XXV. «No pudo haber hecho algo así»

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La tía abuela Nancy y Caroline Priest eran dadas a colorear sus días grises con el rojo del recuerdo de antiguas diversiones, desaparecidas hacía tiempo, pero iban más allá y hablaban delante de Emily de toda clase de historias familiares sin tener en cuenta su corta edad. Amores, nacimientos, muertes, escándalos, tragedias, cualquier cosa que pasara por sus viejas cabezas. Y no escatimaban detalles. La tía Nancy se regodeaba ellos. No olvidaba nada, y los pecados y las debilidades que la muerte había cubierto, y para los cuales el tiempo había mostrado su misericordia, eran cruelmente desenterrados y analizados por esta truculenta anciana. Emily no estaba muy segura de que realmente le gustara. Era fascinante,
alimentaba un deseo oculto, pero, en cierto sentido, la hacía sentir desdichada, como si hubiera algo muy espantoso escondido en la oscuridad del pozo que abrían ante sus ojos inocentes. Como había dicho la tía Laura, su juventud la protegía hasta cierto punto, pero no pudo salvarla de comprender, con tristeza, la lastimosa historia de la madre de Ilse la tarde en que a la tía Nancy le pareció propicio resucitar aquella historia de angustia y vergüenza. Emily estaba arrellanada en el sofá de la sala de atrás, leyendo Los jefes escoceses porque era uno de esos días sin vida del mes de julio... demasiado caluroso para perderse por la costa de la bahía. Emily se sentía feliz. La Mujer Viento estaba agitando la gran arboleda de arces que había tras la casa, doblando las hojas hasta que cada árbol parecía estar cubierto de flores extrañas, pálidas y plateadas; desde el jardín entraban un sinfín de fragancias. El mundo era maravilloso. Había recibido una carta de la tía Laura en la cual ésta le decía que habían conservado uno de los gatitos de Saucy Sal para ella. Emily sintió, cuando se murió Mike II, que nunca querría otro gato. Pero ahora descubrió que sí lo quería. Todo le parecía bien. Estaba tan contenta que, si hubiera sabido algo de esa creencia pagana, habría sacrificado su posesión más preciada a los celosos dioses.
La tía Nancy estaba cansada de jugar al solitario. Apartó las cartas y cogió el
tejido.
-Emily -dijo-, ¿tu tía Laura tiene intención de casarse con el doctor Burnley? Emily, arrancada abruptamente del campo de batalla de Bannockburn, puso cara
de hastío. Los chismosos de Blair Water a menudo hacían o sugerían esa pregunta, y ahora la pregunta venía a buscarla a Priest Pond. -No, seguro que no -respondió-. Además, tía Nancy, el doctor Burnley odia a las mujeres. La tía Nancy lanzó una risita.
-Pensaba que se le había pasado. Ya hace once años desde que su esposa se fugó. Pocos hombres se aferran así a una idea durante once años. Pero Allan Burnley siempre fue muy necio, tanto para el amor como para el odio. Todavía ama a su
esposa, por eso odia su recuerdo y a todas las demás mujeres.
-Nunca he conocido bien los detalles de esa historia -dijo Caroline-. ¿Quién era su esposa?
-Beatrice Mitchell, de los Mitchell de Shrewsbury. Tenía apenas dieciocho años cuando Allan se casó con ella. Él tenía treinta y cinco. Emily, nunca cometas la
tontería de casarte con un hombre mayor que tú.
Emily no dijo nada. Había olvidado Los jefes escoceses. Se le comenzaron a
enfriar las yemas de los dedos, como le sucedía siempre en situaciones de emoción, y los ojos se le oscurecieron. Sintió que estaba a punto de saber el misterio que la había preocupado e intrigado durante tanto tiempo. Temió desesperadamente que la tía Nancy cambiara de tema.
-Oí decir que ella era toda una belleza -dijo Caroline.
La tía Nancy gruñó.
-Depende de los gustos. Era bonita, sí, una muñequita rubia. Tenía una marca de nacimiento en la ceja izquierda, un corazoncito rojo, y cuando la miraba yo no podía verle más que la marca. Pero sus admiradores le decían que era un lunar de belleza; la llamaban «el as de corazones». Allan estaba loco por ella. Ella era muy coqueta antes
de casarse. Pero debo decir, porque la justicia entre las mujeres es rara de encontrar (sin ir más lejos, Caroline, tú eres una vieja bruja injusta), que, después de casarse no coqueteó con nadie, al menos abiertamente. Beatrice era traviesa, siempre estaba
riendo, cantando y bailando, en absoluto la esposa ideal para Allan Burnley, claro. Y
pensar que él pudo haber elegido a Laura Murray. Pero entre una tonta y una mujer sensata, ¿hay hombre que dude? Las tontas ganan siempre, Caroline. Por eso tú nunca encontraste marido. Eras demasiado sensata. Yo encontré el mío porque simulé ser
tonta. Emily, recuerda eso. Si tienes cerebro, disimúlalo. Tus tobillos te servirán mejor que tu cerebro.
-Los tobillos de Emily no importan -dijo Caroline, entusiasmada con el chisme-. Sigue con lo de los Burnley.
-Bueno, ella tenía un primo, un tal Leo Mitchell, de Shrewsbury. Tú te acuerdas de los Mitchell, ¿no, Caroline? El tal Leo era un hombre muy bien parecido, capitán de barco. Había estado enamorado de Beatrice, según decían las malas lenguas.
Algunos decían que Beatrice lo habría aceptado, pero que la familia la obligó a
casarse con Allan Burnley porque era mejor partido. ¿Quién lo sabe? Las malas lenguas mienten nueve veces de cada diez y cuando dicen la verdad es sólo una
verdad a medias. De todas maneras, ella aparentaba estar enamorada de Allan y él la creyó. Cuando Leo volvió después de un viaje y encontró a Beatrice casada, lo tomó
con mucha calma. Pero se pasaba el tiempo en Blair Water. Beatrice tenía muchas excusas. Leo era su primo, se habían criado juntos, eran como hermanos, ella estaba muy sola en Blair Water después de vivir en una ciudad..., él no tenía casa, vivía con
un hermano. Allan lo admitió todo, estaba tan enamorado que ella podría haberle hecho creer cualquier cosa. Leo y ella siempre se quedaban juntos cuando Allan salía a ver a sus pacientes. Hasta que llegó la noche en que el buque de Leo, La dama de los vientos zarpaba del puerto de Blair Water hacia América del Sur. Él se fue... y su dama Beatrice se fue con él.
Un extraño ruido ahogado surgió del rincón donde estaba Emily. Si la tía Nancy y
Caroline hubieran mirado hacía allí habrían visto que la niña estaba blanca como una muerta, con los ojos muy abiertos, llenos de terror. Sin embargo, ellas no la miraron.
Siguieron tejiendo y hablando, divirtiéndose mucho.
-¿Cómo lo tomó el doctor?
-Como lo tomó, nadie lo sabe. Lo que todo el mundo sabe es el tipo de hombre que ha sido desde entonces, eso sí. Aquel día volvió a su casa al anochecer. La recién
nacida estaba dormida en la cuna y la sirvienta estaba cuidándola. Ella le dijo a Allan que la señora Burnley había ido al puerto a despedirse de su primo y que regresaría a
las diez. Allan la esperó con toda tranquilidad (nunca había dudado de ella) pero ella no regresó. Ya había decidido no regresar. Por la mañana La dama de los vientos se
había ido, había zarpado la noche anterior. Beatrice había subido a bordo con él, eso era lo que todo el mundo sabía. Allan Burnley no dijo nada, se limitó a prohibir que volviera a mencionarse el nombre de ella en su presencia. Pero La dama de los
vientos se perdió con todos los que estaban a bordo al salir de Hatteras y aquél fue el fin de la fuga, y el fin de Beatrice con su belleza, su risa y su as de corazones.
-Pero no fue el fin de la vergüenza y la desgracia que hizo caer sobre su casa - puntualizó Caroline, agudamente-. Yo exhibiría en una plaza pública a una mujer
así.
-Tonterías, si un hombre no puede cuidar a su esposa, si se venda los ojos...
Dios nos bendiga, niña, ¿qué pasa? Emily estaba de pie, con las manos extendidas como si quisiera apartar de sí algo espantoso.
-No lo creo -gritó, con una voz chillona y extraña-. No creo que la madre de Ilse haya hecho eso. No lo hizo, no pudo haber hecho algo así, la madre de Ilse no.
-¡Cógela, Caroline! -gritó la tía Nancy.
Pero Emily, aunque por un segundo la habitación había girado a su alrededor, se
había recuperado.
-¡No me toque! -exclamó, con pasión-. ¡No me toque! ¡Le gustó... le gustó escuchar esa historia!
Salió corriendo de la habitación. Por un momento la tía Nancy sintió vergüenza.
Por primera vez se le ocurrió que su vieja lengua adoradora de escándalos ajenos había hecho algo malo. Pero en seguida se encogió de hombros.
-No puede ir por la vida envuelta en una nube de algodón. En algún momento tiene que aprender que las espadas son espadas. Yo pensaba que había oído la historia
hace mucho, si los rumores en Blair Water siguen siendo lo que eran. Pero si cuando vuelva a su casa cuenta esto, las indignadas vírgenes de la Luna Nueva van a venir llenas de santa indignación a acusarme de corruptora de la juventud. Caroline, no me pidas que te cuente más horrores de la familia delante de mi sobrina nieta, vieja chismosa. ¡A tu edad! ¡Me sorprendes! La tía Nancy y Caroline retomaron el tejido y sus jugosas reminiscencias y arriba,
en el cuarto rosa, boca abajo sobre la cama, Emily lloró durante horas. Era espantoso: la madre de Ilse se había fugado y la había abandonado cuando era pequeñita. Para Emily eso era lo espantoso: que la madre de Ilse hubiera hecho algo tan extraño, cruel y despiadado. No podía creerlo, había un error en algún lado, tenía que haberlo.
-A lo mejor la secuestró -dijo Emily, tratando con desesperación de encontrar una explicación-. Subió a bordo para mirar y él levó el ancla y se la llevó. Ella no pudo haberse ido por voluntad propia dejando a su hijita querida. La historia atormentó a Emily. Durante días no pudo pensar en otra cosa. La
aflicción se apoderó de ella corroyéndola casi con dolor físico. Sentía pavor al pensar que volvería a la Luna Nueva y se encontraría con Ilse consciente de que debería ocultarle ese oscuro secreto. Ilse no sabía nada. Una vez le había preguntado dónde estaba enterrada su madre, y su amiga había contestado:
«Oh, no lo sé. En Shrewsbury, creo... donde están enterrados todos los Mitchell». Emily se retorció las manos. Era tan sensible a la fealdad y al dolor como a la
hermosura y al placer, y aquello era horrible y doloroso. El caso es que no podía dejar de pensar en ello todo el tiempo, día y noche. De pronto, la vida en Wyther Grange se estropeó. La tía Nancy y Caroline dejaron súbitamente de contar historias familiares, incluso las inofensivas, en su presencia. Y como para ellas era una represión dolorosa, no la alentaban a que se quedara con ellas. Emily comenzó a sentir que se alegraban cuando ella estaba lejos, de modo que se mantenía aparte y pasaba la mayor parte del tiempo caminando por la bahía. No podía componer poesía, no podía escribir en su cuaderno, ni siquiera escribirle a su padre. Algo parecía interponerse entre ella y sus viejos placeres. Había una gota de veneno en cada copa. Ni las delicadas sombras de la gran bahía, el encanto de los acantilados llenos de abetos blancos o las pequeñas islas color púrpura que parecían avanzadas de la tierra de las hadas podían llevarla «al éxtasis delicado y despreocupado». La primera revelación del pecado y el dolor del mundo había sido tan intensa que temía no volver a ser feliz jamás. Y, por debajo de todo, persistía la misma incredulidad (la madre de Ilse no podía haberlo hecho) y el deseo impotente de probar que no lo había hecho. Pero ¿cómo probarlo? No podía. Ella había conocido un «misterio», pero se había topado con otro más insondable: la razón por la cual Beatrice Burnley no había regresado a su casa en aquel anochecer de verano de hacía tanto tiempo. Pues, a pesar de todas las pruebas en contra, Emily insistía en su secreto convencimiento de que, fuese cual fuese la razón, no se había escapado en La dama de los vientos cuando la nave zarpó hacia la maravilla iluminada por las estrellas que era el golfo, más allá de Blair Water.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora