VII. «El Libro del Ayer»

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Aquellos dos primeros días -sábado y domingo- en la Luna Nueva permanecieron en el recuerdo de Emily como dos días maravillosos, plenos de impresiones nuevas y, en general, deliciosas. Si es cierto que «contamos el tiempo por los latidos de nuestro corazón», Emily vivió dos años en lugar de dos días. Todo fue fascinante desde el momento en que bajó por la larga escalera pulida y entró en el salón cuadrado, lleno de una suave luz rosada que entraba por los paneles de vidrio rojo de la puerta delantera. Emily miró encantada a través de los paneles. Qué extraño, contemplaba un fascinante mundo rojo, con un extraño cielo rojo que parecía, pensó ella, el cielo del Día del Juicio Final. En la vieja casa había un cierto encanto que Emily sintió intensamente y al cual reacciono, aunque era demasiado pequeña para comprenderlo. Era una casa que en otros tiempos había albergado a novias, madres y esposas vivaces, y la atmósfera de sus amores y de sus vidas todavía latía en ella; el régimen de solteronas de Elizabeth y Laura no la había anulado.
«Ay, la Luna Nueva me va a encantar», pensó Emily; asombrada. La tía Laura estaba poniendo la mesa para el desayuno en la cocina, que a la luz
del sol matutino se veía clara y alegre. Hasta el agujero negro del techo había dejado de ser amenazador y se había convertido en una entrada común y corriente al altillo de la cocina. Y en el umbral de arenisca roja estaba sentada Saucy Sal acicalándose tan satisfecha como si hubiera vivido toda su vida en la Luna Nueva. Emily no lo sabía, pero aquella mañana Saucy Sal ya había probado a fondo las delicias de la batalla con sus pares y les había enseñado a los gatos del granero cuál era su lugar para que en el futuro no hubiera dudas. El gran gato amarillo del primo Jimmy había recibido una buena zurra y se había quedado sin varios pedazos de su anatomía, mientras que una presumida gata negra, que se daba muchos aires, había decidido que si esa intrusa gris y blanca de cara larga que había salido quién sabía de dónde iba a quedarse en la Luna Nueva, ella no. Emily tomó a Sal en brazos y la besó con amor, provocando el horror de la tía Elizabeth, que llegaba de la cocina exterior con un plato de tocino chisporroteante.
-Que no vuelva a verte besar a un gato -ordenó.
-Ah, está bien -accedió Emily, de buen humor-. Sólo la besaré cuando no me veas.
-No me hace gracia tu impertinencia, señorita. No vas a darle besos a ningún gato.
-Pero, tía Elizabeth, yo no le he dado un beso en la boca, por supuesto, sino entre las orejas. Es bonito, ¿no quieres probarlo?
-Es suficiente, Emily. Ya has hablado bastante. -Y la tía Elizabeth avanzó
majestuosamente hacia la cocina, dejando a Emily triste durante un momento.
Sintió que había ofendido a la tía Elizabeth y no tenía la menor idea de por qué ni cómo. Pero la escena que se presentaba ante sus ojos era demasiado interesante para preocuparse mucho más por la tía Elizabeth. Un aroma delicioso venía de la cocina exterior, una construcción pequeña, con un techo inclinado donde en el verano se ponía el gran fogón. Estaba cubierta de lúpulo, como casi todas las edificaciones de la Luna Nueva. Hacia la derecha estaba el jardín «nuevo», precioso en ese momento que estaba florecido, si bien después de todo era un lugar bastante común y corriente ya que el primo Jimmy lo había cultivado de una manera muy moderna y tenía grano plantado en los amplios espacios abiertos entre las rectas filas de árboles que parecían todos iguales. Pero del otro lado del camino del granero, justo detrás del pozo, estaba «el jardín viejo», donde decía el primo Jimmy que crecían las aguileñas y que parecía ser un lugar hechizado donde los árboles habían crecido siguiendo su exclusiva voluntad y habían adoptado formas y tamaños originales, donde la hiedra azul se enrollaba alrededor de sus ramas y las rosas silvestres se amontonaban sobre la cerca gris. Un poco más allá, cerrando el panorama entre los jardines, había una pequeña elevación cubierta de inmensos abedules blancos, entre los cuales estaban los graneros de la Luna Nueva. Y, del otro lado del jardín nuevo, un precioso camino rojo serpenteaba colina arriba hasta que parecía tocar el intenso azul del cielo.
El primo Jimmy venía de los graneros, trayendo rebosantes baldes de leche, y Emily corrió con él hasta la lechería que quedaba detrás de la cocina exterior. Ella
jamás había visto ni imaginado un lugar tan precioso. Era un pequeño edificio blanco como la nieve en medio de un grupo de altos abetos. Grandes cojines de moho, parecidos a ratones de terciopelo verde, salpicaban el techo gris. Había que bajar seis escalones de arenisca, bordeados de helecho, abrir una puerta blanca que tenía un panel de vidrio y bajar tres escalones más. Y entonces te encontrabas en un lugar limpio, húmedo, fresco, con olor a tierra, con piso de arcilla y ventanas cubiertas con el delicado esmeralda de jóvenes lúpulos, alrededor había anchos estantes de madera, donde estaban los amplios y llanos recipientes de brillante cerámica marrón, llenos de leche cubierta con una capa de crema tan grasienta que era amarilla.
La tía Laura los esperaba; coló la leche dentro de unos recipientes vacíos y luego quito la nata de algunos de los que estaban llenos. A Emily le pareció que quitar la nata de la leche era una tarea fascinante y ansió poder intentarlo ella. También ansió sentarse allí mismo y escribir una descripción de aquella preciosa estancia pero, ay, no tenía su cuaderno. Aunque podía escribirlo en la cabeza. Se acuclilló en un taburete de tres patas en un rincón oscuro y se dispuso a hacerlo, tan quieta que Jimmy y Laura se olvidaron de ella, se fueron y luego tuvieron que salir a buscarla durante un cuarto de hora. Esto retrasó el desayuno e hizo enfadar mucho a la tía
Elizabeth. Sin embargo, Emily había encontrado la frase exacta para definir esa luz verde, clara y no obstante pálida que llenaba la lechería y estaba tan satisfecha que no le importó el aire tormentoso de la tía Elizabeth.
Después del desayuno, la tía Elizabeth informó a Emily que de allí en adelante uno de sus deberes sería llevar las vacas a pastar todas las mañanas.
-Jimmy no tiene a nadie que le ayude en estos momentos y le ahorrará algunos minutos.
-Y no tengas miedo -agregó la tía Laura-, las vacas conocen tan bien el
camino que irán solas. Lo único que tienes que hacer es seguirlas y cerrar los portones.
-No tengo miedo -dijo Emily, aunque si lo tenía. No sabía nada de vacas, pero estaba decidida a que los Murray no sospecharan que una Starr estaba asustada. Así fue que, con el corazón latiéndole como un martinete, salió valientemente y descubrió que lo que la tía Laura le había dicho era verdad y que las vacas no eran animales tan feroces, después de todo. Echaron a andar muy seriamente y ella se limitó a seguirlas,
primero a través del jardín viejo y luego a través de la plantación de arces y por un sendero retorcido cubierto de helechos, donde la Señora Viento ronroneaba y espiaba por detrás de los arboles.
Emily se detuvo en el portón del pastizal hasta que sus ojos ávidos absorbieron toda la geografía del paisaje. La vieja pradera se extendía ante ella en una sucesión de pequeños montículos verdes, justo hasta la orilla del famoso Blair Water, que era un estanque casi redondo con orillas ondulantes sin hierba ni árboles. Más allá estaba el valle de Blair Water, lleno de casas y, más allá todavía, la gran extensión del golfo blanco. A Emily le parecía una tierra encantada, de sombras verdes y aguas azules.
En un rincón del pastizal, separado por un viejo muro de piedra, había un pequeño cementerio privado donde estaban enterrados los Murray. Emily quería ir a
explorarlo, pero le dio miedo cruzar el pasto.
«Iré en cuanto tenga más confianza con las vacas», decidió.
Hacia la derecha, en la cima de una pequeña colina empinada cubierta de abedules y abetos jóvenes, había una casa que desconcertó e intrigó a Emily. Era gris y estaba castigada por el tiempo, pero no parecía vieja. No la habían terminado
nunca; el techo estaba terminado pero las paredes no, y las ventanas estaban tapiadas.
¿Por qué no la habían terminado? Iba a ser una casa preciosa, a la que se podría haber amado, una casa donde habría habido hermosos sillones, fuegos acogedores, bibliotecas y preciosos gatos gordos y ronroneantes en rincones inesperados; allí mismo le puso por nombre la Casa Desilusionada, y paso mucho tiempo terminando la casa, amueblándola como correspondía, e inventando a las personas y los animales
más propicios para vivir en ella.
Hacia la izquierda de la pradera había un edificio de un estilo muy diferente: una
casa grande, vieja, cubierta de hiedra, de techo plano, con ventanas en las buhardillas y aspecto general de dejadez y abandono. Un parque grande y enmarañado, lleno de arbustos descuidados y de árboles, se extendía hasta el estanque, donde unos enormes sauces se inclinaban hacia el agua. Emily decidió preguntarle al primo Jimmy sobre las casas a la primera oportunidad.
Pensó que, antes de regresar, debía saltar el cerco de la pradera y explorar cierto
sendero que se adentraba en el bosque de abetos y arces. Lo hizo y descubrió que llevaba directo a la Tierra de las Hadas, a lo largo de la orilla de un pequeño arroyo ancho y precioso, era un sendero silvestre maravilloso, bordeado de helechos que se mecían y hacían señas, con violetas encantadas bajo los abetos blancos y
sorprendentes parajes bellos en cada curva. Aspiró el aroma de los abetos blancos y vio el brillo de las telarañas en las ramas altas, y en todas partes las danzas de las luces y las sombras encantadas. Aquí y allá las ramas de los arces jóvenes se cruzaban haciendo una cortina para los rostros de las ninfas del bosque; Emily lo sabía todo sobre las ninfas, gracias a su padre, y las grandes sábanas de musgo que había debajo de los árboles eran lechos para Titania.
-Éste es uno de los lugares donde crecen los sueños -dijo Emily, feliz.
Deseó que el sendero continuara hasta el infinito, pero al final se apartaba del arroyo y, al atravesar una vieja cerca de madera mohosa, se encontró en el «jardín
delantero» de la Luna Nueva, donde el primo Jimmy podaba unas reinas de los prados.
-Ay, primo Jimmy, he descubierto un caminito precioso -dijo Emily, sin
aliento.
-¿Uno que sale del bosque de John el Altivo?
-¿No es nuestro bosque? -preguntó Emily, algo decepcionada.
-No, pero tendría que serlo. Hace cincuenta años el tío Archibald vendió ese pedazo de tierra al padre de John el Altivo, el viejo Mike Sullivan. Él construyó una casita cerca del estanque y allí vivió hasta que se peleó con el tío Archibald, lo que
sucedió casi en seguida, por supuesto. Entonces se mudó del otro lado del camino, que es donde vive ahora. Elizabeth ha intentado comprarle la tierra, ofreciéndole más de lo que vale, pero John el Altivo no quiere vender, por despecho, ya que tiene una buena granja y ese pedazo no le sirve de mucho. Sólo apacenta unas cuantas vacas jóvenes en verano, y lo que estaba limpio se está llenando de brotes de arces. Es una
espina que Elizabeth tiene clavada y seguirá teniéndola mientras John el Altivo siga atado a su rencor.
-¿Por qué le dicen John el Altivo?
-Porque es alto y altivo. Pero no te preocupes por él. Quiero enseñarte mi jardín, Emily. Es mío. Elizabeth es ama y señora de la granja, pero me deja el jardín, para compensar por haberme tirado al pozo.
-¿Ella hizo eso?
-Sí. No fue adrede, claro. Éramos pequeños y yo estaba de visita. Los hombres estaban poniéndole un brocal nuevo al pozo y limpiándolo. Estaba abierto y nosotros jugábamos al pilla-pilla alrededor de él. Yo puse furiosa a Elizabeth, no me acuerdo qué le dije, aunque no era nada difícil, ya me entiendes, y ella quiso pegarme en la cabeza. Yo la vi venir, retrocedí para esquivarla y me caí de cabeza. No me acuerdo de nada más. En el fondo no había más que barro, pero me di con la cabeza en las paredes de piedra. Me sacaron creyéndome muerto, con la cabeza llena de cortes. La pobre Elizabeth estaba... -el primo Jimmy sacudió la cabeza, como para dar a entender que era imposible describir cómo estaba la pobre Elizabeth-. Al poco rato reaccioné, casi como nuevo. Según la gente, no quedé del todo bien, pero lo dicen porque soy poeta y porque nunca me inquieto por nada. Los poetas son tan escasos en Blair Water que la gente no los entiende, y la mayoría de las personas se inquietan por tantas cosas que creen que uno no está bien si no hace lo mismo.
-¿Me recitarías alguna de tus poesías, primo Jimmy? -preguntó Emily, ansiosa.
-Cuando el espíritu me lo pida, lo haré. No tiene sentido pedírmelo cuando el espíritu no me impulsa a ello.
-Pero ¿cómo voy a saber cuándo el espíritu te lo pide, primo Jimmy?
-Porque me pondré a recitar mis composiciones por propia voluntad. Pero te diré algo: el espíritu generalmente me incita a hacerlo en otoño, cuando hiervo las patatas para los cerdos. Recuérdalo y no te alejes de mí entonces.
-¿Por qué no escribes las poesías?
-El papel es muy escaso en la Luna Nueva, Elizabeth economiza con algunas cosas insignificantes, y el papel de cualquier tipo es una de ellas.
-Pero ¿tú no tienes dinero propio, primo Jimmy?
-Ah, Elizabeth me paga bien. Pero me pone todo el dinero en el Banco y me da unos pocos dólares de vez en cuando. Dice que no se me puede confiar dinero.
Cuando vine a trabajar aquí para ella me pagó a fin de mes y yo fui a Shrewsbury a meterlo en el Banco. En el camino me encontré con un vagabundo, un pobre hombre desamparado que no tenía un centavo. Le di mi dinero. ¿Por qué no? Yo tenía una buena casa, un trabajo fijo y ropa suficiente para que me durara años. Supongo que fue lo más tonto que hice en mi vida, y lo más hermoso. Pero Elizabeth nunca lo entendió. Desde entonces se ocupa de mi dinero. Pero ven y te enseñaré mi jardín, que después tengo que ir a plantar rábanos.
El jardín era un lugar hermoso, que justificaba el orgullo del primo Jimmy.
Parecía un jardín que ninguna helada pudiera marchitar y en el que no pudiera soplar ningún viento fuerte; un jardín evocador de cien veranos desaparecidos. Estaba rodeado por un alto seto de abetos recortados, espaciados a intervalos por altos álamos de Lombardía. El lado norte estaba cerrado por una fila de abetos; a sus pies crecía una larga fila de peonías, esplendidas con grandes flores rojas contrastando con la oscuridad de aquéllos. En medio del jardín crecía un gran abeto, y bajo él había un
banco de piedra, hecho con piedras de la costa, alisadas por el largo trabajo del viento y de las olas. En el rincón del sudeste había un enorme lecho de lilas, recortadas para semejar un gran árbol inclinado, gloriosamente coronado de púrpura. Un cenador cubierto de hiedra ocupaba el rincón sudoriental. Y en el rincón nororiental, justo en el lugar donde el amplio sendero rojo bordeado de césped y adornado con caracolas de mar rosadas continuaba su camino hacia el bosque de John el Altivo había un gran
reloj de sol de piedra gris. Emily nunca había visto uno y se quedó mirándolo, fascinada.
-Tu tatarabuelo, Hugh Murray, lo trajo de Europa -explicó el primo Jimmy-.
No hay ninguno tan bonito en las Provincias Marítimas. Y el tío George Murray compró esas caracolas en las Indias. Era capitán.
Emily miró alrededor, encantada. Ante sus ojos infantiles el jardín era precioso y la casa espléndida. Ésta tenía un gran porche delantero con columnas griegas, que se tenían por muy elegantes en Blair Water y contribuían en gran medida a justificar el orgullo de los Murray. Un maestro de la escuela había dicho que le daban un aire clásico a la casa. A decir verdad, el efecto clásico había sido parcialmente sofocado por la hiedra que trepaba por todo el porche y pendía en festones verde pálido sobre las hileras de macetas con geranios que flanqueaban los escalones.
A Emily se le hinchó el corazón de orgullo.
-Es una casa noble -dijo.
-¿Y mi jardín? -preguntó el primo Jimmy, celoso.
-Digno de una reina -dijo Emily, con un tono serio y sincero.
El primo Jimmy asintió, contento, y entonces un extraño sonido le brotó de la garganta y una mirada rara le apareció en los ojos.
-Hay un embrujo sobre este jardín. Las plagas no lo atacan y los gusanos pasan de largo. La sequía no osa invadirlo y la lluvia cae aquí suavemente.
Emily retrocedió un paso, involuntariamente y le dieron ganas de salir corriendo. Pero el primo Jimmy ya había vuelto a ser el de siempre.
-El césped que rodea el reloj de sol ¿no te parece terciopelo verde? Me ha dado mucho trabajo, te lo aseguro. En este jardín te sientes como en tu casa. -El primo Jimmy hizo un gesto generoso-. Te confiero libertad sobre él. Que tengas suerte y que encuentres el Diamante Perdido.
-¿El Diamante Perdido? -preguntó Emily con curiosidad. ¿Qué seria aquello tan fascinante?
-¿Nunca has oído la historia? Te la contaré mañana, en la Luna Nueva los domingos son días de no hacer nada. Tengo que ir a plantar los rabanitos ahora o
Elizabeth saldrá a buscarme. No dice nada, sólo me mira. ¿Alguna vez has visto la verdadera mirada de los Murray?
-Creo que la vi cuando la tía Ruth me sacó de debajo de la mesa -dijo Emily, con pesar.
-No, no. Ésa era la mirada de Ruth Dutton: desdén, malicia y la más absoluta falta de caridad. Odio a Ruth Dutton. Se ríe de mi poesía, aunque jamás ha oído un verso. El espíritu nunca me lo pide cuando Ruth está cerca. No sé de dónde la sacaron. Elizabeth es excéntrica, pero es sólida como una nuez, y Laura es una santa.
Pero Ruth está carcomida por los gusanos. En cuanto a la mirada de los Murray, ya te darás cuenta cuando la veas. Es tan conocida como el orgullo de los Murray. Somos una raza rara, pero también las mejores personas que han existido. Mañana te contaré de nosotros.
El primo Jimmy cumplió su promesa mientras las tías estaban en la iglesia. En un cónclave familiar se había decidido que aquel domingo Emily no iría a la iglesia.
-No tiene nada apropiado que ponerse -dijo la tía Elizabeth-. Para el domingo próximo le conseguiremos otra ropa.
Emily se desilusionó al saber que no iría a la iglesia. La iglesia, en las contadas ocasiones en que había ido, le había parecido siempre un lugar muy interesante. En Maywood quedaba demasiado lejos para que su padre fuera caminando, pero a veces el hermano de Ellen Greene las había llevado a las dos.
-Tía Elizabeth -preguntó, pensativa-, ¿te parece que Dios se ofenderá mucho
si me pongo mi vestido negro para ir a la iglesia? Claro que es barato, creo que Ellen Greene lo pagó con su propio dinero, pero me tapa de los pies a la cabeza.
-Las niñas pequeñas que no entienden nada deben refrenar la lengua -dijo la tía Elizabeth-. No quiero que la gente de Blair Water vea a mi sobrina vestida con
ropa tan hosca como ese vestido negro de lana merina. Y si lo pagó Ellen Greene, tenemos que devolverle el dinero. Tendrías que habérnoslo dicho antes de que nos fuéramos de Maywood. No, hoy no vas a ir a la iglesia. Mañana puedes ponerte el vestido negro para ir a la escuela. Lo cubriremos con un delantal.
Emily se resignó a quedarse en casa con un suspiro de decepción pero, al fin de
cuentas, fue muy agradable. El primo Jimmy la llevó a caminar hasta el estanque, le enseñó el cementerio y le abrió el Libro del Ayer.
-¿Por qué los Murray están enterrados aquí? -preguntó Emily-. ¿Es verdad que son demasiado importantes para que los entierren con la gente común?
-No, no, gatita. No llevamos nuestro orgullo tan lejos. Cuando el viejo Hugh Murray se instaló en la Luna Nueva, no había más que bosques en kilómetros y
kilómetros a la redonda y ningún cementerio más cercano que el de Charlottetown.
Por eso a los viejos Murray los enterraban aquí; después seguimos haciéndolo porque queríamos yacer con los nuestros, aquí, en las verdes orillas del antiguo Blair Water.
-Eso parece un verso de un poema, primo Jimmy -dijo Emily.
-Y lo es, es un verso de un poema mío.
-Me gusta la idea de un cementerio exclusivo como éste -dijo Emily, decidida, mirando alrededor con aprobación el césped aterciopelado que bajaba hasta el estanque azul, los propios senderos, las tumbas bien cuidadas.
El primo Jimmy rió.
-Y pensar que dicen que no eres una Murray -dijo-. Murray, Byrd y Starr, y un toquecito de Shipley para completarlo, si el primo Jimmy no se equivoca.
-¿Shipley?
-Sí, la esposa de Hugh Murray, tu tatarabuela, era una Shipley, inglesa. ¿Sabes llegaron los Murray a la Luna Nueva?
-No.
-Iban a Quebec, no tenían la menor intención de quedarse en la Isla Príncipe
Eduardo. Fue un viaje muy difícil y se les estaba terminando el agua potable, así que el capitán de la Luna Nueva desembarcó aquí para aprovisionarse de agua. Mary Murray había estado a punto de morirse en la travesía a causa de los mareos, no se recuperó en todo el viaje y el capitán, apiadándose de ella, le permitió bajar a tierra con los hombres y pisar suelo firme durante una o dos horas. Ella bajó muy contenta y, cuando estuvo abajo, dijo: «Aquí me quedo». Y se quedó. Nada pudo hacerla cambiar de idea. El viejo Hugh, que entonces era el joven Hugh, claro, intento persuadirla, le gritó, la amenazó y discutió, y hasta dicen que terminó llorando, pero Mary no se movía. Al fin él cedió, hizo bajar sus pertenencias y también se quedó. Así fue como los Murray llegaron a la Isla Príncipe Eduardo.
-Me alegro de que haya sido así -dijo Emily.
-Lo mismo le sucedió al viejo Hugh con el correr del tiempo. Pero nunca dejó de dolerle, Emily, nunca dejó de dolerle. Nunca perdonó de corazón a su esposa. La tumba de Mary está ahí en el rincón, es la que tiene la losa roja. Ve y mira lo que él hizo inscribir.
Emily corrió, llena de curiosidad. En la gran losa había grabado uno de esos epitafios largos de otros tiempos. Pero debajo del epitafio no había un verso de la
Biblia ni un salmo piadoso. En letras claras y nítidas, a través de los años y del liquen, se leía: «Aquí me quedo».
-Así fue cómo se vengó -dijo el primo Jimmy-. Fue un buen esposo para ella, y ella fue una buena esposa que le dio una buena familia, y él jamás volvió a ser el
mismo después de su muerte. Pero lo otro lo había atormentado, hasta que al fin tuvo que salir a la superficie.
Emily se estremeció. De alguna manera, pensar en aquel viejo antepasado lúgubre
con su rencor persistente contra la persona más cercana, a quien más quería, era bastante aterrador.
«Me alegro de ser sólo medio Murray», dijo para sí. Y en voz alta:
-Papá me dijo que era una tradición de los Murray no llevar ninguna disputa
más allá de la muerte.
-Así es ahora, pero surgió de este hecho, precisamente. La familia de él se horrorizó, imagínate. Fue un escándalo considerable. Algunos torcieron el significado y dijeron que Hugh no creía en la resurrección y se habló de que el tribunal lo discutiera, pero después de un tiempo las habladurías cesaron.
Emily saltó a otra losa cubierta de liquen.
-Elizabeth Burnley, ¿quién fue, primo Jimmy?
-La esposa del viejo William Murray. Era el hermano de Hugh y vino aquí cinco años después que él. Su esposa era una gran belleza y había sido muy cortejada en el
Viejo Mundo. A ella no le gustaban los bosques de la Isla Príncipe Eduardo. Añoraba su país, Emily, lo añoraba de una manera escandalosa. No se quitó el sombrero durante semanas después de llegar, y caminaba de un lado a otro con el sombrero puesto, exigiendo que la llevaran de vuelta a su casa.
-¿No se lo quitaba para acostarse? -preguntó Emily.
-No sé si dormía. La cuestión es que William no quiso llevarla de regreso y al cabo del tiempo ella se quitó el sombrero y se resignó. Su hija se casó con el hijo de
Hugh, de manera que Elizabeth fue sólo tatarabuela.
Emily miró la tumba verde hundida y se preguntó si algún sueño de su tierra
había perturbado el descanso de cien años de Elizabeth Burnley.
«Es horrible tener nostalgia, yo lo sé», pensó, solidaria.
-El pequeño Stephen Murray está enterrado ahí -prosiguió el primo Jimmy-.
La suya fue la primera losa de mármol del cementerio. Era hermano de tu abuelo y
murió a los doce años. Él -dijo el primo Jimmy, solemne-, se ha convertido en una
leyenda de los Murray.
-¿Por qué?
-Era hermoso, inteligente y bueno. No tenía ni un solo defecto, de manera que, claro, no podía vivir. Dicen que jamás hubo un niño tan hermoso. Y encantador. Todo el mundo lo quería. Ya hace noventa años que murió. Ni uno de los Murray vivos en
la actualidad llegó a conocerlo, y sin embargo hablamos de él en las reuniones familiares y es más real que muchos de los vivos. Ya ves, Emily, tuvo que haber sido un niño extraordinario, pero terminó en eso.
-Y el primo Jimmy señalo la tumba
cubierta de césped y la losa blanca y prolija.
«Me pregunto -pensó Emily-, si alguien se acordará de mí noventa años después de mi muerte».
-Este viejo camposanto está casi lleno -reflexionó el primo Jimmy-. Apenas
hay lugar en aquel rincón para Elizabeth y Laura, y para mí. No hay lugar para ti, Emily.
-Yo no quiero que me entierren aquí -replicó Emily-. Me parece espléndido tener un cementerio como éste en la familia, pero a mí me van a enterrar en
Charlottetown con papá y mamá. Hay una cosa que me preocupa, primo Jimmy, ¿a ti te parece que me moriré de tuberculosis?
El primo Jimmy la miró muy serio a los ojos.
-No -contestó-, no, señora gatita. Tienes mucha vida, que te llevará muy lejos. No estás destinada a morir.
-Yo creo lo mismo -dijo Emily, asintiendo-. Y ahora, primo Jimmy, ¿por qué esa casa de ahí está desilusionada?
-¿Cuál? Ah, la casa de Fred Clifford. Fred Clifford comenzó a construir esa casa
hace treinta años. Iba a casarse y su novia eligió el lugar. Y cuando la casa estaba así
como tú la ves, ella lo dejó, Emily, en su propia cara lo abandonó. No pusieron ni un clavo más. Fred se fue a la Columbia británica. Todavía vive allá, casado y feliz. Pero no quiere venderle ese terreno a nadie, por eso yo creo que todavía le duele.
-Me da mucha lástima esa casa. Ojalá la hubieran terminado. Quiere ser una
casa terminada, todavía quiere serlo.
-Quizá, pero no creo que jamás lo sea. Fred tenía gotas de sangre Shipley. Una de las hijas del viejo Hugh fue abuela suya. Y el doctor Burnley de esa gran casa gris
tiene más que unas gotas.
-¿Él también es pariente nuestro, primo Jimmy?
-Primo cuadragésimo segundo. Una prima de Mary Shipley era su bisabuela o lo que fuere. Era en el Viejo Mundo; sus antepasados vinieron después que los nuestros. Es un buen médico pero un tipo raro, mucho más raro que yo, Emily, y sin embargo nadie dice que a él le falta un tornillo. Es ridículo ¿no? Él no cree en Dios, por ejemplo, y yo no soy tan tonto.
-¿En ningún Dios?
-En ningún Dios. Es un ateo, Emily. Y está educando a su hija pequeña de la misma manera; a mí me parece una infamia, Emily -dijo el primo Jimmy,
confidencialmente.
-¿Y la madre no le enseña otras cosas?
-La madre... murió -respondió el primo Jimmy, con una extraña vacilación-.
Hace diez años -añadió, con tono más firme-. Ilse Burnley es una buena niña, tiene el cabello como los narcisos y ojos como diamantes amarillos.
-Ay, primo Jimmy, me prometiste que me hablarías del Diamante Perdido - exclamó Emily, entusiasmada.
-Seguro, seguro. Bien, está en alguna parte cerca del cenador o dentro de él.
Hace cincuenta años Edward Murray y su esposa vinieron de visita desde Kingsport.
Ella era toda una dama, cubierta de sedas y diamantes, como una reina; aunque no era ninguna belleza. Llevaba un anillo con una piedra que había costado doscientas libras, Emily. Eso era muchísimo dinero para que una mujer lo llevara en el dedo, ¿no? Cuando se recogía el vestido para subir los escalones del cenador, resplandecía en su mano blanca, pero cuando los bajó ya no lo tenía.
-¿Y nunca lo encontraron? -preguntó Emily, sin aliento.
-Nunca, y no porque no lo hubieran buscado. Edward Murray quería que derribaran el cenador, pero el tío Archibald no quiso ni oírlo, porque lo había
construido para su novia. Los dos hermanos discutieron y ya no se reconciliaron jamás. Todos los miembros de la familia se han dedicado en un momento u otro a buscar el anillo. Casi todos piensan que se cayó entre las flores o los arbustos. Pero yo sé la verdad, Emily. Yo sé que el diamante de Miriam Murray está todavía en el cenador. En las noches de luna lo he visto refulgir, refulgir y llamar. Pero nunca en el mismo lugar y, cuando voy a buscarlo ya no está, y lo veo riéndose desde otro lugar.
Otra vez apareció aquello fantasmal, indefinible, en la voz o en la mirada del
primo Jimmy que provocó en Emily un súbito escalofrió en la espalda. Pero le
encantaba la manera en que él le hablaba, como si ella fuera una adulta, y le
encantaba la hermosa tierra que la rodeaba y, a pesar de la pena por su padre y por la casita de la hondonada, que persistía siempre y le dolía tanto por las noches que su almohada se mojaba con lágrimas secretas, comenzaba a alegrarse otra vez por el atardecer, por las canciones de los pájaros y las tempranas estrellas blancas, por las noches de luna y los vientos silbantes. Sabía que la vida allí sería maravillosa, maravillosa e interesante, con cocinas exteriores, lecherías llenas de nata, senderos junto al estanque, relojes de sol, Diamantes Perdidos, Casas Desilusionadas y hombres que no creían en ningún Dios, ni siquiera en el Dios de Ellen Greene. Emily esperaba ver pronto al doctor Burnley. Tenía mucha curiosidad por ver cómo era un ateo. Y ya había decidido que encontraría el Diamante Perdido.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora