PROLOGO: CUATRO AÑOS ANTES

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Habían invadido el Santuario.

Los chicos estaban preparados en sus posiciones, las que la directora Garnet había proclamado meses antes, preparándose para tal ataque.

Y ahí estaba Maya Dyner, con su pequeña mano temblando frente al agarre de su espada de cristal. Era tan delgada que, con un simple toque, era capaz de cortar los huesos. Un arma demasiado insegura para una niña de doce años. Sin embargo, Maya no era una simple niña.

Miró a su alrededor, sus amigos estaban ahí, tan seguros de sus propias habilidades que no se inmutaban en temblar, no como ella.

Y entonces, ¿Por qué Maya Dyner temblaba ante la inminente batalla? Si ella era una de las que mejor estaban preparadas dentro del santuario.

Pues porque estaban ahí por ella. Sus amigos y sus enemigos. Sus padres y los amigos de estos. Todos reunidos en el vestíbulo, mirando en todas direcciones, desde la puerta de entrada hasta el enrejado pasillo al que Maya tenía prohibido ir.

Estaba aterrada.

Miró a su madre, junto a ella, y ésta solo le sonrió. Era su manera de decirle que todo estaría bien, que jamás le harían daño a Maya.

O eso era lo que la niña creía que significaba.

Tal vez solo estaban completamente perdidos ante el destino de sus inminentes muertes.

Y si morían, todo sería culpa de Maya.

Un fuerte golpe hizo que todos se giraran hacia la puerta de entrada, que comenzaba a resquebrajarse y dejaba entrar la luz de la luna.

Maya pasó saliva, sentía una obstrucción en la garganta, tal que no podía controlarla y sentía unas inmensas ganas de echarse a llorar, como la niña pequeña que era.

No estaba lista para pelear. Cosa extraña viniendo de May, quien era de las mejores guerreras de su categoría.

Su madre le dio un beso en la mejilla y le susurró algo al oído que la dejó un poco más tranquila.

-Eres mucho mejor de lo que imaginas. Harás grandes cosas y lo sé, estoy segura. Así que ahora tranquilízate y patea el trasero de esos tontos demonios.

Maya sonrió y relajó el agarre de su espada, se irguió y entrecerró los ojos. Era hora de ser la Maya que había sido toda su vida. Era hora de comenzar a atacar.

Garnet estaba al frente de ellos, con las flechas de su arco colgando tras la espalda. Era realmente hermosa. Sus rizos dorados y su simpática sonrisa, que en ese momento era remplazada por una mueca, inconfundiblemente de odio, contra Valliot y todo lo que representaba al hombre.

Maya caminó hasta posarse junto a Garnet.

-Ya lo sabes May, si esto se sale de nuestras manos, no lo dudes...corre y escóndete. Vienen por ti, no por nosotros.

Maya asintió, deseando con todas sus fuerzas que nada le sucediera a nadie.

Las puertas se abrieron de golpe, y el infierno entró al santuario.

Maya salió corriendo hacia la oscuridad de la noche, con su espada en mano y una docena de demonios frente a ella. Saltó contra uno de ellos, enroscando sus piernas alrededor del cuello de este. Era demasiado horrible, cualquier niña de doce años que viera un hombre gigantesco, con la piel escamosa en tonalidades rojizas, se espantaría. Pero Maya solo pensaba en sobrevivir y en que no le sucediera nada malo a las personas que amaba.

Con toda la fuerza que pudo reunir, penetró el pecho del demonio con su espada de cristal, entre un estruendoso sonido de huesos rotos y sangre manando de la piel escarlata del demonio, este se desvaneció contra el suelo del jardín. Maya salió volando lejos y aterrizó junto a Greefen. El niño la ayudó a incorporarse y salieron corriendo juntos.

Un demonio cayó junto a ella, sujetándola por el pie. Maya dio un fuerte golpe contra el suelo, haciendo que perfilara este con la sangre que manaba de sus labios. Se giró en el suelo, quedando acostada y con la espada a unos metros de ella. El demonio se levantó de un salto y quedó sobre May. La chica apretó la mandíbula y se retorció bajo él, recordando los entrenamientos con Aidan. Removerse bajo el peso de alguien ayudaba a salir. Así que eso fue lo que hizo. Se removió tanto, que por su pequeño tamaño salió por un costado.

Maya se arrastró por el suelo ensangrentado hasta alcanzar su espada de cristal, sin embargo, centímetros antes de llegar, el demonio la tomo de los cabellos y la lanzó hasta el otro extremo del jardín.

Entre jadeos de dolor y con la respiración entrecortada, May se llevó la mano al collar de las cuatro ges que funcionaba para abrir cualquier puerta del santuario, sin embargo, descubrió que no estaba ahí, y recordó a quién se lo había obsequiado.

Se quitó a aquel niño de sus pensamientos y salió corriendo, desarmada, ensangrentada y asustada, hacia el bosque iluminado por la luna.

Sabía que la seguían, sabía que no había escapatoria. Valliot la encontraría y la mataría. Sus padres, sus amigos...Aidan. Ese sería el adiós. Sin tiempo de despedirse. Un adiós que quedó flotando en el aire invernal del santuario.

Maya se limpió los ojos de donde manaban lágrimas inservibles y siguió corriendo todo lo que sus pequeñas piernas le permitían. Estaba impregnada en olorosa sangre de demonio.

Tropezó con las raíces de un gran árbol y sus brazos rasparon el suelo nevado.

Miró al cielo oscuro y descubrió lo grande de un árbol. Desde pequeña sabía treparlos como si fuese experta en ello. Se irguió de prisa y corrió como si la vida se le fuese en ello, subió el árbol entre jadeos y respiraciones entrecortadas. Sabía que era su fin. Era tenebroso que una niña tan pequeña pensara en la muerte como una amiga no tan lejana. Estaba al borde del abismo, y al final de este Valliot Ednes la esperaba con las manos abiertas. La quería. Ella sabía información secreta, que él quería mantener en ese cajón de planes de guerra, sobre su misteriosa misión de acabar con todo lo que representaba la vida angelical. Pero Maya aun no sabía que aquella información era tan importante como para quererla muerta. Nadie podía ayudarla. Ni siquiera sus padres, o sus amigos. Todos estaban allá lidiando una inservible batalla. Una pequeñísima de todas las que se avecinaban con la información que Maya tenía en su poder. Estaban perdidos. Necesitaban ayuda.

Maya trepó hasta la copa del árbol y miró bajo ella. La blanca nieve se extendía como una alfombra, cubriendo el suelo del tenebroso bosque. Nadie sabía a ciencia cierta qué peligros habitaban aquel lugar. Desde pequeña había crecido con historias espeluznantes de cosas que ocurrían en el bosque. Sin embargo, el miedo a que Valliot y sus seguidores la encontraran era más poderoso que cualquier criatura que habitara en aquel páramo.

Las estrellas brillaban en lo alto y la nieve caía con delicadeza, como si esta no se diera cuenta de la muerte que estaba tan cerca. De la muerte que estaba viendo la batalla. Entonces Maya pensó en quién moriría aquel día.

¿Sus padres?, ¿sus amigos?

Estaba aterrada. Sus manos temblaban. Solo quería que todo terminara. Entonces sus deseos fueron escuchados por una fuerza más poderosa, cuando las pisadas de una docena de demonios resonaron bajo el árbol donde se encontraba la pequeña niña de doce años. 

MITADES DE ÁNGEL- EL RETORNO DE EDNES ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora