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-¡No, no es posible! -dijo ella riéndose sin querer, mientras él asentía con la cabeza, con gesto de impaciencia-. Ibas... con tu caballo por ahí, como un trabajador normal y corriente del rancho, comprobando las cercas y el ganado. Yo te vi.

-¿Me estuviste vigilando? -preguntó él.

-Naturalmente. ¿Crees que iba a aparecer un buen día por este rancho y me iba a arriesgar a bajar sin más ni más, a la mina? ¿Sin saber si había alguien rondando, por aquí? Te he estado vigilando, estos tres últimos días.

-Soy ranchero. Y como tal, trabajo la tierra -exclamó él, indignado.

-Se supone que debías estar en Dallas, asistiendo a una reunión familiar.

-No me apetecía ir a Dallas -replicó él, sarcástico-. ¿Y tú? ¿Has estado espiándonos, a mí y a mi rancho?

-No es tu rancho -le recordó ella.

¡Ay! Eso era lo último, que debía haberle dicho.

Él puso una cara, como si fuera a estrangularla allí mismo, en el poyete de la chimenea donde estaba sentada. Se acercó a ella jadeante, mirándola con gesto amenazante, como si fuera a agarrarla por el pelo y zarandearla, de un lado a otro.

Pero no lo hizo. Sólo la fulminó, con la mirada.

-No, no es mi rancho. Eso es algo que tu familia se ha encargado de recordarle, continuamente, a la mía. Tú probablemente nunca lo entenderías, pero cuando un hombre trabaja un pedazo de tierra de sol a sol, dejando en él su sudor y su sangre, cuidándolo como si fuera suyo, empieza a pensar ciertas cosas que mejor no...

-Quizá me expresé mal. Lo que quise decir es que me di cuenta de... lo mucho que te preocupa esta tierra.

-¿Preocuparme? -dijo él riéndose con ironía-. Me preocupa tener comida para cenar, me preocupa si mi equipo de fútbol gana o pierde un partido, me preocupa si lloverá o hará sol. Lo que yo siento por este rancho, va mucho más allá de una simple preocupación.

-Está bien -replicó ella, poniéndose de pie, cansada de verle en aquella posición de superioridad; aunque, ciertamente, una vez de pie, tampoco cambió demasiado la situación-. Lo siento.

-Así que crees que puedes entrar aquí sin más, sólo porque das por descontado que tu familia es la dueña de esta tierra, ¿verdad? Y que, por la misma razón, puedes entrar también sin más en esa mina, sólo para tratar de encontrar ese estúpido diamante...

-Sí. Tienes razón. Lo siento.

-¿Lo sientes? ¿Qué es lo que sientes? ¿Haberme dicho que se trataba sólo, de una expedición geológica para tu doctorado? ¿Qué era la oportunidad profesional de tu vida? -le puso la mano debajo de la barbilla y le levantó la cara, al tiempo que la miraba fijamente, con dureza-. Mientes muy bien, Red.

Ella se apartó de él bruscamente y retrocedió hacia atrás unos pasos, tropezando con la peana de la chimenea. Se habría caído, de no haber sido porque él la sujetó muy diligente.

-¿De verdad no sabías, que era yo? -dijo, mientras seguía apretándola hasta casi hacerle daño.

-No. Por supuesto que no. Ya se lo he dicho. Pensé que era sólo, un peón del rancho. Pensé...

-¿Qué?

-Nada.

Ella se ruborizó, sólo de pensar en lo que había estado a punto de decirle; que era un hombre muy atractivo, un hombre amable y sencillo, con el que hubiera deseado compartir cosas muy íntimas.

¡La de cosas que le hubiera gustado hacer, con él!

¡La de cosas que había planeado hacer, cuando estuvieran allí!

Diamante de AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora