III. Los parientes

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Douglas Starr vivió dos semanas más. En años posteriores, cuando el dolor ya había abandonado su memoria, Emily pensó que habían sido las dos semanas más preciosas de sus recuerdos. No fueron semanas tristes sino hermosas. Y una noche, cuando estaba tendido en el diván de la salita, con Emily a su lado en el viejo sillón de respaldo alto, cruzó la cortina; se fue tan tranquila y fácilmente que Emily no supo que se había ido hasta que de pronto sintió el extraño silencio de la habitación; no había más respiración que la suya.
—¡Papá… papá! —gritó. Entonces llamó a Ellen. Ellen Greene les comentó a los Murray, cuando éstos llegaron, que Emily se había portado muy bien, considerando las circunstancias. Claro que había llorado toda la noche y no había pegado ojo; ninguno de los vecinos de Maywood que fueron, bondadosamente, a ayudar, pudieron consolarla. Pero cuando llegó la mañana había derramado todas sus lágrimas. Estaba pálida, callada y sumisa. —Así es como ha de ser —dijo Ellen—; éste es el resultado de haber estado
preparada como corresponde. Tu papá se enfureció tanto por haberte avisado que desde aquel momento dejó de ser cortés conmigo, y eso que se estaba muriendo. Pero no le guardo ningún rencor. Yo cumplí con mi deber. La señora Hubbard te está haciendo un vestido negro; estará listo para la hora de la cena. La familia de tu madre llega esta noche. Han mandado un telegrama, y estoy decidida a que te encuentren vestida de una manera respetable. Ellos son ricos y se harán cargo de ti. Tu padre no dejó ni un centavo; aunque no hay deudas, eso hay que reconocérselo. ¿Has ido a ver el cadáver?
—¡No lo llames así! —exclamó Emily, encogiéndose. Era horrible que llamara
así a su padre.
—¿Por qué no? ¡Qué criatura más rara! Es un cadáver mucho más hermoso de lo que esperaba, dado lo desmejorado que estaba. Siempre fue un hombre muy bien
parecido, aunque un poco flaco.
—Ellen Greene —dijo Emily de pronto—, si sigues diciendo… esas cosas… de
mi padre, ¡te mandaré la maldición negra! Ellen Greene la miró.
—No sé a qué te refieres. Pero ésa no es manera de hablarme, después de todo lo
que hice por ti. Que los Murray no te oigan hablando así o no van a querer tener nada que ver contigo. ¡La maldición negra, caramba! ¡Vaya gratitud! A Emily le ardieron los ojos. Era una niña pequeña, solitaria, y tenía necesidad de
amigos. Pero no se arrepentía de lo que le había dicho a Ellen y no iba a simular que sí.
—Ven a ayudarme a lavar los platos —le ordenó Ellen—. Te irá bien tener algo
en que ocupar la mente, así no irás por ahí echándole maldiciones a la gente que se ha gastado las manos hasta los huesos por ti. Emily, con una elocuente mirada a las manos de Ellen, fue a buscar el paño para los platos.
—Tus manos son gordas y rollizas —le dijo—. No se te ven los huesos.
—¡No seas impertinente! Es espantoso, con tu pobre padre muerto. Pero si te
lleva tu tía Ruth, ya te curará esa costumbre de contestar.
—¿Me va a llevar la tía Ruth?
—No lo sé, pero sería lo mejor. Es viuda, no tiene a nadie y es muy rica.
—Creo que no quiero ir con la tía Ruth —dijo Emily con decisión tras reflexionar
un momento.
—Bueno, lo más probable es que no seas tú la que elija. Tendrías que agradecer
que te den un hogar en algún lado. Recuerda que no eres demasiado importante.
—Soy importante para mí misma —exclamó Emily, con orgullo.
—No va a ser nada fácil criarte —masculló Ellen—. En mi opinión, tu tía Ruth es
la indicada. Ella no consentirá tanta tontería. Es una buena mujer y la mejor ama de casa de la Isla Príncipe Eduardo. Se podría comer en el suelo de su casa.
—Yo no quiero comer en el suelo. No me importa que este sucio si el mantel está
limpio.
—Bueno, sus manteles también están limpios. Tiene una casa muy elegante en
Shrewsbury, con ventanas salientes y un marco de madera trabajada alrededor del techo. Es muy elegante. Sería un buen hogar para ti. Ella te enseñaría a tener un poco de sentido común y te haría mucho bien.
—No quiero aprender a tener sentido común ni que me hagan mucho bien —Gritó Emily, temblando—. Quiero… quiero que me quieran.
—Bueno, pero para que la gente te quiera tienes que portarte bien. Tú no tienes la
culpa; es tu padre quien te malcrió. Yo siempre se lo decía, pero él se limitaba a reírse. Espero que ahora no esté arrepentido. El caso es que eres rara, Emily Starr, y a la gente no le gustan los niños raros.
—¿Por qué soy rara? —preguntó Emily.
—Hablas de una manera rara, te comportas de una manera rara y a veces tienes un aspecto raro. Y pareces mayor de lo que eres, aunque eso no es culpa tuya. Es por no haber estado con otros niños. Yo siempre insistía a tu padre para que te mandara a la escuela, aprender en casa no es lo mismo, pero él no me hacía caso, por supuesto. No digo que no tengas los conocimientos aprendidos en libros que hay que tener, eso no: lo que te falta es aprender a ser como los demás niños. En cierto sentido, sería mejor que te fueras con tu tío Oliver, porque tiene una gran familia. Pero no tiene tanto dinero como los otros, de modo que no es probable que sea él quien te recoja. Tu tío Wallace sí, ya que se cree el jefe de la familia. Sólo tiene una hija, ya mayor.
Pero su esposa tiene la salud delicada, o eso dice.
—Me gustaría que me llevara la tía Laura —dijo Emily. Recordaba que su padre
había dicho que la tía Laura era parecida a su madre.
—¡La tía Laura! Ella no tiene opinión en ese tema, la que manda en la Luna
Nueva es Elizabeth. Jimmy Murray dirige la granja, pero tengo entendido que le falta un tornillo.
—¿Qué tornillo le falta? —preguntó Emily, curiosa.
—Ah, tiene algo que ver con la cabeza, niña. Es un poco tonto, un accidente
cuando era joven, dicen. Le estropeó la cabeza o algo así. Elizabeth tuvo algo que ver, no sé bien qué. No creo que los de la Luna Nueva quieran complicarse la vida contigo. Son muy rígidos. Sigue mi consejo y trata agradar a tu tía Ruth. Sé amable, y compórtate, y así tal vez le caigas bien. Ya está, ya están todos los platos. Ahora sube y no molestes.
—¿Puedo llevar a Mike y a Saucy Sal? —preguntó Emily.
—No, no puedes.
—Me hacen compañía —rogó Emily.
—Compañía o no compañía, no puedes llevártelos. Están fuera y fuera se quedan.
No los quiero metidos dentro de casa. Acabo de fregar el suelo.
—¿Por qué no fregabas el suelo cuando papá vivía? —preguntó Emily—. A él le
gustaban las cosas limpias. Entonces casi nunca lo fregabas. ¿Por qué lo haces ahora?
—¡Escuchadla! ¿Me voy a poner a fregar el suelo todos los días, con mi reuma?
Ve arriba y acuéstate un rato.
—Voy arriba, pero no me voy a acostar —dijo Emily—. Tengo mucho en que
pensar.
—Hay una cosa que yo te aconsejaría —dijo Ellen, decidida a no perder una
oportunidad de cumplir con su deber—, y es que te arrodilles y le pidas a Dios que te haga una niña buena, respetuosa y agradecida. Emily se detuvo al pie de la escalera y miró hacia atrás.
—Papá me decía que no tuviera nada que ver con tu Dios —dijo, con gravedad.
Ellen emitió una especie de gemido, pero no se le ocurrió ninguna respuesta a aquella herejía. Apeló al mundo entero.
—¿Cuándo se ha oído semejante cosa?
—Yo sé cómo es su Dios —dijo Emily—. Vi Su dibujo en el libro que tienes de
Adán y Eva. Lleva patillas y usa camisón. No me gusta. Me gusta el Dios de papá.
—¿Y cómo es el Dios de tu padre, si se me permite la pregunta? —replicó Ellen,
con sarcasmo.
Emily no tenía idea de cómo era el Dios de su padre, pero estaba decidida a no dejarse amilanar por Ellen.
—Es claro como la luna, rubio como el Sol, y terrible como un ejército con una
bandera —dijo, triunfante.
—Bueno, tú siempre tienes que tener la última palabra, ya te enseñaran modales los Murray —dijo Ellen, renunciando a la discusión—. Son presbiterianos estrictos y no tienen ninguna de las ideas espantosas de tu padre. Sube arriba.
Emily subió a la habitación que daba al sur; se sentía muy sola.
—Ahora no hay nadie que me quiera en el mundo —dijo haciéndose un ovillo
sobre la cama, junto a la ventana. Pero estaba decidida a no llorar. Los Murray, que habían odiado a su padre, no la verían llorar. Sentía que los odiaba a todos, excepto tal vez a la tía Laura. Qué grande y vacío había quedado el mundo de pronto. Ya no había nada interesante. No importaba que el pequeño manzano entre Adán y Eva se hubiera convertido en una belleza rosada y nívea, que las colinas que había detrás de la hondonada fueran de seda verde, envueltas en una aureola púrpura, que los narcisos hubieran florecido en el jardín, que los abedules estuvieran recubiertos de cintas de oro, que la Señora Viento soplara unas jóvenes nubes blancas a través del cielo. En ese momento nada de todo aquello tenía el menor encanto ni representaba el menor consuelo para ella. Su inexperiencia le hizo creer que jamás volvería a ser como antes.
—Pero le prometí a papá que sería valiente —susurró, apretando los puños—, y
lo seré. Y no permitiré que los Murray se den cuenta de que les tengo miedo, ¡no les tendré miedo! Cuando el lejano silbato del tren de la tarde sonó detrás de las colinas, el corazón de Emily comenzó a latir con fuerza. Apretó las manos y levantó la cara. —Por favor, ayúdame, Dios de papá, no Dios de Ellen —dijo—. Ayúdame a ser
valiente y a no llorar delante de los Murray. Al poco rato, abajo se oyó el ruido de ruedas y voces; voces altas, decididas. Entonces apareció Ellen, jadeando de subir las escaleras, con el vestido negro, una prenda horrible, de lana merina barata.
—Por suerte, la señora Hubbard lo ha terminado justo a tiempo. No quisiera que
los Murray te vieran sin un vestido negro ni por todo el oro del mundo. No podrán decir que no he cumplido con mi deber. Están todos aquí: los de la Luna Nueva, Oliver y su esposa, tu tía Addie, Wallace y su esposa, tu tía Eva y la tía Ruth, que en realidad es la señora Dutton. Ya está, lista. Ahora ven.
—¿No puedo ponerme mi collar de cuentas venecianas? —preguntó Emily.
—¡Dios del cielo! ¡Cuentas venecianas con un vestido de luto! ¡Qué vergüenza!
—¿Te parece momento para pensar en vanidades?
—¡No son vanidades! —exclamó Emily—. ¡Papá me regaló las cuentas en
Navidad, y quiero demostrar a los Murray que tengo algo!
—¡Basta de tonterías! ¡Vamos, te digo! A ver cómo te portas, de la impresión que
les causes dependen muchas cosas. Emily bajó rígida delante de Ellen y entró en la sala. Había ocho personas
sentadas en círculo, y de inmediato sintió la mirada crítica de dieciséis ojos extraños. Estaba muy pálida y fea con su vestido negro; las sombras púrpura que le habían quedado de tanto llorar le hacían los ojos demasiado grandes y hundidos. Estaba desesperadamente asustada y lo sabía, pero no permitiría que los Murray se dieran cuenta. Levantó la cabeza y se enfrentó con gallardía a la difícil prueba.
—Él —dijo Ellen, haciéndola girar— es tu tío Wallace. Emily se estremeció y tendió una mano fría. Supo de inmediato que el tío Wallace no le gustaba: era oscuro, adusto y feísimo, con cejas hirsutas y fruncidas y una boca severa, despiadada. Tenía bolsas debajo de los ojos y patillas muy cuidadas. Emily decidió, en aquel preciso instante, que no le gustaban las patillas.
—¿Cómo estás, Emily? —preguntó fríamente; con la misma frialdad, se inclinó hacia adelante y le dio un beso. Una repentina oleada de indignación inundó el alma de Emily. ¡Cómo osaba
besarla, él, que había odiado a su padre y repudiado a su madre! ¡No quería sus besos! Rápidamente, sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió la mejilla ultrajada.
—¡Caramba! ¡Caramba! —exclamó una voz desagradable del otro lado de la
habitación. El tío Wallace pareció a punto de decir muchísimas cosas, pero no se le ocurrió ninguna.
Ellen, con un gruñido de resignación, empujó a Emily hacia la siguiente silla.
—Tu tía Eva —dijo. La tía Eva estaba sentada, envuelta en un chal. Tenía la cara inquieta de los enfermos imaginarios. Le estrechó la mano a Emily y no dijo nada. Emily tampoco.
—Tu tío Oliver —anunció Ellen.
A Emily le gustó bastante el aspecto del tío Oliver. Era grande, gordo, colorado de
cara y tenía un aire jovial. Ella pensó que no le molestaría que él le diera un beso, a pesar de su áspero bigote blanco. Pero el tío Oliver había aprendido la lección del tío Wallace.
—Te doy una moneda por un beso —susurró, simpático. Una broma era la idea
del tío Oliver de ser amable y simpático, pero Emily no lo sabía, y no le gustó.
—Yo no vendo mis besos —dijo, levantando la cabeza con altivez, como podría haber hecho cualquiera de aquellos Murray. El tío Oliver rió; al parecer, aquello en vez de ofenderlo lo divirtió muchísimo.
Pero Emily oyó un carraspeo al otro lado de la habitación. La tía Addie era la siguiente. Era tan gorda, colorada de cara y jovial como su esposo y le dio un buen apretón a la mano helada de Emily.
—¿Cómo estás, querida? —preguntó.
El «querida» conmovió a Emily y la ablandó un poquito. Pero el siguiente Murray la congeló otra vez, al instante. Era la tía Ruth; Emily supo que era la tía Ruth antes de que Ellen se lo dijera, y supo que había sido la tía Ruth la que había dicho «caramba» y había carraspeado. Conocía los helados ojos grises, los cabellos opacos, castaños y repeinados, el cuerpo macizo y de escasa altura, la boca delgada, fruncida, despiadada. La tía Ruth le tendió la punta de los dedos, pero Emily no la tocó.
—Dale la mano a tu tía —dijo Ellen en voz baja irritada.
—Ella no quiere que le dé la mano —dijo Emily, con toda claridad—; así que no
se la voy a dar. La tía Ruth volvió la mano despreciada a su falda de seda negra.
—Eres una niña muy mal educada —dijo—. Pero era de esperar, obviamente. Emily sintió escrúpulos. ¿Había dejado mal la imagen de su padre con su
comportamiento? Tal vez, después de todo, tendría que haberle estrechado la mano a la tía Ruth. Pero ya era demasiado tarde, Ellen la había hecho avanzar.
—Éste es tu primo, James Murray —dijo Ellen, con el tono de disgusto de
alguien a quien no le gusta la tarea que tiene entre manos y está ansioso por que termine pronto.
—El primo Jimmy, el primo Jimmy —dijo el otro. Emily lo miró fijamente y
quedó encantada con él, de inmediato y sin reservas. Jimmy tenía la cara pequeña, sonrosada, de duende, con una barba gris bifurcada; los cabellos rizados y abundantes, nada parecidos al estilo Murray, eran castaños y brillantes; y los ojos grandes y castaños eran tan bondadosos y francos como los de un niño. Le dio un fuerte apretón de manos a Emily, aunque, mientras lo hacía, miró con una mirada interrogativa a la dama que estaba frente a él.
—Hola, gatita —dijo. Emily comenzó a sonreírle, pero su sonrisa fue, como siempre, de desarrollo tan lento, que Ellen la había cambiado de lugar antes de que ésta terminara de florecer, y fue la tía Laura la que se vio beneficiada con ella. La tía Laura se sobresaltó y empalideció. —¡La sonrisa de Juliet! —dijo, casi sin aliento; la tía Ruth volvió a carraspear. La tía Laura no tenía nada que ver con ninguno de los que estaban en la
habitación. Era casi guapa, de rasgos delicados y cabellos lacios y claros, con alguna que otra cana, peinados en apretadas trenzas recogidas en la cabeza. Pero fueron los ojos los que ganaron a Emily. Eran de un azul tan azul que era difícil recuperarse de la impresión. Y, cuando habló, lo hizo con una voz suave y hermosa.
—Pobre pequeña —dijo, rodeó a Emily con un brazo y le dio un abrazo. Emily devolvió el abrazo y se salvó por poco de que los Murray la vieran llorar.
La salvó el hecho de que de pronto Ellen la empujara hacia un rincón junto a la ventana.
—Y ella es tu tía Elizabeth. Sí, aquélla era la tía Elizabeth. No cabía la menor duda: lucía un vestido de raso negro, almidonado, tan rígido y fino que Emily estaba segura de que sería el mejor que tenía. A Emily le gustó. Pensara lo que pensase la tía Elizabeth de su padre, al menos le había profesado la muestra de respeto de ponerse su mejor vestido. Y la tía Elizabeth era muy elegante, con su altura, su delgadez, su austeridad, sus rasgos nítidos y un moño macizo de cabellos castaños grisáceos debajo de la cofia de encaje negro. Pero los ojos, de un azul acerado, eran tan fríos como los de la tía Ruth, y los labios largos y delgados permanecían apretados con severidad. Bajo su mirada fría y observadora, Emily se escondió dentro de sí misma y cerró la puerta de su alma. Le habría gustado caerle bien a la tía Elizabeth (que era la «jefa» de la Luna Nueva) pero no podía hacerlo. La tía Elizabeth le estrechó la mano y no dijo nada, la verdad era que no sabía exactamente qué decir. Elizabeth Murray no se habría sentido intimidada ante rey ni gobernador general alguno; el orgullo de los Murray la habría asistido en ese trance. Sin embargo se sentía turbada en presencia de aquella niña extraña, que miraba directamente a los ojos y que ya había demostrado ser cualquier cosa menos dócil y humilde. Aunque Elizabeth Murray no lo habría admitido jamás, no quería ser despreciada como les había pasado a Wallace y a Ruth.
—Ve a sentarte en el sofá —ordenó Ellen. Emily se sentó en el sofá con los ojos gachos: era una figurita frágil, oscura,
indomable. Doblo las manos sobre la falda y cruzó los tobillos. Que vieran que tenía modales. Ellen se retiró a la cocina, agradeciendo a las estrellas que aquello hubiera terminado. A Emily no le gustaba Ellen, pero se sintió abandonada cuando ella se fue. Ahora estaba sola ante el estrado de la opinión Murray. Habría dado cualquier cosa por estar fuera de esa habitación. Sin embargo, en lo más profundo de su cabeza, se formaba la intención de escribirlo todo en su cuaderno. Sería interesante. Los describiría a todos; se sabía capaz de hacerlo. Tenía una palabra exacta para los ojos de la tía Ruth: «grises como piedras». Eran igual que piedras, igual de duros, fríos e implacables. Entonces un dolor le atravesó el corazón. Su padre no podría leer nunca lo que ella escribiera en el cuaderno. A pesar de todo, quería escribirlo. ¿Cómo describiría los ojos de la tía Laura? Eran tan hermosos… decir sólo que eran «azules» no significaba nada, había cientos de personas con ojos azules, ¡ah!, ya lo tenía: «lagos azules»; si, eso mismo. ¡Y en aquel momento vino «el destello»! Era la primera vez desde la espantosa noche en que Ellen la esperó en la puerta. Ella creía que ya no acudiría, y ahora, en aquel momento y lugar tan poco adecuados, había acudido. Vio, con ojos que no eran los del sentido de la vista, el maravilloso mundo detrás del velo. El valor y la esperanza inundaron su pequeña alma fría como una oleada de luz rosada. Levantó la cabeza y miró a su alrededor con intrepidez, con «desfachatez», según diría más tarde la tía Ruth. Sí, los describiría a todos y cada uno de ellos en el cuaderno; la dulce tía Laura, el
agradable primo Jimmy, el viejo adusto del tío Wallace, el tío Oliver de cara de luna, la altiva tía Elizabeth y la detestable tía Ruth.
—Esa niña parece muy delicada —dijo la tía Eva, de pronto, con su voz
temblorosa y monótona.
—Bueno, ¿qué otra cosa se podía esperar? —dijo la tía Addie, con un suspiro que
a Emily le pareció que ocultaba algún sentido calamitoso—. Es demasiado pálida, si tuviera un poco de color no se vería tan mal.
—No sé a quién se parece —dijo el tío Oliver, mirando a Emily con atención.
—No es una Murray, eso es evidente —dijo la tía Elizabeth, con tono decidido y
desaprobatorio.
«Hablan de mí como si yo no estuviera», pensó Emily, mientras se le inflamaba el
corazón de indignación ante tanta indecencia.
—Tampoco se diría que es una Starr —opinó el tío Oliver—. Yo la veo más bien
parecida a los Byrd. Tiene el cabello y los ojos de su abuela.
—Tiene la nariz de George Byrd —dijo la tía Ruth, en un tono que no dejaba
dudas acerca de su opinión sobre la nariz de George.
—Y la frente del padre —dijo la tía Eva, también criticando.
—Tiene la sonrisa de su madre —dijo la tía Laura, pero tan bajo que nadie la oyó.
—Y las largas pestañas de Juliet, porque Juliet tenía pestañas muy largas, ¿no? —
dijo la tía Addie. Emily había llegado al límite de la tolerancia.
—¡Me hacéis sentir como si estuviera hecha de retazos! —exclamó, indignada. Los Murray la miraron. Tal vez sintieron algo de vergüenza pues, después de
todo, ninguno de ellos era un ogro y todos eran, más o menos, humanos. Al parecer a nadie se le ocurría nada que decir, pero el pesado silencio fue interrumpido por una risita del primo Jimmy, una risita baja, llena de diversión y desprovista de malicia.
—Tienes razón, gatita —dijo—. Enfréntate a ellos, defiéndete.
—¡Jimmy! —lo reprendió la tía Ruth. Jimmy se calló. La tía Ruth miró a Emily.
—Cuando yo era una niña —dijo—, nunca hablaba a menos que se me dirigieran
la palabra.
—Pero si nadie hablara hasta que le hablaran, no habría conversaciones —
argumentó Emily.
—Tampoco era respondona —continuó la tía Ruth, con seriedad—. En aquella
época las niñas eran bien educadas. Éramos amables y respetuosas de nuestros mayores. Nos enseñaban a estar en nuestro sitio; y eso hacíamos.
—No creo que se haya divertido mucho —dijo Emily, y en seguida gimió de
espanto. No había querido decirlo en voz alta, sino sólo pensarlo. Pero tenía muy arraigada la costumbre de pensar en voz alta con su padre.
—¡Divertirme! —dijo la tía Ruth, irritadísima—. Yo no pensaba en divertirme
cuando era una niña.
—Ya lo veo —dijo Emily, seria.
La voz y los modales eran perfectamente
respetuosos, porque estaba ansiosa por compensar su error involuntario. Pero la tía Ruth parecía con ganas de tirarle de las orejas. Aquella niña la estaba compadeciendo, insultándola al tenerle lástima, a ella, por su niñez impecable. Era intolerable, especialmente en una Starr. ¡Y aquel odioso de Jimmy ya se estaba riendo otra vez! ¡Elizabeth tendría que reprimirlo! Por suerte, en ese momento apareció Ellen Greene para anunciar que la cena estaba lista.
—Tú tienes que esperar —le susurró a Emily—. No hay sitio para ti en la mesa. Emily se alegró. Sabía que bajo la mirada de los Murray no comería ni un bocado.
Sus tíos y tías salieron con rigidez, sin mirarla, todos menos la tía Laura, que al llegar a la puerta se volvió y le lanzó un beso furtivo. Antes de que Emily pudiera devolvérselo, Ellen Greene cerró la puerta. Emily se quedó sola en la sala, que estaba cubriéndose de las sombras del
crepúsculo. El orgullo que la había permitido mantener el tipo en presencia de los Murray la abandonó de pronto y notó que llegaban las lágrimas. Fue derecha hacia la puerta cerrada al final de la sala, la abrió, y entró. El féretro de su padre estaba en medio de la pequeña habitación que había sido un dormitorio. Estaba cubierto de flores: los Murray habían hecho lo que correspondía, en eso como en todo lo demás. La gran ancla de rosas rojas traídas por el tío Wallace se erguía agresiva sobre la mesita de la cabecera. Emily no podía ver la cara de su padre a causa del almohadón de jacintos blancos, de un perfume espeso, colocado sobre el vidrio, y no se atrevía a moverlo. Pero se acurrucó en el suelo y apoyó la cabeza contra el lustroso ataúd. Allí la encontraron dormida cuando volvieron de cenar. La tía Laura la levantó y dijo:
—Voy a llevar a esta pobre criatura a la cama, está agotada. Emily abrió los ojos y miró a su alrededor con ojos somnolientos.
—¿Puedo llevar a Mike? —preguntó.
—¿Quién es Mike?
—Mi gato, mi gato gris.
—¡Un gato! —exclamó la tía Elizabeth, indignada—. ¡No vas a llevar a un gato a
tu dormitorio!
—¿Por qué no? Por una vez… —rogó Laura. —¡Por supuesto que no! —dijo la tía Elizabeth—. Un gato en el lugar donde se
duerme es de lo más antihigiénico. ¡Me extraña, Laura! Lleva a esa niña a la cama y que tenga suficiente ropa. Es una noche fría. Pero no quiero volver a oír hablar de dormir con gatos.
—Mike es un gato limpio —dijo Emily—. Se lava todos los días.
—¡Llévala a la cama, Laura! —dijo la tía Elizabeth, ignorando a Emily. La tía Laura se rindió, dócilmente. Llevó a Emily arriba, la ayudó a desvestirse y la acostó. Antes de quedarse dormida del todo, Emily sintió algo, suave, peludo y calentito, que se enrollaba ronroneando junto a su hombro. La tía Laura había bajado, había buscado a Mike y se lo había traído. La tía Elizabeth nunca se enteró y Ellen Greene no osó articular ni una palabra de protesta, pues, ¿no era Laura una Murray de la Luna Nueva?

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora