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— ¡Una hija! —miró la carta con los ojos abiertos de par en par— ¡dice que tengo una hija!

Alfonso miró a su mentor y socio con los ojos entrecerrados. Tenía alrededor de cincuenta años, pero se conservaba muy bien. Seguía teniendo un cuerpo marcado, apenas tenía arrugas y su cabello seguía perfectamente de un color rubio caramelo, cómo al parecer, el de su hija, pensó. Sacudió la cabeza y mostró la carta a Alfonso.

— Lee, lee... Esa mujer... Bruja... —suspiró, recordando.

Amanda Puente había sido la primera mujer de su vida, pero no la última. Habían tenido un breve pero intenso romance cuando, uno de sus amigos le contó lo que su novia hacía cuando él no estaba. Le había roto el corazón en mil pedazos aquella tarde, cuando se enteró que no solo salía por ahí con otros hombres, sino que también se acostaba con ellos. Tuvo la enorme suerte de contar con el apoyo Lidia en todo momento, y decidió contarle que con la que se iba a casar era con ella. ¿Qué su corazón le había pertenecido siempre a Lidia? Já. Siempre le había pertenecido a ella, pero jugó con él y con sus sentimientos y ahora, veinticinco años después, quería encasquetarle a su hija bastarda.

— Puede que no sea mía —agregó, cuando Alfonso lo miró—. Sabe que tengo dinero y una buena posición social, seguramente sea una trampa para intentar cazarme.
— Pero en la carta dice...
— ¡Olvídate de la carta! Esa mujer era un diablo con faldas, me engañó, ¡vete a saber con cuantos! —sus ojos se clavaron en los de Alfonso— ¿Por qué tiene que ser mi hija? A lo mejor es de otro que, simplemente, tiene algunos rasgos en común conmigo.
— Pero, ¿y si lo fuera? Por lo que dice aquí, ella se está muriendo...
— No te engañes, mala hierba nunca muere —miró fijamente a la mesa por unos segundos y, con una idea clara, levantó de nuevo la mirada—. Tienes que ir a conocerla.
— ¿Yo? —Felipe asintió— ni siquiera sé su nombre...
— Bueno, tenemos el de Amanda, y su dirección.

Dos días después, Alfonso se encontraba frente a una pequeña casa a las afueras de la ciudad. Suspiró por tercera vez desde que había bajado de su coche y miró el buzón. Amanda y Anahí Puente. Anahí debía de ser el nombre de la supuesta hija de Felipe. Se acercó a la puerta y, unos segundos después, una morena de metro setenta le abrió.

—Buenos días —saludó educadamente, mirándola, si esa era la supuesta Anahí, no se parecía en nada a la descripción de su madre.
— ¿Puedo ayudarle en algo? —lo miraba con curiosidad, sus ojos tampoco eran azules.
— Estaba buscando a la señorita Puente.
— ¿Anahí? —él asintió— lo siento, no está. La pena es que no sé cuando volverá...
— ¿Su madre tal vez?¿La señora Amanda?
— Puede intentarlo, pero está bastante débil —por lo menos eso no era mentira— ¿su nombre?
— Alfonso, Alfonso Herrera —dijo seguro, ella asintió y le dejó pasar.
— Me llamó Noemí —sonrió— Noemí Delgado, soy la enfermera de la señora Amanda.
— Entiendo —asintió y la siguió por un estrecho pasillo.

La habitación estaba poco iluminada y Noemí le explicó que la luz estaba empezando a molestar a Amanda, pero que debían tener algo de ella porque sino no podría ver lo que hacía. Se acercaron a la cama y Noemí acarició dulcemente la mano de Amanda, que, en ese mismo momento, abrió los ojos despacio.

— Amanda, el señor Herrera ha venido a verte.
— ¿Nos puedes dejar solos? Es un asunto bastante personal —la enfermera asintió y salió en completo silencio.
— ¿Quién es usted? —peguntó Amanda, quitándose ligeramente la máscara de oxígeno que la ayudaba a respirar.
— Soy un muy buen amigo de Felipe Portilla —ella sonrió y abrió los ojos, ligeramente emocionada.
— ¿Te envía por Anahí? —Alfonso asintió— Ella no sabe nada de la carta, no debe saberlo.

Hija ocultaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora