Prólogo

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La primera vez que vi a Chris, yo tenía siete años, y podría decirse que él también. En aquel momento me sorprendió su mirada curiosa, sus ganas de descubrir un mundo nuevo del que apenas tenía recuerdo. Ahora, solo me sorprende la gracia con la que encaja los golpes, su filosofía y esa increíble capacidad suya de verle a todo el lado bueno de las cosas, aunque estas supongan una condena de muerte segura o pongan en duda todo aquello en lo que lleva creyendo toda la vida. Una facilidad innata para alegrar a los demás le hace especial. Pero su forma de ser, que le hace ignorar a todos aquellos que estén a su alrededor, consigue que prácticamente nadie pueda disfrutar de esa maravillosa capacidad.
Cada vez que revivo el momento en el que nuestras miradas se encontraron por primera vez, vuelvo a sentir la emoción de aquel instante: nada importaba, más que descubrir quién era ese misterioso niño que me miraba a través de sus ojos marrón claro. A pesar de que ya han pasado ocho años, podría dibujar exactamente la expresión de su rostro, una mezcla de curiosidad y desconfianza, que recibía un toque de picardía gracias a sus pecas, con formas y tamaños caprichosos, que parecían salpicaduras de café en su tez blanquecina. El pelo, pelirrojo tirando a marrón y completamente desaliñado, le daba un toque especial a la expresión tan propia de él. Y, de alguna forma, yo desde el primer momento ya sabía su nombre. Chris... Algo me lo susurraba en la mente, una voz desconocida que a la vez me insinuaba que ese niño, que tan especial parecía, ciertamente no era como los demás. Me insinuaba que juntos viviríamos grandes aventuras, que juntos aprenderíamos lo que es la vida y todas esas lecciones desconocidas para la mayoría de las personas, tan importantes como saber hablar la lengua del sitio donde vives, pero con tan poca trascendencia en nuestra sociedad.
También sabía que me necesitaba. Y es que en sus ojos se podía entrever, en lo más profundo de todo, un atisbo de duda y desesperación que me daba a entender muchas cosas, entre ellas que estaba perdido en un mundo desconocido para él, pero también para mí.
Entre nuestras miradas inocentes, de niños pequeños, podíamos encontrar el principio de una gran amistad, una amistad que ninguno de nosotros dos podíamos imaginar hasta que extremos llegaría. No podíamos imaginar que llegaríamos a estar el día entero deseando que volviera la noche para poder estar juntos de nuevo. Llegamos a estar noches enteras sin dirigirnos la palabra, simplemente mirándonos, o abrazados a la luz de las estrellas y de la Luna, soñando con fundir nuestros mundos para poder estar juntos después de tantos años.
Noches enteras soñando con lo imposible...

El recuerdo de un sueñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora