XXXI. El gran momento de Emily.

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La convalecencia de Emily fue lenta. Físicamente se recuperó con una rapidez normal, pero durante un tiempo persistió una especie de languidez espiritual y emocional.
No se puede descender a las profundidades de lo oculto y eludir el castigo. La tía Elizabeth decía que estaba holgazaneando. Pero Emily no se contentaba con holgazanear. Era como si la vida hubiera perdido, por una temporada, su sabor, como si una fuente de energía vital se hubiera agotado y tuviera que volver a llenar poco a poco. En aquellos momentos, no tenía con quien jugar. Perry, Ilse y Teddy habían caído
los tres con sarampión el mismo día. Al principio, la señora Kent declaró, resentida, que Teddy se había contagiado en la Luna Nueva, pero en verdad los tres se contagiaron en una merienda de la Escuela Dominical a la que habían existido niños de Derry Pond.
Aquella merienda infectó toda Blair Water. Hubo una plaga completa de sarampión. En el caso de Teddy e Ilse fue suave, pero Perry, que apenas aparecieron los primeros síntomas insistió en ir a su casa con su tía Tom, estuvo a punto de morir. A Emily no le dijeron nada del peligro que corría Perry hasta que pasó, para no preocuparla. Hasta la tía Elizabeth estaba preocupada. Se sorprendió al descubrir cuánto echaba de menos a Perry.
Fue una suerte para Emily que Dean Priest estuviera en Blair Water durante aquellos días de soledad. Su compañía era precisamente lo que necesitaba y la ayudó de una manera maravillosa en el camino hacia una recuperación absoluta. Compartían largas caminatas por toda Blair Water, con Tweed olisqueando entre ellos, y exploraron lugares y caminos que Emily no había visto antes. Observaron cómo una luna nueva se hacía vieja, noche a noche; hablaron en el crepúsculo, umbroso y fragante, recorriendo largos caminos rojos de misterio; siguieron el embrujo de los vientos de las colinas; vieron salir las estrellas, y Dean le contó todo sobre ellas: las grandes constelaciones de los mitos antiguos. Fue un mes maravilloso, pero el primer día de la convalecencia de Teddy, Emily se fue a Tansy Patch a pasar la tarde y el Giboso Priest caminó, si es que lo suyo podía llamarse caminar, solo. La tía Elizabeth estuvo muy amable con él, aunque no le gustaban mucho los Priest de Priest Pond, y nunca se sentía del todo cómoda bajo la mirada burlona de los ojos verdes de Giboso y la sutil mofa de su sonrisa, que parecía hacer del orgullo Murray y de las tradiciones Murray algo mucho menos importante de lo que en realidad eran.
-Tiene ese tono de los Priest -le dijo a Laura-, aunque en él no es tan fuerte como en la mayoría de ellos. Y es cierto que está ayudando a Emily; desde que llego, esa niña ha comenzado a animarse.
Emily siguió «animándose» y, en diciembre, cuando la epidemia de sarampión
había pasado y Dean Priest había partido en uno de sus repentinos viajes a Europa para pasar el otoño, estuvo otra vez lista para ir a la escuela, un poco más alta, un poco más delgada, un poco menos niña, con sus grandes ojos grises y sombreados
que habían visto la muerte y habían leído el acertijo de algo enterrado y que de entonces en adelante siempre recordarían el mundo que hay detrás del velo. Dean Priest lo había visto, el señor Carpenter lo vio cuando ella le sonrió a través del
escritorio, en la escuela.
-Ya ha dejado atrás la infancia del alma, aunque siga teniendo cuerpo de niña -
murmuró.
Una tarde, entre los días dorados y los resplandores de octubre, él le pidió, refunfuñando, que le permitiera ver algunos de sus poemas.
-Nunca quise alentarte -dijo-. Ni quiero hacerlo ahora. Probablemente no
seas capaz de escribir ni un verso de poesía verdadera y nunca puedas. Pero déjame
ver tus escritos. Si no tienen remedio, te lo diré. No te dejaré desperdiciar años de tu vida luchando por alcanzar lo inalcanzable. No quiero esa carga sobre mi conciencia. Si hay algo prometedor en lo que escribes, te lo diré con la misma sinceridad. Y
tráeme también algunos de tus cuentos. Por ahora son pura tontería, estoy seguro, pero veré si hay señales de que puedes continuar.
Aquella tarde, Emily pasó una hora de mucha solemnidad, sopesando, eligiendo, rechazando. Al paquetito de poemas añadió uno de los cuadernos, que contenía,
según ella, sus mejores cuentos. Al día siguiente fue a la escuela con un aire tan secreto y misterioso que Ilse se ofendió y empezó a insultarla, pero se interrumpió. Ilse le había prometido a su padre que trataría de dejar el hábito de pelear. Estaba
adelantando mucho y su conversación, si bien era menos intensa, comenzaba a
aproximarse a los patrones de la Luna Nueva.
Aquel día, Emily se hizo un lío con sus lecciones. Estaba nerviosa y asustada. La opinión del señor Carpenter le merecía un gran respeto. El padre Cassidy le había
dicho que siguiera; Dean Priest le había dicho que algún día podría escribir bien, pero tal vez sólo habían querido alentarla porque la querían y no deseaban herir sus
sentimientos.
Emily sabía que el señor Carpenter no haría eso. Aunque la quisiera, amputaría sus aspiraciones sin piedad si consideraba que no había en ella raíces que valieran la pena. Si, por el contrario, le daba ánimos, ella se sentiría satisfecha e iría
contra el mundo, sin perder fuerzas ante cualquier crítica futura. No era de extrañar
que ese día pareciera cargado de una importancia enorme para Emily.
Cuando terminaron las clases, el señor Carpenter le pidió que se quedara. Ella estaba tan blanca y tensa que los otros alumnos pensaron que el señor Carpenter la
había pescado en algo especialmente malo y que ella sabía que iba a ser castigada.
Rhoda Stuart le dirigió una sonrisa significativamente maliciosa desde el porche, que ni siquiera vio. En aquel momento Emily estaba en un gran tribunal, en el que el señor Carpenter era juez supremo, y toda su carrera futura (creía ella) pendía de su veredicto.
Los alumnos desaparecieron y un suave silencio soleado se instaló en la vieja
aula. El señor Carpenter sacó de su escritorio el paquetito que ella le había dado por la mañana, avanzó por el pasillo y se sentó en el asiento delante de ella, mirándola.
Con gesto deliberado se caló los anteojos sobre la nariz ganchuda, sacó los
manuscritos y comenzó a leer o, mejor dicho, a hojearlos, dejando caer comentarios, mezclados con gruñidos, carraspeos y exclamaciones dirigidos a ella, mientras leía.
Emily cruzó las manos, heladas, sobre el pupitre y pasó los pies alrededor de las patas de la silla para no temblar. Era una experiencia terrible. Deseaba no haberle dado sus versos al señor Carpenter. Eran malos, por supuesto que eran malos. Recuerda al
director del Enterprise.
-¡Ajá! -dijo el señor Carpenter-. Crepúsculo. Señor, cuántos poemas se han escrito al «Crepúsculo».
Las nubes se juntan espléndidas en el portón sin rejas del cielo, al oeste, donde esperan las bandas de espíritus
de ojos estelares.
Dios mío, ¿qué quiere decir?
-No... no lo sé -balbuceó la sorprendida Emily, cuya compostura había huido ante la arremetida súbita de la mirada punzante del maestro.
El señor Carpenter gruñó.
-Por lo que más quieras, niña, no escribas algo que ni tú misma entiendes. Y éste, A la vida. «Vida, no te pido que me obsequies la alegría de un arco iris», ¿es sincero eso? ¿Lo es, niña? ¿De verdad no le pides a la vida «la alegría de un arco iris»?
La traspasó con otra mirada. No obstante, Emily comenzaba a recuperarse en parte. De todas maneras, se sentía extrañamente avergonzada de los deseos tan elevados y altruistas expresados en ese soneto.
-No... -respondió con desgana-. Sí quiero alegrías de arco iris, y muchas.
-Claro que sí. Todos las queremos. No las conseguimos, tú no las conseguirás, pero no seas tan hipócrita como para simular que no las quieres, ni siquiera en un
soneto. Versos a la cascada de una montaña. «Sobre las rocas oscuras como la blancura del velo de una novia». ¿Dónde has visto una cascada en una montaña en la
Isla Príncipe Eduardo?
-En ningún lado; hay una foto en la biblioteca del doctor Burnley.
-Arroyo en el Bosque:
Tiemblan los rayos del sol dorado
y estremecen los arbustos encorvados
sobre el pequeño río sombreado.

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⏰ Última actualización: Jan 03, 2021 ⏰

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