Qué tiene el inglés de malo? ¿No tienes suficiente con él, criatura
incomprensible?
-Ah, sí. Por eso estamos haciendo uno nuevo. En primavera, el primo Jimmy trajo varios muchachos franceses para ayudarlo a plantar patatas. Yo también tenía
que ayudar, e Ilse venía a acompañarme. Y era muy desagradable escuchar a aquellos chicos hablando francés y no entender ni una palabra. Lo hacían para molestarnos.
¡Eran trabalenguas! Entonces Ilse y yo decidimos inventar un idioma nuevo que ellos
no comprendieran. Hemos progresado mucho, y cuando llegue la cosecha de la patata
podremos hablar entre nosotras y ellos no entenderán ni una sola palabra de lo que
digamos. ¡Será muy divertido!
-No me cabe la menor duda. Pero dos niñas que se tomen todo el trabajo de inventar un idioma nuevo sólo para vengarse de unos pobres críos franceses... me superas -dijo el padre Cassidy, impotente-. Sólo Dios sabe lo que harás cuando
crezcas. Serás una revolucionaria roja. Tiemblo por Canadá.
-Ah, pero no es un trabajo, es divertido. Y todas las niñas de la escuela están furiosas porque nos oyen hablar y no pueden entender nada. Podemos contarnos
secretos delante de ellas.
-Siendo lo que es la naturaleza humana, ya caigo en qué consiste la diversión. A ver, un ejemplo de tu idioma.
-Nat millan o ste dolman bote ta Shrewsbury fernas ta poo litanos -dijo Emily, muy suelta de lengua-.
Eso significa: «El verano próximo voy a ir a los bosques de
Shrewsbury a coger moras». El otro día, en el recreo, se lo grité a Ilse en el campo de juegos y ¡ah!, se quedaron todos mirándonos.
-¿Mirándoos? Me lo imagino. A mí mismo se me salen los ojos de las órbitas. A ver, un poquito más.
-Mo tral li morituri seb ad li mo trene. Mo bertral seb mo bertrene das sten
muertos e ting setra. Eso quiere decir: «Mi padre está muerto y mi madre también.
Mis abuelos hace mucho que están muertos». Todavía no hemos inventado una palabra para «muerto». Creo que pronto podré escribir mis poemas en mi idioma y
entonces la tía Elizabeth no podrá leerlos si los encuentra.
-¿Has escrito otros poemas además de tu épica?
-Ah, sí, aunque son cortos, pero tengo docenas.
-Ajá. ¿Tendrías la gentileza de deleitarme con alguno de ellos?
Emily se sintió muy halagada. Y no le molestaba que el padre Cassidy oyera su
querida obra.
-Le recitaré mi último poema -dijo, aclarándose la garganta con aire de
importancia-. Se llama Sueños de la noche.
El padre Cassidy escuchó con atención. Después del primer verso hubo un
cambio en su caraza bronceada y comenzó a juntar los dedos. Cuando terminó, Emily bajó las pestañas y esperó, temblando. ¿Y si el padre Cassidy decía que era malo? No, no podía ser tan descortés. No obstante, si se burlaba como había hecho con la
epopeya, ella sabría lo que eso quería decir.
El padre Cassidy no habló de inmediato. El prolongado suspenso fue terrible para Emily. Tenía miedo de que no pudiera elogiarlo y no quisiera herir sus sentimientos hablando mal de él. De pronto Sueños de la noche le pareció horroroso y se preguntó cómo podía haber sido tan tonta como para recitárselo al padre Cassidy. Claro que era horroroso. El padre Cassidy lo sabía. Pero de todas maneras, para
una niña tan pequeña... la rima y el ritmo eran impecables, y había un verso, sólo un verso, «la luz de estrellas débilmente doradas», y por ese solo verso el padre Cassidy de pronto dijo:
-Sigue, sigue escribiendo poesía.
-¿Eso qué quiere decir? -preguntó Emily, sin aliento.
-Quiere decir que con el tiempo conseguirás hacer algo. Algo, no sé qué, pero sigue, sigue. Emily estaba tan contenta que tenía ganas de llorar. Eran las primeras palabras de aliento que recibía de alguien, sin contar a su padre, y un padre puede tener una opinión demasiado parcial. Esto era diferente. Hasta el final de su lucha por ser reconocida, Emily jamás olvidó el «sigue» del padre Cassidy y el tono en el que lo dijo.
-La tía Elizabeth me reprende por escribir poesía -dijo, pensativa-. Opina que la gente va a pensar que soy tan simple como el primo Jimmy.
-El camino de la genialidad nunca es fácil. Pero, come otro pedazo de pastel, come para demostrarme que hay algo humano en ti.
-Ve, merry ti. O del re dolman cosey aman ri sen ritter. Eso significa «no, gracias. Tengo que irme a casa antes de que oscurezca».
-Te llevaré a tu casa.
-Ay, no, no. Es muy amable -ahora el inglés le bastaba a Emily-, pero
prefiero caminar. Es... es un buen ejercicio.
-Eso quiere decir -dijo el padre Cassidy con un brillo en los ojos- que
debemos cuidarnos de la anciana señora. Adiós, ¡y que siempre veas un rostro feliz en tu espejo! Emily estaba demasiado contenta para sentir cansancio en el camino de regreso.
Parecía notar burbujas de alegría en el corazón, burbujas relucientes y prismáticas. Cuando llegó a la cima de la gran colina y miró hacia la Luna Nueva, sus ojos estaban satisfechos y llenos de amor. Qué hermosa era la casa, envuelta en las luces de los viejos árboles. Las puntas de los abetos más altos recortaban sus siluetas púrpura contra el rosado y el ámbar del cielo noroccidental. Atrás, Blair Water soñaba en plateado. La Señora Viento había plegado sus neblinosas alas de murciélago en un valle de crepúsculo, y el silencio cubría al mundo como una bendición. Emily estaba segura de que todo saldría bien. El padre Cassidy lo arreglaría de alguna manera. Y le había dicho que «siguiera».

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora