XXIX. Sacrilegio.

49 12 1
                                    

Ese invierno y esa primavera, había habido varios encontronazos entre la tía Elizabeth y Emily. En general, salía victoriosa la tía Elizabeth; había algo en ella que se negaba a renunciar a la satisfacción de hacer su voluntad, aun en asuntos triviales. Pero, de vez en cuando, se había encontrado con esa extraña veta de granito en el carácter de Emily que no se rendía, no se doblaba, ni se rompía. Mary Murray, fallecida hacía ya cien años, había sido, según constaba en las crónicas de la familia, una criatura gentil y sumisa, pero ella también tenía esa veta, como atestiguaba ampliamente su «Aquí me quedo». Cuando la tía Elizabeth intentaba manejar aquella cualidad de Emily, siempre llevaba la peor parte. Sin embargo, no aprendía la lección sino que persistía aun con mayor rigor en su política de severidad, pues, a medida que Laura bajaba dobladillos y soltaba frunces, se daba cuenta de que Emily pronto se convertiría en una persona adulta; veía las olas y los arrecifes amenazando su porvenir, magnificados por las tinieblas de los años desconocidos. No podía permitir que Emily se le fuera de las manos ahora, para que más adelante naufragara como le había sucedido a su madre, o como Elizabeth Murray firmemente creía que le había sucedido. En suma: no habría más fugas de la Luna Nueva. Una de las cosas por las que discutían era el hecho de que Emily, según descubrió la tía Elizabeth un día, tenía por hábito utilizar el dinero de los huevos para comprar papel en cantidades superiores a lo que aprobaba la tía Elizabeth. ¿Qué hacía Emily con tanto papel? Discutieron al respecto hasta que, al fin, la tía Elizabeth descubrió que Emily escribía cuentos. Emily había estado escribiendo cuentos todo el invierno bajo las narices de la tía Elizabeth sin que ella lo sospechara. Había supuesto que Emily escribía redacciones para la escuela.
La tía Elizabeth vagamente sabía que Emily escribía rimas tontas que ella llamaba «poesía», pero esto no la preocupaba mucho. Jimmy también inventaba tonterías similares. Era tonto, pero inofensivo y a Emily sin duda se le pasaría algún día. A Jimmy no se le había pasado, por supuesto, pero, claro, su accidente (a Elizabeth siempre se le encogía un poco el alma al recordarlo) lo había dejado más o menos convertido en un niño para toda la vida. Pero escribir cuentos era un asunto diferente, y la tía Elizabeth estaba horrorizada.
La ficción de cualquier tipo era algo abominable. Elizabeth Murray había sido criada en esa creencia y a sus años no se había apartado de ella. Pensaba, con toda sinceridad, que era pernicioso y pecaminoso jugar a las cartas, bailar o ir al teatro, leer o escribir novelas y, en el caso de Emily, había un rasgo peor: era su herencia Starr que salía a la superficie, en especial la herencia de Douglas Starr. Ningún Murray de la Luna Nueva había sido culpable de escribir «cuentos» ni de querer escribirlos. Era un brote extraño que había que podar sin piedad. La tía Elizabeth aplicó las tijeras de podar y no se encontró con una débil y superficial raíz sino con la veta de granito enraizada. Emily se mostró respetuosa, razonable y sincera; no
compró más papel con el dinero de los huevos, pero le dijo a la tía Elizabeth que no podía renunciar a escribir cuentos y siguió escribiéndolos, en pedazos de papel de
estraza, de envolver y en la parte de atrás de las circulares que las firmas de maquinaria agrícola le enviaban al primo Jimmy.
—¿No sabes que es absurdo escribir novelas? —le preguntó la tía Elizabeth.
—Ah, pero yo no escribo novelas… todavía —contestó Emily—. No tengo papel suficiente. Son sólo cuentos. Y no es absurdo. A papá le gustaban las novelas.
—Tu padre… —comenzó a decir la tía Elizabeth, pero se detuvo. Recordó que ya en otras ocasiones Emily había reaccionado mal cuando se decía algo despectivo de su padre. Sin embargo, el hecho de haberse sentido misteriosamente obligada a interrumpirse irritó a Elizabeth, que durante toda su vida había dicho en la Luna
Nueva lo que le había dado la gana, sin mucha consideración hacia los sentimientos de los demás.
—No vas a escribir más cosas como ésta. —La tía Elizabeth agitó
desdeñosamente El secreto del castillo bajo las narices de Emily—. Te lo prohíbo, recuérdalo, te lo prohíbo.
—Ah, pero yo tengo que escribir, tía Elizabeth —dijo Emily, con seriedad,
doblando sus manos hermosas y delgadas sobre la mesa y mirando directamente a la
cara llena de ira de la tía Elizabeth, con esa mirada firme y sólida que la tía Ruth llamaba poco infantil—. Así son las cosas. Es algo que llevo dentro. No puedo evitarlo. Y papá me decía que tenía que seguir escribiendo siempre. Me decía que algún día sería famosa. ¿No te gustaría tener una sobrina famosa, tía Elizabeth?
—No voy a discutir este asunto —replicó la tía Elizabeth.
—Yo no estoy discutiendo, sólo explicando. —Emily era exasperante en su
respeto—. Sólo quiero que comprendas por qué tengo que seguir escribiendo cuentos,
aunque siento muchísimo que tú no lo apruebes.
—Si no lo dejas, Emily, esto, que es peor que una tontería, yo…
La tía Elizabeth se detuvo, sin saber decir qué haría. Emily era ya demasiado grande para que la castigaran físicamente o la encerraran y era inútil soltar, como estuvo a punto «te echaré de la Luna Nueva», porque Elizabeth Murray sabía a la perfección que no echaría a Emily de la Luna Nueva, que no podía echarla, aunque
esta certeza estaba todavía en sus sentimientos y aún no había sido pasada a su
intelecto. Sólo se sintió impotente y eso la enfurecía, el caso es que Emily era dueña de la situación y, con toda calma, siguió escribiendo cuentos. Si la tía Elizabeth le hubiera pedido que dejara de hacer encaje o de preparar caramelos de melaza, o de comer las deliciosas galletitas de la tía Laura, Emily lo habría hecho obediente y
sumisa, aunque todas esas cosas le encantaban. Pero dejar de escribir cuentos, caramba, era como si la tía Elizabeth le hubiera pedido que dejara de respirar. ¿Por qué no podía comprenderlo? A Emily le parecía sencillo e indiscutible.
—Teddy no puede evitar dibujar, Ilse no puede evitar recitar y yo no puedo evitar escribir. ¿Te das cuenta, tía Elizabeth?
—De lo que me doy cuenta es de que eres una niña desagradecida y desobediente —dijo la tía Elizabeth.
Aquello le dolió terriblemente a Emily, pero no podía ceder, y siguió habiendo un
encono y una desaprobación entre ella y la tía Elizabeth en todos los pequeños detalles de la vida cotidiana que más o menos envenenaron la existencia a la niña, tan
sensible a su entorno y a los sentimientos que sus allegados expresaban hacia ella.
Emily lo notaba siempre, excepto cuando escribía cuentos. Entonces se olvidaba de todo, vagabundeando por algún país encantado entre el sol y la luna, donde veía seres
maravillosos a los que intentaba describir y hechos maravillosos que intentaba registrar, y volvía a la cocina iluminada por la luz de las velas con una sensación de aturdimiento, como si hubiera pasado años en la Tierra de Nadie.
Ni siquiera la tía Laura la apoyaba en este tema. La tía Laura pensaba que Emily debía ceder en un asunto tan poco importante y complacer a la tía Elizabeth.
—Pero no es poco importante —decía Emily, desesperándose—. Para mí es lo más importante del mundo, tía Laura. Ay, yo esperaba que tú me entendieras.
—Entiendo que te guste escribir, querida, y a mí me parece un entretenimiento
inofensivo. Pero por alguna razón a Elizabeth no le gusta y por eso creo que deberías dejar de hacerlo. No es algo demasiado importante, en realidad es una pérdida de tiempo.
—No, no —replicaba la desolada Emily—. Ya verás, tía Laura, algún día escribiré libros de verdad, y ganaré mucho dinero —añadió, percibiendo que los
prácticos Murray medían la naturaleza de casi todas las cosas con la vara del dinero. La tía Laura sonrió con indulgencia.
—Dudo de que te hagas rica de esa manera, querida. Sería más sensato que emplearas tu tiempo preparándote para algún trabajo útil.
Era enloquecedor que la trataran con condescendencia, enloquecedor que nadie se diera cuenta de que ella tenía que escribir, enloquecedor que la tía Laura adoptara una
actitud tan dulce, tan cariñosa y tan estúpida.
«Ay —pensó Emily con amargura—, si ese odioso director del Enterprise hubiera publicado mi poema, entonces creerían en mí».
—Por lo menos —le aconsejó la tía Laura—, que Elizabeth no te vea escribiendo.
Pero, por alguna razón, Emily no podía seguir ese prudente consejo. En otras ocasiones, había conspirado con la tía Laura para engañar a la tía Elizabeth sobre
algún asuntillo sin importancia, pero sabía que con este tema no podía hacerlo. Tenía
que hacerlo a las claras. Ella tenía que escribir cuentos, y la tía Elizabeth tenía que saberlo, así debía ser. En esto no podía ser falsa consigo misma, no podía simular ser falsa.
Le escribió todo a su padre, volcó en él toda su amargura y su perplejidad en la que, aunque ella no lo supo en ese momento, sería la última carta que iba a escribirle.
Ya había un gran paquete de cartas en el estante del viejo sofá de la buhardilla, pues
Emily le había escrito muchas cartas a su padre además de las que han quedado registradas en esta historia. Había muchos párrafos dedicados a la tía Elizabeth, la mayoría, poco halagadores y algunos, como Emily misma habría admitido después del enfado inicial, desmedidos y exagerados. Fueron escritos en momentos en los que su alma herida y furiosa exigía una válvula de escape a la emoción y mojaba su
pluma en veneno. Cuando quería, Emily era dueña de un estilo sutilmente malicioso.
Después de escribir esos párrafos, la pena cesaba y ya no pensaba más en el asunto.
Pero los párrafos sí quedaban.
Y un día de primavera en que Emily jugaba alegremente con Teddy en Tansy Patch, la tía Elizabeth se puso a limpiar la buhardilla y encontró el paquete de cartas en el estante del sofá, se sentó y las leyó todas.
Elizabeth Murray jamás las habría leído de haber sido escritas por un adulto. Sin embargo, en ningún momento se le ocurrió que había algo deshonroso en leer las
cartas en las que Emily, solitaria y, a veces, incomprendida, volcaba su corazón al padre al que había amado y que la había amado, tan apasionada y comprensivamente.
La tía Elizabeth consideraba que tenía derecho a saber todo lo que esta pensionista de
su generosidad hacía, decía o pensaba. Leyó las cartas y averiguó lo que Emily pensaba de ella… de ella, Elizabeth Murray, autócrata indiscutida, a quien nadie había osado nunca criticar. Una experiencia semejante no es más agradable a los
sesenta que a los dieciséis. Mientras doblaba la última carta, a Elizabeth Murray le
temblaban las manos, de ira y de algo más profundo que no era ira.
—Emily, la tía Elizabeth quiere verte en la sala —dijo la tía Laura cuando Emily volvió de Tansy Patch, empujada por la delgada llovizna gris que comenzaba a cubrir
los verdes campos. El tono el gesto apenado, advirtieron a Emily que el aire presagiaba tormenta. Emily no tenía idea de qué podía ser, no recordaba haber hecho
nada recientemente que pudiera llevarla ante el tribunal que la tía Elizabeth presidía
en ocasiones en la sala. Si era en la sala, debía de ser serio. Por razones que sólo ella sabía, la tía Elizabeth celebraba las reuniones muy serias en la sala. Posiblemente
fuera porque sentía, de alguna manera oscura, que las fotografías de los Murray colgadas de las paredes le daban el apoyo que necesitaba para tratar con aquella
parienta cercana; por la misma razón, Emily detestaba los juicios en la sala.
En tales ocasiones siempre se sentía como un ratoncito rodeado de un círculo de gatos
amenazadores.
Emily cruzó el gran vestíbulo, se detuvo, a pesar de su alarma, para mirar el maravilloso mundo rojo que se veía a través del vidrio encarnado y abrió la puerta de la sala. La habitación estaba en penumbras, pues sólo una de las persianas estaba levantada. La tía Elizabeth estaba sentada muy erguida en la silla de crin negra del abuelo Murray, Emily primero miró su rostro severo, lleno de furia y luego su regazo.
Emily comprendió.
Lo primero que hizo fue recuperar sus preciosas cartas. Con la rapidez de la luz, llegó a la tía Elizabeth, le arrebató el paquete y volvió a la puerta. Desde allí se
enfrentó a la tía Elizabeth, roja de indignación y cólera. Se había cometido un
sacrilegio; el altar más sagrado de su alma había sido profanado.
—¿Cómo has podido hacer esto? —preguntó—. ¿Cómo has podido tomar mis papeles privados, tía Elizabeth?
La tía Elizabeth no se esperaba aquello. Había esperado confusión, desesperación, vergüenza, miedo, cualquier cosa, pero no justa indignación, como si ella fuera la culpable. Se puso de pie.
—Dame esas cartas, Emily.
—No, no te las daré —dijo Emily, blanca de ira, aferrada al paquete de cartas—.
Son mías y de papá, no tuyas. No tenías ningún derecho a tocarlas. ¡Nunca te lo perdonaré!
Le había dado la vuelta la situación. La tía Elizabeth estaba tan confundida que no sabía qué decir o hacer. Lo peor de todo era que de pronto se vio asaltada por un
sentimiento muy desagradable de duda con respecto a su propia conducta, puesta en
evidencia quizás por la intensidad y la seriedad de la acusación de Emily. Por primera vez en su vida, a Elizabeth Murray se le ocurrió preguntarse si había hecho bien. Por
primera vez en su vida se sintió avergonzada, y la vergüenza la puso furiosa. Era intolerable que la hicieran sentir avergonzada a ella.
Por un momento, se miraron no como tía y sobrina, no como niña y adulta, sino como dos seres humanos con odio en el corazón: Elizabeth Murray, alta, austera, con
los labios apretados; Emily Starr, pálida, con los ojos como pozos de llamas ardientes y los brazos temblorosos apretando sus cartas.
—Así que ésta es tu gratitud —dijo la tía Elizabeth—. Eras una huérfana sin un centavo; yo te traje a mi casa, te he dado abrigo, alimento, educación y cariño y éstas son las gracias que me das.
La tempestad de ira y resentimiento le impidió a Emily sentir el aguijón de estas palabras.
—Tú no querías traerme contigo —dijo—. Lo echasteis a suertes y me trajiste porque te tocó a ti. Sabíais que alguno tenía que recogerme porque erais los orgullosos Murray y no podíais permitir que una pariente fuera a un asilo de huérfanos. La tía Laura me quiere pero tú no. ¿Por qué tengo que quererte yo?
—¡Niña desagradecida!
—No soy desagradecida. He tratado de ser buena, he tratado de obedecerte y de complacerte, hago todo lo que puedo para ayudar a pagar por lo que me dan. Pero no
tenías derecho a leer mis cartas a papá.
—Esas cartas son una vergüenza y serán destruidas —dijo la tía Elizabeth.
—No. —Emily las apretó con más fuerza—. Prefiero quemarlas yo misma. Tú no las tendrás nunca, tía Elizabeth.
Sintió que las cejas se le juntaban, sintió la mirada Murray en su cara; supo que estaba venciendo.
Elizabeth Murray se puso más pálida, si es que esto era posible. En ocasiones, ella misma podía mirar con la mirada Murray. No era eso lo que la consternaba, sino ese
algo extraño que parecía asomar por detrás de la mirada Murray que siempre quebraba su voluntad. Tembló, se estremeció, cedió.
—Quédate con tus cartas —dijo, con amargura— y desprecia a la vieja que te
abrió las puertas de su casa.
Salió de la sala. Emily quedó dueña del campo de batalla. Y de inmediato su victoria se convirtió en polvo y cenizas en su boca.
Subió a su habitación, escondió las cartas en el armario, encima de la repisa del hogar, se metió en la cama y se hizo un ovillito con la cara hundida en la almohada.
Todavía le dolía la sensación de humillación, pero por debajo había otra pena, una pena que comenzaba a doler terriblemente.
Le dolía haber lastimado a la tía Elizabeth, porque sintió que, por debajo de su indignación, su tía se sentía herida. Esto sorprendió a Emily. Habría esperado la
indignación de la tía Elizabeth, por supuesto, pero nunca habría supuesto que podría
afectarla. Sin embargo, habría visto algo en los ojos de ella cuando le arrojó la última frase hiriente, algo que hablaba de una profunda herida.
—¡Ay! ¡Ay! —gimió Emily. Se puso a llorar, ahogada, contra la almohada. Se
sentía tan mal que no podía salir de sí misma y observar su propio sufrimiento con una especie de disfrute de lo teatral, no podía hacer que su mente analizara sus sentimientos, y cuando Emily se sentía así de desgraciada era porque el sentimiento
era muy fuerte y no hallaba ningún consuelo en sí mismo. La tía Elizabeth no la retendría en la Luna Nueva después de una pelea tan envenenada como ésta. La echaría, por supuesto. Emily estaba convencida. No había nada peor. ¿Cómo podía vivir lejos de su querida la Luna Nueva? —Y tal vez me queden ochenta años de vida —gemía Emily.
Pero lo peor era el recuerdo de aquella mirada en los ojos de la tía Elizabeth.
El sentimiento de su propia humillación y del sacrilegio se esfumaron ante ese recuerdo. Pensó en todas las cosas que le había escrito a su padre sobre la tía Elizabeth, cosas tajantes, desagradables, algunas justas, otras injustas. Comenzó a sentir que no tendría que haberlas escrito. Era cierto que la tía Elizabeth no la quería,
que no había querido llevarla a la Luna Nueva. Pero el hecho era que la había llevado y, si bien lo había hecho por sentido del deber y no por amor, así había sido. No tenía
sentido decirse a sí misma que no había escrito las cartas para ningún ser vivo, para
que las vieran y leyeran otros. Mientras estuviera bajo el techo de la tía Elizabeth, mientras le debiera la comida que comía y la ropa que vestía a la tía Elizabeth, no debía decir, ni siquiera a su padre, cosas desagradables de ella. Una Starr no lo habría
hecho.
«Tengo que ir a pedirle perdón a la tía Elizabeth —pensó Emily al fin, cuando toda la pasión la abandonó y en su lugar quedaron sólo el pesar y el arrepentimiento
—. Seguro que nunca me perdonará, de ahora en adelante va a odiarme. Pero tengo que ir». Se puso boca arriba, pero en aquel momento se abrió la puerta y en ella apareció la tía Elizabeth. Cruzó la habitación, se detuvo junto a la cama y miró la carita dolorida sobre la almohada, una carita que, a la luz escasa de un atardecer lluvioso, con el rastro de las lágrimas y los ojos ensombrecidos, se veía extrañamente madura y sufrida. Elizabeth Murray seguía austera y fría. La voz sonó severa, pero dijo algo asombroso.
—Emily, no tenía ningún derecho a leer tus cartas. Admito que estuvo mal. ¿Me perdonas?
—¡Ay! —La palabra fue casi un grito. La tía Elizabeth había hallado por fin la manera de conquistar a Emily. La niña se levantó, le echó los brazos al cuello y dijo, ahogada:
—Ay, tía Elizabeth, perdóname, perdóname, no tendría que haber escrito esas cosas, pero las escribí cuando estaba dolorida, y no creía en todo lo que escribía, de verdad, no creía en las cosas peores que escribí. Ay, ¿me crees, verdad, tía Elizabeth?
—Me gustaría creerte, Emily. —Un estremecimiento sacudió la forma tiesa y alta —. No… no me gusta pensar que me odias, tú, la hija de mi hermana, la hija de la pequeña Juliet.
—¡No, no te odio, no te odio! —sollozó Emily—. Y te querré, tía Elizabeth, si me dejas, si tú quieres que yo te quiera. Pensaba que no te importaba nada. Querida tía Elizabeth. Emily le dio a la tía Elizabeth un abrazo impetuoso y un beso apasionado en la blanca mejilla surcada por delgadas arrugas. La tía Elizabeth le dio un beso contenido en la frente y luego dijo, como cerrando la puerta sobre todo el incidente:
—Será mejor que te laves la cara y bajes a cenar. Pero había aún otra cosa por aclarar.
—Tía Elizabeth —susurró Emily—. No puedo quemar esas cartas, ¿sabes?, son de papá. Pero te diré lo que voy a hacer. Voy a revisarlas todas y voy a poner un asterisco en todo lo que decía de ti y después añadiré una nota explicativa diciendo que estaba equivocada. Durante varios días, Emily pasó sus momentos libres poniendo sus «notas
explicativas» y entonces su conciencia tuvo reposo. Pero, cuando quiso volver a escribir una carta a su padre descubrió que ya no significaba nada para ella. La sensación de realidad, de cercanía, de estrecha comunión, había desaparecido. Tal vez había estado ocurriéndole de manera gradual, mientras la niñez comenzaba a fundirse con la adolescencia, tal vez la amarga escena con la tía Elizabeth sólo había convertido en polvo algo que había perdido hacía tiempo el espíritu. Pero, fuera cual fuese la explicación, ya no era posible seguir escribiendo aquellas cartas. Las añoraba terriblemente, pero no podía volver a ellas. Una puerta de la vida se había cerrado a sus espaldas y no podía reabrirse.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora