X. Penas en aumento

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Hubo mucho entusiasmo en la escuela durante la última semana de junio, causado por la fiesta de cumpleaños de Rhoda Stuart, que se llevaría a cabo a principios de julio. La carga de ansiedad era increíble. ¿Quiénes serían invitadas? Ése era el gran interrogante. Algunas sabían que no las invitaría, pero la mayoría sentían una incertidumbre verdaderamente terrible. Todo el mundo le rendía honores a Emily porque era la mejor amiga de Rhoda y pudiera ser que tuviera opinión en el tema de la elección de las invitadas. Jennie Strang llegó al extremo de ofrecerle a Emily un hermoso plumier con un espléndido retrato de la Reina Victoria en la tapa si le conseguía una invitación. Emily rechazó el soborno y respondió con altivez que no podía interferir en un asunto tan delicado.
Con aquel asunto Emily se estaba dando aires. Ella estaba segura de ser invitada. Rhoda le había hablado de la fiesta hacía semanas y la había comentado con ella.
Sería algo grandioso, con un pastel de cumpleaños recubierto de una capa de azúcar rosa y adornado con diez velitas rosa altas, con helado y naranjas, e invitaciones escritas en papel rosa con bordes dorados enviadas por correo (esto último había sido añadido como toque de distinción). Emily soñaba noche y día con la fiesta y ya tenía el regalo para Rhoda: una preciosa cinta para el pelo que la tía Laura había traído de Shrewsbury.
El primer domingo de julio, en la Escuela Dominical, Emily se encontró sentada junto a Jennie Strang. Por lo general, se sentaba con Rhoda, pero ésta se había sentado tres asientos más adelante con una niñita desconocida, una niñita vestida de seda azul, que lucía un sombrero de paja grande y adornado con una corona de flores sobre sus elaborados cabellos rizados, medias de encaje blanco en las piernas regordetas y un flequillo que le llegaba hasta los ojos. No obstante, tanta pluma no lograba hacer de ella un ave verdaderamente hermosa; no era guapa y su expresión era de disgusto y desdén.
—¿Quién es la niña que está sentada con Rhoda? —susurró Emily.
—Ah, es Muriel Porter —respondió Jennie—. Es de la ciudad. Ha venido a pasar las vacaciones a la casa de su tía Jane Beatty. Yo la odio. A mí nunca se me ocurriría ponerme un vestido azul con una piel tan oscura como la suya. Pero los Porter son ricos y Muriel está convencida de que es maravillosa. Dicen que Rhoda y ella se han hecho íntimas; Rhoda siempre anda detrás de cualquiera que, según ella, está en una posición elevada. Emily se puso tensa. No pensaba escuchar comentarios críticos sobre sus amigas.
Jennie percibió su reacción y cambió de tono.
—De todas maneras, yo me alegro de que Rhoda no me invite a su fiesta. Soy yo la que no quiere ir si va a estar Muriel Porter, dándose aires.
—¿Cómo sabes que no te va a invitar? —preguntó Emily.
—Bueno, porque las invitaciones salieron ayer. ¿No has recibido la tuya?
—No…
—¿Ya tienes la correspondencia?
—Sí, la ha recogido el primo Jimmy.
—Bueno, tal vez la señora Beecher se olvidó de dársela. Probablemente te llegue mañana.
Emily estuvo de acuerdo en que era probable. Pero una extraña y fría sensación de desolación había invadido todo su ser, en la cual no tuvo poco que ver el hecho de que, después de la Escuela Dominical, Rhoda se alejó con Muriel Porter sin dignarse a mirar a nadie más.
El lunes, la propia Emily fue al correo, pero no había ningún sobre rosado para ella.
Aquella noche lloró hasta quedarse dormida, aunque no abandonó la esperanza hasta que pasó el martes. Entonces tuvo que enfrentarse a la
espantosa verdad, que ella… Emily Byrd Starr, de la Luna Nueva, no había sido invitada a la fiesta de Rhoda.
Era increíble. Tenía que haber un error. ¿No habría perdido la invitación el primo Jimmy en el camino de regreso a casa? ¿O sería que a la hermana mayor de Rhoda, que escribió las invitaciones, se le había pasado su nombre? ¿O…? Las desdichadas dudas de Emily fueron resueltas definitivamente por Jennie, que se le acercó al salir del correo. Había una luz maliciosa en los ojos como cuentas de Jennie. Aunque a Jennie le gustaba bastante Emily, a pesar del
encontronazo el día en que se conocieron, le gustaba ver su orgullo humillado.
—Así que después de todo no te invitan a la fiesta de Rhoda.
—No —admitió Emily.
Fue un momento muy amargo para ella.
El orgullo de los Murray había sido dolorosamente pisoteado y, por debajo del orgullo de los Murray, había otra cosa que había sido profundamente herida, pero que aún no había muerto.
—Bueno, en mi opinión ha sido un acto mezquino —dijo Jennie, sinceramente
solidaria a pesar de su secreta satisfacción—. ¡Y después de todos los aspavientos que hacía contigo! Pero eso es típico de Rhoda Stuart. Es una falsa, por los cuatro costados.
—Yo no creo que sea falsa —dijo Emily, leal hasta la última trinchera—. Creo que hay un error en que no me hayan invitado.
Jennie se quedó mirándola.
—Entonces, ¿no conoces la razón? Pero si Beth Beatty me contó la historia. Muriel Porter te odia y le dijo a Rhoda que si te invitaba, ella no iba a ir a su fiesta. Y Rhoda estaba tan loca por tener a una niña de la ciudad en su fiesta que le prometió que no te invitaría.
—Muriel Porter no me conoce —murmuró Emily—. ¿Cómo puede odiarme?
Jennie sonrió con aire de sabihonda.
—Eso te lo digo yo. Se muere por Fred Stuart, Fred lo sabe y la hizo sufrir elogiándote. Le dijo que eras la niña más dulce de todo Blair Water y que quería que
fueras su novia cuando crecieras. Y Muriel se puso tan furiosa y celosa, que obligó a Rhoda a que no te invitara. Yo, en tu lugar, no le daría importancia. Una Murray de la Luna Nueva está muy por encima de esas miserias. En cuanto a que Rhoda no es falsa, te digo que sí lo es. Caramba, si te dijo que no sabía que había una víbora dentro de la caja y había sido idea suya.
Emily estaba demasiado abrumada para responder. Se alegró de que Jennie tuviera que seguir por otro camino y dejarla sola. Corrió a su casa, temiendo no poder
contener las lágrimas antes de llegar. La desilusión por no ir a la fiesta y la humillación por la ofensa se diluían ante la angustia de la fe traicionada y la
confianza violada.
Su amor por Rhoda había muerto y Emily sufría con toda el alma el dolor del golpe que lo había matado. Era la tragedia de una criatura, y por tanto más amarga ya que nadie podría comprenderla. La tía Elizabeth le dijo que las fiestas de cumpleaños eran una tontería y que los Stuart no eran una familia con la que los
Murray se hubieran tratado nunca.
Y ni siquiera la tía Laura, aunque la consoló y la reconfortó, se dio cuenta de lo profunda y dolorosa que había sido la herida, tan profunda y dolorosa que Emily ni siquiera podía escribirle a su padre sobre ella, y no tuvo manera de desahogar la violencia de la emoción que sacudía su ser.
Al domingo siguiente, Rhoda estaba sola en la Escuela Dominical, pues la enfermedad del padre de Muriel Porter la había hecho regresar a la ciudad; y Rhoda miró a Emily con dulzura. Pero Emily pasó por su lado con la cabeza muy alta y el desprecio en cada rasgo. Nunca volvería a tener nada que ver con Rhoda Stuart, no podía. Aún despreciaba más a Rhoda por intentar reanudar la amistad, ahora que la niña de ciudad por quien la había sacrificado se había ido. No era por Rhoda que guardaba luto, sino por una amistad que había sido tan querida para ella. Rhoda había sido dulce y buena, al menos en la superficie, y Emily había hallado una intensa felicidad en su amistad. Ahora se había terminado y ella jamás, jamás podría volver a querer a nadie o a confiar en alguien. Ése era el aguijón.
Aguijón que lo envenenaba todo. Emily tenía una naturaleza que, incluso de niña, no se recuperaba con facilidad ni olvidaba un golpe semejante. Andaba como ida por la Luna Nueva, perdió el apetito y adelgazó. Odiaba ir a la Escuela Dominical porque pensaba que las otras niñas se regodeaban con su humillación y su separación de Rhoda. Tal vez existía un sentimiento de aquel tipo, pero Emily lo exagerabamorbosamente. Si dos niñas susurraban o se reían juntas, ella pensaba que hablaban y que se reían de ella. Si alguna hacía con ella el camino de regreso de la escuela, Emily pensaba que era por lástima, porque no tenía ninguna amiga. Durante todo un mes Emily fue la criatura más desdichada de Blair Water.
«Creo que me echaron mal de ojo cuando nací», reflexionaba, desconsolada.
La tía Elizabeth tenía una idea más prosaica para explicar la languidez y la falta de apetito de Emily. Había llegado a la conclusión de que los espesos cabellos de Emily «le quitaban fuerzas» y que sería mucho más fuerte y se sentiría mucho mejor si se los cortaban. Para la tía Elizabeth decidir era actuar. Una mañana le informó fríamente a Emily de que iban a «vaciarle» los cabellos.
Emily no pudo creer lo que oía.
—No me estarás diciendo que me vas a cortar el pelo, tía Elizabeth exclamó.
—Sí, eso es exactamente lo que te estoy diciendo —sostuvo la tía Elizabeth con firmeza—. Tienes demasiado pelo, especialmente para el verano. Estoy segura de que por eso has estado tan decaída últimamente. Y nada de lágrimas.
Pero Emily no podía contener el llanto.
—No me lo cortes todo —rogó—. Sólo un flequillo grande. Algunas de las niñas llevan flequillos que empiezan en la coronilla. Así me quitarías la mitad del pelo y el resto no me quitará demasiada fuerza.
—Nada de flequillos —dijo la tía Elizabeth—. Ya te lo he dicho muchas veces.
Voy a cortarte el pelo para que soportes mejor el calor. Algún día me lo agradecerás.
Emily se sintió cualquier cosa menos agradecida.
—Es mi única belleza —sollozó—, junto con mis pestañas. Supongo que también me cortarás las pestañas.
La tía Elizabeth desconfiaba de aquellas pestañas largas, herencia de la joven abuela materna de Emily, no eran lo bastante Murray para aprobarlas, aunque no tenía planes para ellas. Pero el cabello debía cortarse y la tía Elizabeth, tajante, le dijo a Emily que aguardara allí mientras iba a buscar las tijeras.
Emily aguardó, sin esperanzas. Debía perder sus hermosos cabellos, los cabellos de los que su padre había estado tan orgulloso. Con el tiempo volverían a crecer (si la tía Elizabeth lo permitía) pero tardarían años ¡y, mientras tanto, ella sería un desastre! La tía Laura y el primo Jimmy habían salido; no tenía a nadie a quien recurrir; aquella cosa horrible iba a suceder.
La tía Elizabeth volvió con las tijeras, que cuando las abrió hicieron un ruidito revelador, ruidito que, como por arte de magia, pareció desatar una fuerza formidable y extraña en el alma de Emily. Se volvió despacio y se enfrentó a su tía. Sintió que las cejas se le juntaban de una manera poco común en ella, sintió algo que le surgía como de las ignotas profundidades de una irresistible fuente de energía.
—Tía Elizabeth —dijo, mirando directamente a los ojos de la señora de las tijeras —, no me vas a cortar el pelo. Y no quiero hablar más del tema.
A la tía Elizabeth le sucedió algo insólito. Se puso pálida, dejó las tijeras, pareció atónita un momento ante la niña transformada o poseída frente a ella y entonces, por primera vez en su vida, Elizabeth Murray se volvió y salió corriendo, literalmente corriendo, hacia la cocina.
—¿Qué pasa? —preguntó Laura, que llegaba en aquel momento.
—Vi… a papá… mirándome desde su cara —murmuró Elizabeth, temblando—. Y me dijo: «y no quiero hablar más del tema», con sus mismas palabras de siempre.
Emily la oyó y corrió al espejo del aparador. Había tenido, mientras hablaba, la extraña sensación de estar usando la cara de otra persona en lugar de la propia. Ahora la sensación se desvanecía, pero Emily alcanzó a vislumbrarla, la mirada Murray, seguramente. Con razón había asustado a la tía Elizabeth, la asustaba a ella misma.
Menos mal qué ya había desaparecido. Se estremeció, corrió a su escondite en la
buhardilla y lloró, pero supo que ya no le cortarían el cabello.
Y así fue. La tía Elizabeth no volvió a mencionarlo. Pero durante varios días
pareció evitar a Emily.
Un hecho bastante curioso fue que, a partir de aquel día, Emily dejó de afligirse por su amiga perdida. De pronto, el asunto dejó de tener importancia. Era como si
hubiera sucedido hacía tanto tiempo que nada quedaba del hecho, salvo el mero recuerdo carente de emoción. Emily pronto recuperó el apetito y la animación, volvió a escribir cartas a su padre y descubrió que la vida volvía a ser bella, ensombrecida apenas por el misterioso presentimiento de que la tía Elizabeth había quedado mortificada por su derrota en el asunto del pelo y que tarde o temprano se tomaría la revancha.
La tía Elizabeth «se tomó la revancha» esa misma semana. Emily tenía que ir a la tienda a buscar algo. Era un día de muchísimo calor y se le había permitido andar descalza por la casa, pero ahora tenía que ponerse botas y medias. Emily se rebeló, hacía demasiado calor, había demasiado polvo, no podía caminar casi un largo kilómetro con botas abotonadas.
La tía Elizabeth fue inexorable. Nadie iba a ver a un Murray descalzo fuera de su casa, y tuvo que ponérselas. Pero apenas Emily traspasó el portón de la Luna Nueva se sentó, con toda deliberación se quitó las botas, las escondió en un agujeró en el terraplén y se fue descalza.
Cumplió el recado y volvió, con la conciencia tranquila. Qué hermoso era el mundo, qué suave el azul del gran espejo redondo de agua de Blair Water, qué glorioso el milagro de los botones de oro en el campo húmedo que había bajo el bosque de John el Altivo. Al verlo, Emily se quedó inmóvil y compuso un poema.

Botón de oro, flor dorada,
veo tu sonriente rostro plácido saludar, la cabeza inclinada, sin pensar en tiempo o espacio.
En campos cenagosos o caminos transitados o en el cuidado jardín en flor, exhibes tus pétalos suaves y satinados
y cubres del valle todo verdor.

Hasta allí, todo bien. Pero Emily quería otra estrofa para redondear el poema de manera apropiada y la divina inspiración parecía haber desaparecido. Caminó hacia la casa en un estado de ensoñación y, para cuando llegó a la Luna Nueva, ya tenía la estrofa y la recitaba para sí misma con una agradable sensación de realización.

Regalas tu belleza en todas partes. Estés donde estés, en todos lados. Y siempre, botón de oro, serás la flor preferida de los amados.

Emily estaba muy orgullosa. Éste era su tercer poema y, sin duda, el mejor. Nadie podía decir que era verso libre. Debía correr a la buhardilla a escribirlo. Pero la tía Elizabeth la esperaba en los escalones de la entrada.
—Emily, ¿dónde están tus botas y tus medias?
Emily regresó de las nubes con un desagradable sobresalto. Se había olvidado por completo de las botas y las medias.
—En un agujero al lado del portón —dijo, sin más.
—¿Has ido descalza a la tienda?
—Sí.
—¿A pesar de que te dije que no? A Emily le pareció una pregunta superflua y no contestó. Pero a la tía Elizabeth le
había llegado su turno.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora