.Los platos rotos

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-¡Me he venido a tomar por culo por ti y tu hija! ¡Y tú parece que no lo valoras!

-¡Haberte quedado en Madrid! Ah, no... ¡que allí estabas en paro! Admítelo, ¡soy lo mejor que te ha pasado!

Sus voces resuenan por toda la casa, y Kurt Cobain no los consigue ahogar desde mis cascos. Me giro a ver el reloj de la pared, cuando otro grito parece sacudir las paredes.

-¡ESTABA MEJOR SIN TI, ENTÉRATE!

-¡PUES HAZ LA MALETA Y VUELVE A TU MIERDA DE VIDA! ¡NO TE NECESITO!

Los pasos de Albertos suben por la escalera y le escucho meter, entre gruñidos e insultos, parte de su armario y sus cosas de higiene personal. La bolsa de lona con la que finalmente sale está llena hasta los topes y apesta a desodorante barato y a colonia de tío.

Su portazo retumba y por un momento creo poder oír el sonido de su coche al acelerar. No sé si volverá o cuando lo hará.

Entonces empieza una cruenta batalla en mi cabeza, protagonizada por dos molestas vocecitas. La primera voz (que curiosamente es la mía con cuatro años) me pide que baje y ayude a mi madre que debe estar hecha polvo. La segunda voz me tienta a quedarme en la cama, con la música, y a fingir que no he oído nada.

Cinco segundos más tarde estoy yendo a la cocina. Maldita sea, ¡es mi madre!

El panorama que me encuentro es desolador. La habitación parece haber sido arrasada, haber afrontado un terremoto y tres tornados.

Las sillas están volcadas, la mesa ha ido a dar contra una pared, una olla se ha abollado y ahora está tirada en los baldosines. Pero lo más penoso de la escena es mi madre, que está acurrucada en una esquina, llorando al lado de una pila de platos rotos. Todavía no me ha visto.

En cuanto se percata de mi presencia, va corriendo al armario y agarra con las manos temblorosas la escoba y el recogedor. Intenta fingir que no le pasa nada, pero sus piernas flaquean. Cuando se agacha para barrer, sus rodillas ceden y se cae.

Me acerco corriendo y me coloco hasta estar a su altura. Me siento a su lado en el suelo y le acaricio el pelo mientras ella entierra la cabeza en mi hombro.

Por primera vez en mucho tiempo, no la aparto de mí. Sus lágrimas me manchan la camiseta del pijama y da ligeras sacudidas al ritmo de los sollozos. Una vez me dijeron que las lágrimas son recuerdos que necesitan salir de nosotros. Ahora, viendo a mi madre, me doy cuenta de que tenían razón.

No sé cuanto llevamos así, bien podrían ser horas o minutos. Pero, de repente, alejo suavemente a mi madre de mí y me pongo en pie. Alargo mi mano y la levanto del suelo. De la mano, como niños de un cuento, la llevo hasta los sofás del salón.

Consigo que se siente y que deje de llorar a base de besos en la mejilla y de pequeños abrazos. Cuando veo que la puedo dejar sola un poco, corro al cuarto de baño y llevo a la pequeña mesa del salón: pintauñas rojo putón, quitaesmalte y mi típico pintalabios escarlata mate.

Después, me acerco al estante donde está toda la música. Ninguna me inspira, así que voy a mi cuarto a ver si tengo algún CD que me cuadre.

Entre dos libros de filosofía que encontré caminando por el Rastro un domingo de primavera, veo un disco que se me ha pasado por alto.

Saco la banda sonora de "Mamma Mia" y vuelvo al salón, colocándolo en la cadena de música. Le doy la vuelta a la carátula y localizo la canción que quiero escuchar. Voy pasando las demás y me detengo cuando veo el número 11.

Chiquitita.

Mi madre solía cantármela cuando yo volvía de casa de mi padre y las pesadillas no me dejaban dormir. Yo me hacía a un lado para que ella se pudiera meter en la cama conmigo. Era el sentimiento más reconfortante del mundo. Me peinaba el pelo con las manos y hacía círculos con su pulgar en mi mano, mientras cantaba bajito, hasta que yo cerraba los ojos. No me dormía hasta que no sentía el espectro de su beso suave en la frente.

Supongo que ahora me toca hacer lo mismo, pero no sé si seré capaz de ayudarla. No es lo mío, al fin y al cabo.

Cuando los primeros acordes de la canción llenan el salón, sonríe con los ojos rojos. Decido ir a buscar antiguas fotos, donde aún no conocía a Alberto y yo no tenía bulimia.

Me ve llegar cargada con ellos y hace una mueca. Me siento a su lado y coloco el álbum entre medias de las dos.

-¿Te acuerdas de cuando...?

Nos pasamos toda la noche hablando y la saco alguna que otra sonrisa.

El reloj de pared marca las tres y su sonido nos insiste a irnos a la cama.

Mi madre me acompaña a mi cuarto y quita la colcha a la cama. Me meto rápido, porque hace mucho frío, y sé que entre las sábanas, estaré calentita.

-Métete conmigo.- le pido con mi mejor cara de cachorrito.- Anda, porfa.

No rechista y se acuesta a mi lado. Parece como si hubiéramos vuelto atrás en el tiempo, a un momento en el que la palabra "bulimia" no perturbaba la paz. Añoro esos días con todas mis fuerzas. Nada rompe el silencio, que es como un cielo claro, sin atisbo de tormenta.

Unos minutos más tarde, noto que se va de la cama.

-Te quiero, mami.- musito.

No la llamaba así desde que tenía siete años. Se me queda mirando, embobada.

-Y yo más.

-Yo de aquí a la Luna.

-Pues yo de aquí a la Luna...y vuelta. - y, con una sonrisa de verdad, cierra la puerta de la habitación.

Morfeo no tarda mucho en atraparme.

Perdón por tardar tanto en subir. Las clases me están volviendo loca. Lo intentaré compensar subiendo un par de capítulos más seguidos.
Besos para todos

Nadie dijo que fuera fácilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora