Capítulo 1

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Camila Cabello juró comprarse una nueva pijama en cuanto abrió la puerta de su casa y encontró a su archienemiga. Una camiseta vieja no era una buena armadura para entrar en batalla. Afortunadamente, y gracias a haber aprendido a defenderse de unos padres canallas, no tenía miedo a nada. Y menos, a una mujer de cincuenta y cinco años, la madre de la mujer a la que había entregado su corazón y su virginidad.

-¿Qué puedo hacer por usted, señora Jauregui-Morgado? -preguntó, forzando una sonrisa que había aprendido de su madre adoptiva, la «tía» Martha.

Sabía que a la tía Martha no le hubiera gustado que sintiera rencor hacia la anciana, pero no podía evitarlo. No en vano, siempre la había tratado despectivamente y se había opuesto a la relación entre ella y su preciada hija.

Por eso Camila y Lauren habían tenido que verse a escondidas durante el tormentoso romance que habían mantenido en la adolescencia.

-Quiero que tus familiares quiten de mi vista sus caravanas -dijo Clara Jauregui-Morgado por encima del murmullo del mar.

Camila abrió los ojos desmesuradamente. ¿Su familia estaba allí?

Un escalofrío le recorrió la espalda al mirar hacia un lado y comprobar que había tres caravanas aparcadas entre su pequeña casa prefabricada y la mansión de los Jauregui-Morgado, las mismas caravanas en las que ella había viajado antes de la oportuna intervención de los servicios sociales.

Camila se pasó la mano por el despeinado cabello y pestañeó como si con aquel gesto pudiera evitar que su vida se complicara. Sin embargo, cuando volvió a mirar, comprobó que la situación, lejos de mejorar, empeoraba, pues ante sus ojos apareció otro de sus constantes motivos de preocupación.

Lauren. La vio bajar los escalones de su casa con la misma seguridad en sí misma que ya le caracterizaba de adolescente. Llevaba un pantalón negro y una camisa blanca que contrastaba espectacularmente con su cabello azabache y su bronceado natural.

El corazón de Camila se aceleró al recordar que diez años atrás, ella le había roto el corazón después de darle uno de sus ultimátum exigiéndole que la siguiera y abandonara la vida que tanto le había costado construir. Y apenas un año atrás, en una de sus visitas, coincidiendo con unos días en los que Camila estaba baja de ánimo, habían acabado en la cama al poco de encontrarse. Después, Lauren había insistido una vez más en que lo dejara todo para seguirla en sus viajes por el mundo.

Pero Camila, una vez más, no quiso ceder.

Prefirió no pensar en que desde entonces no había estado con nadie y se prometió a sí misma que resistiría toda tentación a caer en brazos de Lauren, por más que, con sólo verla, notara que su cuerpo recobraba vida. De hecho, debía ignorar todo lo relacionado con su estado emocional y concentrarse en resolver el problema de sus padres biológicos para, a su vez, librarse de la aristocrática madre de Lauren.

Esta se detuvo al pie de las escaleras.

-Mamá, no deberías haber salido. Hace frío -llevaba una toalla al cuello, prueba evidente de que acababa de lavarse el cabello, y aunque con toda seguridad había salido precipitadamente en busca de su madre, parecía tan serena como de costumbre-. El médico ha dicho que debías tener los pies en alto hasta que la medicina para la tensión arterial hiciera efecto.

«Lo que faltaba», pensó Camila, «si no soy amable con ella corro el riesgo de que le dé una embolia». E inmediatamente, oyó la voz de la tía Martha recriminándola por su crueldad: «Niña, niña...!»

No se le ocurría qué decir. En la costa, las gaviotas revoloteaban buscando su desayuno; desde Charleston, llegaba el sonido de las campanas dando las siete. Para recuperar un poco de seguridad en sí misma, Camila se estiró la camiseta y trató de imaginar que llevaba sus mejores vaqueros y sus sandalias favoritas. No se le daba mal hacer de princesa. Era una de las cosas que había perfeccionado durante su infancia circense. Siempre se había resistido a sentir vergüenza por lo que había hecho o lo que le habían obligado a hacer. Y en aquel momento, tuvo que recordarse que era una mujer de negocios, y que ella y sus dos hermanas adoptivas habían transformado la casa de la tía Martha en un restaurante de éxito, el Beachcombers.

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