XIV. El caldero del jardín

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En octubre, el primo Jimmy comenzó a hervir las patatas para los cerdos, nombre poco romántico para una ocupación tan romántica, o así le parecía a Emily, cuyo amor por lo hermoso y lo pintoresco fue colmado como no lo había sido jamás en los largos atardeceres frescos y estrellados de final de año de la Luna Nueva.
En un rincón del viejo jardín había un grupo de abetos rojos y bajo ellos se colgó una inmensa olla sobre un círculo de grandes piedras, una olla tan grande que cómodamente se podría haber hervido un buey en ella. Emily creía que era de los tiempos de los cuentos de hadas y que había sido la olla de algún gigante, pero el primo Jimmy le dijo que tenía apenas cien años y que el viejo Hugh Murray se la había hecho enviar desde Inglaterra.
-Desde entonces la hemos usado para hervir las patatas para los cerdos de la Luna Nueva -dijo-. La gente de Blair Water piensa que es anticuada, ahora todos tienen hervideros con calderas empotradas, pero mientras Elizabeth sea la jefa en Luna Nueva, seguiremos utilizando esta olla. Emily estaba segura de que ninguna caldera empotrada podía tener el encanto de la vieja olla. Ayudó al primo Jimmy a llenarla de patatas después de regresar de la escuela y luego, cuando terminaron de comer, el primo Jimmy encendió el fuego debajo de la olla y estuvo dando vueltas alrededor toda la tarde.
A veces avivaba el fuego (a Emily esa parte de la función le encantaba) enviando gloriosas chispas hacia la oscuridad; a veces revolvía las patatas con un palo largo y parecía, con su extraña barba gris y su pantalón enterizo con cinturón, un viejo gnomo u otro ser salido de una historia de las tierras del norte que revolvía el contenido de un caldero mágico, y a veces se sentaba junto a Emily sobre la piedra de granito, cerca de la olla, y le recitaba su poesía.
A Emily eso era lo que más le gustaba pues la poesía del primo Jimmy era sorprendentemente buena, al menos en algunas partes, y el primo Jimmy tenía «un público apropiado, sin bien exiguo» en esta delgada jovencita de rostro pálido y ansioso y ojos fascinados. Formaban una extraña pareja y eran totalmente felices juntos. La gente de Blair Water consideraba que el primo Jimmy era un fracaso y un débil mental. Pero él vivía en un mundo ideal del cual nadie sabía nada. Había recitado sus poemas así miles de veces, mientras hervía las patatas de los cerdos; para él, los fantasmas de muchos otoños se ocultaban en los troncos de los abetos. Era una figura rara, ridícula cuando se inclinaba arrugado, descuidado, gesticulando con torpeza mientras recitaba. Pero era su hora: ya no era «el simple de Jimmy Murray», sino un príncipe en su reino. Durante un breve momento era fuerte, joven, espléndido y hermoso, un maestro
acreditado de la poesía ante un mundo atento y extasiado. Ninguno de sus prósperos y
sensatos vecinos de Blair Water había vivido jamás un momento igual. Él no se hubiera cambiado por ninguno de ellos.
Emily, escuchándolo, sentía vagamente que,
de no haber sido por aquel desdichado empujón que lo mando dentro del pozo de la
Luna Nueva, aquel hombrecito extraño que estaba a su lado podría haberse erguido
en presencia de reyes.
Pero Elizabeth lo había empujado dentro del pozo de la Luna Nueva y, como consecuencia, hervía patatas para los cerdos y recitaba a Emily, que también escribía
poesía y adoraba tanto aquellos atardeceres que no podía dormirse cuando se iba a la
cama sin antes haber compuesto una pequeña descripción.
«El destello» venía casi todos los días por una cosa u otra. La Señora Viento danzaba o ronroneaba en las ramas que se movían sobre ellos; Emily nunca había estado tan cerca de verla. El aire fresco estaba lleno del agradable olor de las piñas de abeto que el primo Jimmy arrojaba dentro de la olla. El gatito peludo de Emily, Mike II, saltaba y jugueteaba
como un pequeño y encantador demonio de la noche. El fuego resplandecía con un
hermoso color rojo y embrujaba la oscuridad; había preciosos sonidos susurrantes en todas partes; la «gran oscuridad inmensa» se extendía alrededor de ellos, llena de misterios que la luz del día no revelaba jamás y, por encima de todo aquello, el cielo púrpura se cubría de estrellas.
Algunos días también iban Ilse y Teddy.
Emily siempre sabía cuando venía Teddy porque al llegar éste al viejo jardín, silbaba su «llamada», la que usaba sólo para ella, una llamada graciosa y querida, que era como tres claras notas de pájaros, la primera
en tono medio, la segunda, más alta, y la tercera, bajísima, dulce y sostenida, como los ecos en la Canción de la corneta que era más clara y llegaba más lejos mientras moría. Aquella llamada siempre producía en Emily un efecto extraño: le parecía que casi le quitaba el corazón del cuerpo, y tenía que seguirla. Estaba segura de que, con aquellas tres notas mágicas, Teddy podía silbarle desde el otro lado del mundo. Cada vez que lo oía, cruzaba corriendo el jardín y le decía a Teddy si el primo Jimmy
quería que fuese o no, porque sólo ciertas noches el primo Jimmy quería a alguien más que ella. Nunca les recitaba su poesía a Ilse o a Teddy, aunque les contaba
cuentos de hadas, o historias de los Murray muertos y enterrados en el cementerio junto al estanque que, a veces, eran tan escalofriantes como los cuentos de hadas. Ilse también recitaba, y lo hacía mejor allí que en cualquier otro lado. Y a veces Teddy se
echaba en el suelo junto a la gran olla y hacía dibujos a la luz del fuego, dibujos del primo Jimmy revolviendo las patatas, dibujos de Ilse y Emily bailando de la mano
alrededor de la olla como dos pequeñas brujas, dibujos de la carita vivaz y bigotuda de Mike que espiaba desde el otro lado de la olla, dibujos de rostros extraños y
difusos que se arremolinaban en la oscuridad fuera de su círculo encantado. Pasaban unas veladas maravillosas, allí, los cuatro niños.
-Ay, Ilse, ¿no te gusta el mundo de noche? -preguntó una vez Emily, extasiada.
Ilse miró, feliz, a su alrededor. La pobre y abandonada Ilse, que encontraba en la compañía de Emily lo que había buscado con ansia durante toda su corta vida y que, incluso en aquel momento, se veía arrastrada, por el amor, a algo que era parte de lo que le correspondía por derecho.
-Sí -dijo-. Y siempre creo que sí hay Dios cuando estoy aquí.
Cuando las patatas estuvieron hechas, el primo Jimmy les dio una a cada uno de ellos antes de añadirles el salvado. Ellos las partieron en pedazos en platos de corteza de abedul, las rociaron con sal que Emily había guardado en una cajita bajo las raíces
del abeto más grande y las comieron con alegría. No ha habido banquete de los dioses tan delicioso como aquellas patatas. Luego llegó la bondadosa voz argentina de la tía
Laura llamándolos a través de la helada de la noche. Ilse y Teddy salieron disparados
hacia sus casas y Emily cogió a Mike II y lo encerró para pasar la noche en la seguridad de la perrera de Luna Nueva, que hacía años que no albergaba a ningún perro pero que todavía se mantenía cuidada y se pintaba con la cal todas las
primaveras. A Emily se le habría partido el corazón si le hubiera pasado algo a Mike II.
Se lo había regalado el «Viejo Kelly», el vendedor ambulante de ollas. El Viejo Kelly hacía treinta años que, cada quince días, desde mayo a noviembre, recorría
Blair Water, encaramado en el asiento de una carreta rojo brillante y detrás de un poni rojo, lleno de polvo, lento, con ese andar y ese aspecto tan peculiar de los ponis de los vendedores ambulantes; una dejadez plácida y sin prisa, como si hubiera encontrado
muchos problemas en su vida y los hubiera superado a pura paciencia y fuerza de
voluntad. Desde la carreta rojo brillante se oía un cierto murmullo y un tintineo metálico, a medida que avanzaba, y dos inmensas ollas de hojalata, rodeadas de sogas reflejaban la luz del sol con tanta potencia que el Viejo Kelly parecía el sol radiante de un pequeño sistema planetario propio. Cuatro escobas nuevas que salían por las cuatro esquinas daban a la carreta la apariencia de una carroza triunfal. Emily deseaba, en secreto, subir a la carreta del Viejo Kelly. Pensaba que tenía que ser una
delicia.
El Viejo Kelly y ella eran grandes amigos. A ella le gustaba su rostro colorado y sin barba bajo el sombrero hongo, los bondadosos ojos azules y traviesos, los cabellos hirsutos y rubios y la boca como apretada, tan cómica, cuya forma se debía en parte a la naturaleza y en parte a tanto silbar. Siempre traía un cucurucho de papel con «gotas de limón» para ella o un palo de caramelo multicolor que le metía en el bolsillo cuando la tía Elizabeth no miraba. Y nunca se olvidaba de decirle que esperaba que pronto ella empezara a pensar en casarse, porque el Viejo Kelly creía que la mejor manera de complacer a una criatura del sexo femenino de cualquier edad era bromear con ella sobre el tema del matrimonio.
Un día, en lugar de caramelos, sacó del cajón trasero de la carreta un gatito gordo y gris y le dijo que era para ella. Emily recibió el obsequio fascinada pero, cuando el
Viejo Kelly se hubo ido con su tintineo, la tía Elizabeth le dijo que no hacían falta más gatos en la Luna Nueva.
-Ay, por favor, déjame quedármelo, tía Elizabeth -rogó Emily-. No te
molestará para nada. Yo tengo mucha experiencia en criar gatos. Y necesito tanto un gatito... Saucy Sal se está convirtiendo en una salvaje; no deja de correr con los gatos
del granero y no puedo estar con ella como antes, además, ella nunca fue muy mimosa. Por favor, tía Elizabeth.
La tía Elizabeth no tenía ganas de hacerle ningún favor a nadie. Además, aquel día estaba de muy mal humor; nadie sabía por qué. Cuando estaba así era completamente irracional. No quiso atender a razones; la tía Laura y el primo Jimmy
tuvieron que callarse la boca, y éste recibió la orden de llevar al gatito gris a Blair Water y ahogarlo. Ante una orden tan cruel Emily se puso a llorar, lo cual ofuscó aún
más a la tía Elizabeth. Estaba tan enfadada que el primo Jimmy no se atrevió a llevar al gatito en secreto al granero, como había planeado al principio.
-Lleva ese animal al estanque, arrójalo y vuelve a decirme que ya lo has hecho -ordenó Elizabeth, irritada-. Espero que se me obedezca. La Luna Nueva no se va a convertir en un asilo para los gatos que le sobran al Viejo Jock Kelly.
El primo Jimmy hizo lo que le ordenaban y Emily no quiso comer. Después del almuerzo salió, triste, por el jardín viejo y cruzó la pradera hasta el estanque. Por qué iba allí, no lo sabía, pero sentía que debía ir. Al llegar a la orilla de la caleta donde el arroyo de John el Altivo desembocaba en el estanque Blair Water, oyó unos maullidos lastimeros y allí, anclado sobre una isla de hierba seca, había un desdichado animalito, con la piel empapada pegada a los flancos, temblando bajo el viento del fresco día otoñal. La vieja bolsa en la cual el primo Jimmy lo había metido flotaba hacia el centro del estanque.
Emily no se detuvo a pensar, ni a buscar una madera, ni a considerar las consecuencias. Se metió en la caleta hasta las rodillas, vadeó el arroyo hasta el montón de hierba y cogió al gatito. Hasta tal punto ardía de indignación, que no sintió el frío del agua ni luego del viento cuando volvió corriendo a la Luna Nueva. Un animal que sufría o era torturado siempre la inundaba de una compasión tan grande, que la sacaba de sí.
Entró como una tromba en la cocina exterior donde la tía Elizabeth estaba haciendo bizcochos.
-Tía Elizabeth -exclamó-, después de todo, el gatito no se ha ahogado y me lo voy a quedar.
-Por supuesto que no -dijo la tía Elizabeth.
Emily miró a su tía a la cara y volvió a sentir aquella extraña sensación que sintió cuando la tía Elizabeth había traído las tijeras para cortarle el pelo.
-Tía Elizabeth, este pobre gatito tiene frío y hambre y se siente muy
desgraciado. Ha sufrido durante horas. No vas a hacer que lo arrojen otra vez al agua.
La mirada de Archibald Murray estaba en sus ojos y el tono de Archibald Murray
en su voz. Aquello sucedía sólo cuando lo más profundo de su ser se veía sacudido por una emoción especialmente intensa. En aquel momento estaba llena de
compasión y furia.
Cuando Elizabeth Murray vio a su padre mirándola desde la carita blanca de
Emily, se rindió sin luchar, por más que luego se pusiera furiosa consigo misma por su debilidad. Era su único punto vulnerable. Tal vez el fenómeno no habría sido tan extraño si Emily se hubiera parecido a los Murray. Pero ver la mirada de los Murray sobrepuesta de pronto como una máscara en rasgos extraños le provocaba una impresión nerviosa contra la que no podía luchar. Un fantasma salido de su tumba no la habría amilanado con mayor rapidez. Le dio la espalda a Emily en silencio, pero ésta supo que había ganado su segunda victoria. El gatito gris se quedó en la Luna Nueva, engordó y se puso precioso y la tía Elizabeth nunca le prestó la menor atención, salvo para echarlo de la casa cuando Emily no andaba cerca. Pero pasaron semanas antes de que Emily fuera perdonada realmente, lo que la hacía sentir muy incómoda. La tía Elizabeth podía ser generosa en la victoria, pero era muy desagradable en la derrota. Era una ventaja que Emily no pudiera tener la mirada de los Murray según su voluntad.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora