VIII. La prueba del fuego

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A la mañana siguiente, la tía Elizabeth llevó a Emily a la escuela. La tía Laura había pensado que, ya que faltaba sólo un mes para las vacaciones, no valía la pena que Emily «comenzara el curso». Pero la tía Elizabeth aún no se sentía cómoda con una pequeña sobrina correteando por la Luna Nueva, hurgando insaciable en todo, y estaba decidida a que Emily fuera a la escuela para sacársela de en medio.
La propia Emily, siempre ávida de nuevas experiencias, estaba muy dispuesta a ir, pero a pesar de todo durante el camino ardía de rebeldía. La tía Elizabeth había encontrado en el altillo de la Luna Nueva un espantoso delantal de algodón y una cofia igualmente espantosa de váyase a saber quién, y obligó a Emily a ponérselos. El delantal era una prenda larga y parecida a una bolsa, de cuello alto y con mangas. Era algo indigno. Emily nunca había visto a una niña pequeña con un delantal con mangas. Se rebeló hasta el punto de llorar para no ponérselo, pero la tía Elizabeth no iba a tolerar tonterías. Emily detectó entonces la mirada de los Murray, y, entonces, guardó dentro del alma sus sentimientos rebeldes y dejó que la tía Elizabeth le pusiera el delantal.
—Era de tu madre cuando era pequeña, Emily —dijo la tía Laura, para consolarla, y con bastante sentimentalismo.
—Entonces —replicó Emily, nada consolada y nada sentimental—, no me extraña que se escapara con mi padre cuando creció. La tía Elizabeth terminó de abotonar el delantal y le dio a Emily un empujoncito no muy cariñoso para apartarla de sí.
—Ponte la cofia —le ordenó.
—Ay, por favor, tía Elizabeth, no me hagas usar esa cosa tan horrible.
Sin desperdiciar más palabras, la tía Elizabeth cogió la cofia y se la ató a Emily a la cabeza. Emily tuvo que rendirse. No obstante de las profundidades de la cofia surgió una voz desafiante, si bien trémula. «Al menos, tía Elizabeth, no puedes darle órdenes a Dios», decía.
En todo el camino hasta la escuela, la tía Elizabeth estaba demasiado enfadada para hablar. Le presentó a Emily a la señorita Brownell y se fue.
La clase ya había empezado, de modo que Emily colgó la cofia en un perchero en el porche y fue hacia el pupitre que le asignó la señorita Brownell. Ya había decidido que la maestra no le gustaba y no le gustaría nunca. En Blair Water la señorita Brownell tenía fama de buena maestra, principalmente debido al hecho de que imponía una estricta disciplina y mantenía un «orden» excelente. Era una persona delgada, de edad media, rostro sin colores, dientes prominentes que mostraba casi en su totalidad al reír, y ojos grises, vigilantes y fríos, más fríos aún que los de la tía Ruth. Emily sintió que aquellos despiadados ojos color ágata la atravesaban hasta lo más profundo de su pequeña alma sensible. Emily podía ser muy intrépida, pero en presencia de una naturaleza que instintivamente sentía
como hostil a la suya se encogía más de repulsión que miedo.
Durante toda la mañana, fue blanco de curiosas miradas. La escuela de Blair Water era grande y había al menos veinte niñas que tenían más o menos su edad.
Emily las miraba a todas con curiosidad y pensó que eso de susurrar entre ellas tapándose la boca con la mano y echar miraditas era muy mala educación. De pronto, se sintió desdichada, nostálgica, y sola; quería a su padre, su antigua casa y las cosas que amaba.
—La niña de la Luna Nueva está llorando —susurró una niña de ojos negros al otro lado del pasillo. Y entonces se oyó una cruel risita.
—¿Qué te pasa, Emily? —preguntó de pronto la señorita Brownell, acusadora.
Emily guardó silencio. No podía decirle a la señorita Brownell lo que le pasaba, sobre todo cuando usaba ese tono.
—Cuando le hago una pregunta a una de mis alumnas, estoy acostumbrada a
recibir una respuesta. ¿Por qué lloras?
Se oyó otra risita del otro lado del pasillo. Emily levantó los ojos y, dado su apuro, recurrió a una de las frases de su padre.
—Es un asunto que me concierne solamente a mí —dijo.
Una mancha roja apareció en las hundidas mejillas de la señorita Brownell. Sus ojos le relampaguearon con un fuego helado.
—Durante el recreo te quedarás dentro como castigo por tu impertinencia —dijo,
pero dejó tranquila a Emily el resto del día.
A Emily no le importó en lo más mínimo quedarse sin recreo pues, agudamente sensible como era al entorno, se dio cuenta de que, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, la atmósfera de la escuela le era antagónica. Las miradas que le dirigían no eran sólo curiosas sino, además, maliciosas. No quería salir a jugar con aquellas niñas. No quería ir a la escuela de Blair Water. Pero no lloraría más. Se sentó muy derecha y mantuvo los ojos sobre el libro. De pronto un bisbiseo bajo y maligno llegó del otro lado del pasillo.
—¡Señorita Orgullito! ¡Señorita Orgullito!
Emily miró a la otra niña. Sus ojos grandes, firmes y de un purpura grisáceo se encontraron con unos ojos redondos, parpadeantes, negros que se clavaron sin
amilanarse; había algo en ellos que intimidaba e impresionaba. Los ojos negros parpadearon mientras su dueña cubría la retirada con otra risita y una sacudida de la trenza corta.
«A ésta puedo dominarla», pensó Emily, con sensación de triunfo.
Pero la unión hace la fuerza y al mediodía Emily se encontró sola en el patio de juegos frente a una multitud de caras poco amistosas. Los niños pueden ser las criaturas más crueles del mundo. Tienden a prejuzgar al forastero y son despiadados.
Emily era una forastera y una de los orgullosos Murray: dos puntos en su contra. Y había en ella, a pesar de ser pequeña y de llevar delantal y cofia de algodón, una cierta reserva, una dignidad y un refinamiento los demás percibían. Y los miraba con expresión desdeñosa bajo los cabellos negros, en lugar de comportarse con timidez y vergüenza, como corresponde a una intrusa a prueba.
—Eres orgullosa —dijo Ojos negros—. Ay, caramba, aunque lleves botas con botones vives de la caridad.
Emily no había querido ponerse las botas abotonadas. Quería andar descalza,
como hacía siempre en verano. Pero la tía Elizabeth le había dicho que ninguna niña
de la Luna Nueva había ido jamás descalza a la escuela.
—¡Eh!, mirad que delantal tan infantil —rió otra niña de rizos castaños.
Esa vez Emily se ruborizó. Aquél era el punto vulnerable de su armadura.
Encantada por su éxito en buscarle las cosquillas, la niña de los rizos volvió a
intentarlo.
—¿Esa cofia es de tu abuela?
Hubo un coro de risitas.
—Ah, no, se pone cofia para no estropearse el cutis —dijo una niña mayor—. Ése es el orgullo de los Murray. Mi madre dice que los Murray están podridos de orgullo.
—Eres horrible —soltó una chica rechoncha y baja, casi tan ancha como alta—. Tienes las orejas como las de los gatos.
—No sé por qué eres tan orgullosa —dijo Ojos negros—. El techo de tu cocina ni siquiera está revocado.
—Y tu primo Jimmy es un idiota —dijo Rizos castaños.
—¡Mentira! —exclamó Emily—. Tiene más juicio que cualquiera de vosotras.
Podéis decir lo que queráis de mí, pero no vais a insultar a mi familia. Si decís una sola palabra más sobre ellos, os echaré mal de ojo.
Nadie entendió qué quería decir, lo que hizo que la amenaza fuese más efectiva. Produjo un breve silencio. Pero entonces el tormento volvió a comenzar bajo una forma diferente.
—¿Sabes cantar? —preguntó una niña delgada y pecosa, que, a pesar de su delgadez y sus pecas, lograba sin embargo ser muy bonita.
—No —dijo Emily.
—¿Sabes bailar?
—No.
—¿Sabes coser?
—No.
—¿Sabes cocinar?
—No.
—¿Sabes hacer encaje?
—No.
—¿Sabes hacer ganchillo?
—No.
—Entonces, ¿qué sabes hacer? —preguntó la Pecosa con tono desdeñoso.
—Sé escribir poesía —respondió Emily, sin la menor intención de decirlo. Pero
en aquel momento supo que podía escribir poesía. Y con esta extraña e irracional convicción llego ¡«el destello»! Allí mismo, rodeada de hostilidad y recelo, luchando a solas por mantener su posición, sin apoyo ni ventaja, llegó el maravilloso momento en el que su alma parecía deshacerse de las cadenas de la carne y saltar hacia las estrellas. El éxtasis y la felicidad del rostro de Emily asombraron y enfurecieron a sus
enemigas. Lo tomaron por una manifestación del orgullo de los Murray.
—Estás mintiendo —dijo Ojos negros.
—Una Starr no miente —respondió Emily. «El destello» se había ido, pero la sensación de elevación permanecía. Las miró a todas con una fría indiferencia que
por un momento las dominó.
—¿Por qué no me queréis? —preguntó Emily, sin más.
No hubo respuesta. Emily miró directamente a Rizos castaños y repitió la
pregunta. Rizos castaños se vio obligada a responder.
—Porque no eres como nosotras —murmuró.
—Ni quisiera serlo —precisó Emily, despectiva.
—Ah, claro, eres una de los Elegidos —se burló Ojos negros.
—Por supuesto que sí —replicó Emily.
Se fue en dirección al aula, victoriosa en esta batalla.
Sin embargo, las fuerzas que se le oponían no eran tan fáciles de vencer. Cuando se hubo ido, hubo muchos susurros y conspiraciones, una charla con algunos de los varones, y la entrega de lápices adornados y goma de mascar como pago de un servicio prestado.
Una agradable sensación de victoria y los restos del «destello» ayudaron a Emily a pasar la tarde, a pesar del hecho de que la señorita Brownell la ridiculizó por sus
faltas de ortografía. La señorita Brownell era muy adicta a ridiculizar a sus alumnas.
Todas las niñas de la clase se rieron, excepto una que no había estado por la mañana y que, en consecuencia, se había sentado atrás. Emily había estado preguntándose quién sería. También era distinta de las otras chicas, pero en un estilo totalmente diferente al de Emily. Era alta, iba mal vestida, con un vestido demasiado largo de una tela a rayas descolorida, y descalza. Los cabellos espesos y cortos, revoloteaban alrededor de la cabeza como hilos de oro brillante; y sus ojos resplandecientes eran de un castaño tan claro y traslúcido que casi parecía ámbar. Tenía boca grande y la barbilla pronunciada. Tal vez no se la pudiera llamar guapa, pero su rostro era tan vivaz y animado, que Emily no podía apartar los ojos de ella. Y fue la única chica de la clase que no recibió ni un sarcasmo de la señorita Brownell, aunque cometió tantos errores como el resto.
En el recreo, una de las niñas se acercó a Emily con una caja en la mano. Emily sabía que era Rhoda Stuart y la encontraba muy dulce y bonita.
Rhoda había formado parte del grupo que la rodeó al mediodía, pero no había dicho nada. Llevaba un fresco vestido de algodón rosa; tenía unas trenzas de color castaño brillantes y suaves, grandes ojos azules, la boca como un pimpollo, rasgos de muñeca y voz suave. Si podía decirse que la señorita tenía una preferida, ésa era Rhoda Stuart, y ésta parecía muy querida por su grupo y muy mimada por las otras niñas.
—Esto es un regalo para ti —dijo, dulcemente.
Emily tomó la caja sin recelo. La sonrisa de Rhoda habría desarmado cualquier sospecha. Emily se sintió feliz y ansiosa mientras quitaba la tapa. Entonces, con un
gritó, arrojó lejos la caja y se quedó pálida y temblorosa de los pies a la cabeza. En la caja había una serpiente; si viva o muerta, no lo sabía ni le importaba. Emily sentía por las serpientes una repulsión y un horror al que no podía sobreponerse. Sólo con verlas quedaba paralizada.
Un coro de risitas resonó en el porche.
—¡Se ha asustado de una serpiente muerta! —se burló Ojos negros.
—¿Puedes escribir un poema sobre eso? —dijo, riendo, Rizos Castaños.
—¡Os odio! ¡Os odio! —gritó Emily—. ¡Sois mezquinas y odiosas!
—Insultar no es propio de una dama —dijo la Pecosa—. Yo pensaba que una Murray estaba por encima de eso.
—Si mañana vienes a la escuela, señorita Starr —dijo con intención Ojos negros —, cogeremos esa serpiente y te la pondremos alrededor del cuello.
—¡Me encantaría verlo, a ver si os atrevéis! —exclamó una voz clara y sonora.
De un salto, la niña de los ojos color ámbar y los cabellos cortos se puso en medio—. ¡Me encantaría ver como lo haces, Jennie Strang!
—Éste no es asunto tuyo, Ilse Burnley —murmuró Jennie con hosquedad.
—Ah ¿no? No me contestes así, Ojitos de cerdo. —Ilse se acercó a Jennie, que retrocedía, y sacudió el puño bronceado por el sol ante su cara—. Si te pillo
mortificando otra vez a Emily Starr con esa serpiente, yo la agarraré de la cola y te cruzaré la cara con el bicho. Ten cuidado, Ojitos de cerdo. Ahora ve, recoge esa
preciosa serpiente y tírala en la basura.
Jennie fue y lo hizo. Ilse encaró a las otras.
—Fuera todas, y después de esto dejareis tranquila a la niña de la Luna Nueva — dijo—. Si me entero de que os seguís metiendo con ella, os cortaré las gargantas, os arrancaré los corazones y os sacaré los ojos. ¡Sí, y os cortaré las orejas y me adornaré el vestido con ellas!
Acobardadas por esas feroces amenazas, o por la personalidad de Ilse, las perseguidoras de Emily se fueron.
Ilse se dirigió a Emily.
—No les hagas caso —dijo con desdén—. Están celosas de ti, eso es todo, celosas porque vives en la Luna Nueva y vas en un coche con la capota adornada y llevas
botas abotonadas. Si te siguen molestando, dales un bofetón.
Ilse saltó la cerca y se adentró en el bosque de arces sin volverla a mirar. Sólo quedaba Rhoda Stuart.
—Emily, lo siento muchísimo —dijo, entornando sus grandes ojos azules—. Yo
no sabía que había una serpiente en la caja, te lo juro. Las chicas me dijeron que era un regalo para ti. No estás furiosa conmigo, ¿verdad? Porque me caes bien.
Emily había estado furiosa y herida y humillada. Pero aquel atisbo de amistad la
conmovió al instante. En seguida, Rhoda y ella caminaban del brazo por el patio.
—Voy a pedirle a la señorita Brownell que te deje sentarte conmigo —dijo Rhoda —. Yo me sentaba con Annie Gregg, pero se fue a otro pueblo. Te gustaría sentarte
conmigo, ¿verdad?
—Me encantaría —contestó Emily con calidez. En ese momento era tan feliz como desdichada se había sentido antes. Ahí estaba la amiga de sus sueños. Ya adoraba a Rhoda.
—Tenemos que sentarnos juntas —dijo Rhoda, con aire de importancia—.
Pertenecemos a las dos mejores familias de Blair Water. ¿Sabes que si a mi padre le reconocieran sus derechos, estaría sentado en el trono de Inglaterra?
—¡De Inglaterra! —exclamó Emily, demasiado asombrada para ser otra cosa que un eco.
—Sí. Descendemos de los reyes de Escocia —explicó Rhoda—. Por eso no nos tratamos con cualquiera. Mi padre tiene una tienda y yo voy a clases de música. ¿Tu tía Elizabeth te dejará asistir a clases de música?
—No lo sé.
—Tendría que hacerlo. Es muy rica, ¿no?
—No lo sé —volvió a decir Emily. Deseaba que Rhoda no le hiciera semejantes preguntas. Emily pensaba que no era buena educación. Pero, sin duda, una
descendiente de los reyes Stuart tendría que saber más que nadie las reglas de urbanidad.
—Tiene un carácter espantoso, ¿no? —preguntó Rhoda.
—¡No, de ninguna manera! —exclamó Emily.
—Bueno, casi mata a tu primo Jimmy en uno de sus ataques de furia —dijo Rhoda—. Eso es cierto, me lo contó mamá. ¿Por qué no se casa tu tía Laura? ¿Tiene
novio? ¿Cuánto le paga de sueldo tu tía Elizabeth a tu primo Jimmy?
—No lo sé.
—Bien —dijo Rhoda, bastante desilusionada—. Supongo que no hace tanto que estás en la Luna Nueva para haber averiguado esas cosas. Pero supongo que ha de ser muy diferente de lo que estás acostumbrada. Tu padre era pobre como una rata, ¿no?
—Mi padre era un hombre muy, pero muy rico —dijo Emily, seria.
Rhoda se quedó mirándola.
—Yo pensaba que no tenía un centavo.
—Y no lo tenía. No obstante, la gente puede ser rica sin dinero.
—No me imagino cómo. Pero, de todos modos, tú vas a ser rica algún día; dice mamá que probablemente tu tía Elizabeth te deje todo su dinero. Por eso a mí no me importa que estés viviendo de caridad, yo te quiero y voy a seguir siendo tu amiga.
¿Tienes novio, Emily?
—¡No! —exclamó Emily, sonrojándose terriblemente y escandalizada ante semejante idea—. Sólo tengo once años.
—Ah, en nuestra clase todas tienen novio. El mío es Teddy Kent. Le estreché la mano después de haber contado nueve estrellas durante nueve noches sin fallar
ninguna. Si haces eso, el primer muchacho al que le das la mano después tiene que ser tu novio. Pero es muy difícil. A mí me costó todo el invierno. Hoy Teddy no ha ido a la escuela, ha estado enfermo durante todo el mes de junio. Es el muchacho más guapo de todo Blair Water. Tú también tienes que tener novio, Emily.
—Ni hablar —declaró Emily, irritada—: No me interesan nada los novios y no lo tendré.
Rodha sacudió la cabeza.
—Ah, supongo que crees que no hay nadie a tu altura porque vives en la Luna Nueva. Bueno, si no tienes novio no vas a poder jugar a las sillitas.
Emily ignoraba por completo el misterio de las sillitas y no le importaba. Fuera
como fuese, no pensaba tener ningún novio, y volvió a afirmarlo con tanta decisión que Rhoda consideró prudente cambiar de tema.
Emily se alegró cuando sonó la campana. La señorita Brownell accedió graciosamente a la petición de Rhoda y Emily trasladó sus pertenencias al nuevo
asiento. Rhoda no dejó de susurrar durante toda la última hora y, como consecuencia, Emily recibió algunas reprimendas, aunque no le importó.
—La primera semana de julio voy a dar una fiesta de cumpleaños, y si tus tías te dejan venir, te invitaré. Pero a Ilse Burnley no.
—¿No te gusta?
—No. Es insoportable. Y además el padre es ateo; y ella también. En los dictados siempre escribe «Dios» con «d» minúscula. La señorita Brownell la reprende, pero ella lo sigue haciendo. La señorita Brownell está interesada en el doctor Burnley y por eso no la castiga. Pero mamá dice que no lo conquistará, porque él odia a las mujeres. A mí no me parece decente tratar con esa gente. Ilse es una niña muy rara y tiene un carácter espantoso. Igual que su padre. No tiene ninguna amiga. ¿Y no te parece ridículo ese corte de pelo? Emily, tú tendrías que llevar flequillo. Es la última moda y a ti te quedaría bien porque tienes la frente alta. Estarías hecha una verdadera belleza. Tienes un cabello precioso y tus manos son hermosas. Todos los Murray
tienen las manos bonitas. Y tienes unos ojos tan dulces, Emily.
Emily nunca había recibido tantos cumplidos en su vida. Rhoda le hacía un elogio tras otro como quien aplica yeso con una espátula. Emily quedó aturdida y se fue de la escuela a su casa, decidida a pedirle a la tía Elizabeth que le cortara un flequillo. Si ello la convertía en una belleza, tenía que conseguirlo. Y también le pediría permiso a la tía Elizabeth para ponerse las cuentas venecianas para ir a la escuela al día siguiente.
«Así las otras niñas me respetarán más», pensó.
A partir del cruce de caminos en que se separó de Rhoda, siguió sola, y se dispuso a revisar los acontecimientos del día con la sensación de que, después de todo, había mantenido bien alta la bandera de los Starr, a excepción de un revés temporal con el asunto de la víbora. La escuela era muy diferente de lo que ella había esperado, pero así es la vida, como le había oído decir a Ellen Greene, había que conformarse con lo que ésta daba. Rhoda era encantadora y había algo en Ilse Burnley que hacía que le cayera bien; y en cuanto al resto de las niñas, Emily se vengó de ellas imaginando que las colgaban a todas en hilera por haberla matado de un susto con una víbora, entonces dejó de sentir resentimiento hacia ellas, aunque algunas de las cosas que le habían dicho siguieron doliéndole amargamente durante algún tiempo. No tenía un padre a quién contárselas, ni cuaderno dónde escribirlas, de modo que no podía exorcizarlas.
No tuvo la oportunidad inmediata de pedir su flequillo, pues en la Luna Nueva había visita y sus tías estaban ocupadas preparando una cena muy sofisticada. Cuando trajeron el postre, Emily aprovechó la ocasión que le brindaba un súbito silencio en la conversación de los mayores.
—Tía Elizabeth —dijo—, ¿puedo dejarme flequillo?
—No. No me gustan los flequillos. De todas las modas tontas de hoy en día, el flequillo es la más tonta.
—Ay, tía Elizabeth, déjame cortarme el flequillo. Me convertiría en una belleza, me lo dijo Rhoda.
—Haría falta bastante más que un flequillo para conseguir eso, Emily. No habrá flequillos en la Luna Nueva, excepto los de las vacas Molly. Ellas son las únicas criaturas que deben usar flequillo.
La tía Elizabeth mostró una sonrisa triunfante a la mesa: sólo sonreía en contadas ocasiones, cuando pensaba que había silenciado a alguien ridiculizándolo de manera exquisita. Emily se dio cuenta de que era inútil añorar un flequillo. La belleza no le llegaría por ese lado. Era realmente una mezquindad por parte de la tía Elizabeth.
Exhaló un suspiro de desilusión y descartó la idea por el momento. Había otra cosa
que quería saber.
—¿Por qué el padre de Ilse Burnley no cree en Dios? —preguntó.
—Por lo que le hizo la madre —respondió el señor Slade con una risita. El señor Slade era un anciano gordo y jovial con abundantes cabellos y patillas. Ya había
dicho algunas cosas que Emily no comprendió y que al parecer pusieron a su señorial esposa en una situación muy embarazosa.
—¿Qué le hizo la madre de Ilse? —preguntó Emily, interesada.
Entonces la tía Laura miró a la tía Elizabeth y ésta le devolvió la mirada.
Entonces tía Laura dijo:
—Ve a dar de comer a los pollitos, Emily.
Emily se puso de pie con dignidad.
—Podéis dejar claro que no se debe hablar de la madre de Ilse y obedeceré. Entiendo perfectamente lo que queréis decir —dijo, al tiempo que dejaba la mesa.

Emily, la de Luna NuevaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora