CAPÍTULO I

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Hoy hacía justo un mes que los residentes de Petricor no veíamos el Sol.

No llovía intensamente todo el tiempo, pero sí la mayor parte del día, sin embargo, hoy sólo caía una fina llovizna. A parte de esto, sobre las seis menos algo empezaba a oscurecer. Eran las diez de la mañana y me encontraba en el primer domingo de octubre. Miré por la ventana y tan solo unas cuatro o cinco personas caminaban por aquella calle. El barrio en el que yo vivía se llamaba Villa Negra, y haciendo honor a su nombre, era muy deprimente.

Todas las casas de la zona eran semejantes a la mía: casas grandes, de dos o tres plantas, lúgubres, viejas y tristes con fachadas simples y pequeños jardines artificiales con flores de colores y verjas bonitas, en un intento de añadir algo de naturalidad a nuestras herméticas y pautadas vidas. Estos casoplones eran propiedad en su mayoría de viejos matrimonios y varias familias numerosas de situación económica estable. Hombres y mujeres de bien, con buena reputación entre el pueblo. Este era un barrio de empresarios pequeños y empleados de oficios prestigiosos. Las familias nucleares de cuatro o más miembros, así como la institución del matrimonio era algo ya tan obsoleto que casi se consideraba parte de la historia, pero en mi pueblo todavía existía gente con un pensamiento muy estancado y tradicional que había conseguido que esto se siguiese manteniendo como «lo normal». Mi familia había respetado ese modelo: un hombre felizmente casado con una mujer, que había aportado al mundo tres hijos sanos: dos mujeres y un varón.

Mi madre se llamaba Nora. Y mi padre, Ángel. Mi hermano se llamaba Emel, que es el mediano. Sia es la más pequeña, y por último yo, Génesis, que soy la mayor de los tres. Es un nombre un tanto peculiar, ¿verdad? Se debe a una popular leyenda que los petricoreños creen desde hace muchas centurias, que se ha ido transmitiendo de generación en generación, la cual dicta que al primero de tus descendientes, solo al primero, insisto, has de nombrarlo con una palabra cargada de significado histórico o mitológico, o bien fuera un nombre muy extraño, para poder protegerle de las maldades que va a encontrar en su vida futura, como espíritus, conjuros de magia negra, mal de ojo, rituales de vudú... ya que al ser el primero de los descendientes se tiene más probabilidad de que atraigas a las desgracias. Esta tradición entre la gente del pueblo era tomada muy en serio. Se decía que las familias que no seguían este mito eran las mismas que traían las desgracias a la tierra o que odiaban a sus hijos. Por todo ello hay personas con nombres muy comunes y otros no tanto. Como veréis, mis padres se decantaron por la primera opción, el nombre histórico. También era muy tradicional que todo el mundo tuviera gatos en las casas, pues se decía que atrapaban las malas energías. Nosotros teníamos uno de color negro llamado Bigotes.

Se podría decir que éramos una familia bastante normativa y sin dificultades económicas que vivía bien en torno a la situación. Pero en realidad nadie podía ser feliz en un mundo como este. Intentábamos sobrellevar la situación como podíamos, ignorando muchas de las informaciones que llegaban a la superficie y restando importancia a cualquier problema. Pero por lo general la gente vivía más triste.

Emel era cuatro años menor que yo, de complexión delgada, paliducho, de pelo recio ennegrecido y corto y tenía los ojos verdes grisáceos. Casi nunca salía de casa porque o estaba jugando a videojuegos o porque mi madre se lo prohibía. Ella tiene 38 años —me tuvo muy joven—, su cabello es castaño oscuro que le llega por los hombros, tez pálida y ojos cargados de pigmentación oscura. Tenía un característico lunar bajo el ojo izquierdo. Además, siempre ha estado muy delgada. Fue una persona alegre y optimista hasta que la situación del planeta empezó a cambiar radicalmente. Tenía muchos miedos y paranoias, por lo que tomaba fuertes dosis de pastillas para la ansiedad. No le gustaba conocer malas noticias y quería intentar vivir al margen de todo ello. Sufría muchísimo cada vez que alguno de nosotros salía de casa, pese a que debíamos ir a formarnos a los centros educativos todos los días como cualquier niño o adolescente. Mi madre había sido cantante y compositora, pero cuando se quedó embarazada de mí tuvo que renunciar a ese futuro y dedicarse a una vida de ama de casa y mi cuidado y posteriormente el de mis hermanos. Esto siempre me ha dado mucha pena porque podía haber llegado tan lejos como ella hubiera querido. En cierto modo me auto culpo un poco.

GÉNESIS © Ya a la ventaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora