VII

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Alice

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Alice

Corrí hasta el bosque e intenté seguir las huellas o cualquier rastro el cual me pudiera decir que camino habían seguido. Me detuve al escuchar algunos ruidos, esperando ver a algún animal o a alguien más que quisiera atacarme. Pasaron varios minutos y no lograba ver nada, hasta que sentí que algo pesado me había golpeado en la espalda haciéndome caer. Debo admitir que me asusté un poco, pues no lograba quitármelo de encima y por lo mismo tampoco me era posible defenderme.

—Tranquilízate—escuché una voz un tanto conocida.

—¿Sebastián? —grité, logrando ver su rostro—¿Qué haces? ¡Quítate de encima!— Era mucho más fuerte que yo.

—¿Acaso estás loca? Sólo a ti se te ocurre ir detrás de los cazadores—comentó ¿enfadado?

Me tomó de las muñecas y las llevó a mi espalda, sujetándolas con una especie de soga. Después de sujetar perfectamente mis manos se me quitó de encima. Luego me tomó de los hombros y me levantó del suelo como si yo fuera un objeto liviano. Se colocó frente a mí y tomando la parte que sobresalía de la soga, la sujetó con su mano derecha y tiró de ella sin la más mínima delicadeza. Comenzamos a caminar de vuelta a San Francisco.

En ese trayecto, pensaba ¿Por qué había venido por mí?... ¿Mis fuerzas se habían ido o la soga era de algún material especial? No lograba romperla. Decidí no avanzar y dejar de ser su estúpido títere... Aunque más bien, yo parecía una mascota en pleno paseo.

—¿No piensas caminar? —Lo ignoré. Buscó mis ojos—Te comportas como una niña tonta—Estaba frustrado.

—¡Déjame tranquila, no tienes que hacer esto! —grité tan fuerte como pude, no me importó parecer arrogante. De igual manera estaba harta. Comencé a jalar las cuerdas. Dolía, pero tenía qué quitarlas.

—¡TE ESTÁS HACIENDO DAÑO! —gritó al ver que mis muñecas sangraban.

—¿Y eso a ti qué te importa? —murmuré, sin darle importancia al dolor o el hilo de sangre que comenzaba a caer al suelo.

Se acercó rápidamente, creí que me golpearía, no es que lo conozca mucho, pero nunca lo había visto tan enfadado. Retrocedí a la vez que él avanzaba. Pero no funcionó. Tomó la soga y la jaló con fuerza hasta quedar a pocos centímetros de su pecho. Se inclinó un poco hacia mí; tomó mis piernas y me subió en su hombro como si de un objeto se tratara.

—¿QUÉ HACES, IMBÉCIL? —grité mientras golpeaba su espalda una y otra vez.

Gruñía. Mis golpes eran fuertes, pero no me detendría. Comencé a mover mis piernas, haciéndole más difícil su labor. Gritaba, parecía una loca, pero necesitaba que me bajara y me dejara libre. Me enfurecía que estuviera haciendo todo esto.

Alma De Un DemonioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora