Capítulo XVIII

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Adina sostuvo entre sus manos, el pequeño cuerpo de su hijo, la noche en el ghetto había caído y con ella la invernal noche de diciembre, donde las temperaturas bajaron los pocos grados que habían adquirido en el día, escondido bajo el pecho de su madre, el bebé en cuestión intentaba conciliar el sueño, mientras Adina pasaba la noche en vela para cuidar a su niño.

El silencio era aterrador dentro del lugar, cualquier pisada por más suave, se podía escuchar a kilómetros de distancia y lo único que calmaba la respiración agitada de la joven, era la sensación que su hijo le transmitía. Un pequeño cuerpesito se aferraba a ella y aunque no podía emitir palabra, Adina sabía que su hijo la amaba.  Algunos pasos colocaron en modo alerta a la joven madre, quien de sólo pensar que podía ser un guardia, se le erizaba la piel, del miedo. Esa pequeña inmunidad que gozaba durante su embarazo, se había agotado y el poco tiempo viviendo en las puertas del infierno, le dieron una vista muy nítida de lo que le podía suceder a las mujeres dentro de ese lugar, el tiempo pasaba y más personas llegaban al campo, haciendo que el trato hacia los residentes o mejor dicho, los presos políticos, se hiciera peor.

Con el alma en un hilo, la voz de su hermano logró tranquilizar su mente que ya se empezaba a imaginar alguna manera de escapar, en el caso de que esas pisadas significaran el peor de los destinos. Con sumo cuidado se levantó, para no despertar a sus compañeras y aún con el bebé en sus brazos, el cuál a pesar de tener tan solo algunos meses, había aprendido rápidamente el arte del silencio, algo sorprendente y extraño, en un bebé. Las ancianas del lugar, especulaban que esa era la consecuencia que traían los hijos que la guerra dejaba.

—¿Estás seguro que no te vieron? — preguntó la muchacha con el corazón en la garganta.

Frederick asintió, sin omitir ningún sonido. —Te traje algo. — extendió su mano derecha y un trozo de pan añejo fue lo que Adina observó, la chica no pudo evitar sonreír.

Era increíble como las necesidades del ser humano cambiaban de forma en la que el mundo se movía, antes, un trozo de pan sería la menor de las preocupaciones, incluso para Frederick y su hermana, ya que él podía trabajar lo suficiente, para que en la mesa no hiciera falta nada, pero, alejados de la civilización, atrapados bajo el yugo alemán que parecían disfrutar de la desgracia ajena, un trozo de pan extra, se había convertido en la mejor de las bendiciones. El nuevo trabajo de Frederick lo mantenía un poco cerca de las provisiones y todos los días, con mucha cautela, robaba lo que fuera, para darle a su hermana algo más, aparte de las migajas que recibía día a día por alimentos. Aveces, la comida ni siquiera se daba una vuelta por las barracas del ghetto, convirtiendo el alimento en algo esencial y para aquellos días muy escaso. Adina era consciente de que su hermano se estaba arriesgando demasiado al robar comida bajo las narices de los soldados alemanes y ellos sabían muy bien de lo que eran capaces cuando descubrían a un ladrón, el riesgo que corría Frederick cada día donde su mano ardía por tomar cualquier cosa que fuera comestible, era algo con lo que ella no estaba de acuerdo y aunque había dejado en claro su opinión, Frederick optó por ignorarla, porque sabía que ella más que nadie necesitaba esa ración extra, para su sobrino.

Decir que ella y el bebé estaban en buenas condiciones, sería mentir, porque no era así. El rastro de lo que alguna vez había sido Adina, quedó sin duda alguna, en el pasado, ahora se trataba de una jovencita escuálida, con las piernas similares a las patas de un pollo, sus mejillas hundidas eran las principales delatadoras de como la desnutrición del lugar, le habían afectado, eso y todos sus huesos que cada día sobresalían un poco más. Su cabello había perdido el brillo y tenía suerte si éste crecía algunos centímetros con el paso de los meses, aunque la apariencia de su cabello era la menor de sus preocupaciones.

Las preocupaciones de Frederick no habían cambiado mucho, su motivación día a día seguía siendo Adina, pero ahora se sumaba un pequeño acompañante, el cual aún no poseía un nombre. Adina y él habían pensado cientos de nombres, pero la joven no lograba decidirse por uno, al principio pensó en llamarlo como su verdadero padre; Adler, pero la sugerencia fue inmediatamente rechazada por Frederick, el cual se inclinaba por nombres nuevos, antes que permitir que el niño se llamara como su padre.

Víctor, Nicolás, Frank, Augusto, Otto, David, Abraham y otros miles de nombres más figuraban en la lista, pero ninguno generaba la plenitud en su joven madre, así que por los momentos, el nombre del pequeño bebé era algo desconocido, pero no por eso, el amor hacia la criatura era menor, al contrario, cada día que pasaba, Adina sentía como su corazón se agradaba y así como Frederick tenía su impulso para despertarse día a día, ella también había conseguido su energía y esa fuerza, se la debía a su hijo, el cual seguía sosteniendo en sus brazos, con el miedo constante de que algo podría separarlo de su lado.

—Escuche rumores de la resistencia. — susurro Fred en el oído de la joven, mientras ella tomaba con su mano libre un pequeño pedazo del pan que su hermano había traído.

Adina abrió de forma un poco exagerada sus ojos, y con ese simple gesto, le pidió detalles a su hermano, el cual entendió a la perfección su lenguaje.

—Dicen que están construyendo campos y que nos trasladarán hacia allá. — de igual manera su boca se encontraba en el oído de la pelirubia, como si estuvieran hablando de un secreto. — nos mataran Adina.

Escuchar esas tres palabras, erizo su piel, la muerte era algo con lo que se convivía día a día en el ghetto y eso causaba en ella un gran temor, lo normal del asunto y lo insignificante que podría llegar a ser la vida para todos los que se encontraban en el campo, lograba aflorar en Adina, quizás el mayor temor de toda su vida. Con un niño en brazos que no podía representar más que vida, no quería pensar en cómo la muerte asechaba día a día, de forma silenciosa en la espera de una nueva víctima.

Las personas caían al suelo sin vida, después de una larga y dolorosa estadía, donde la escasez de comida, medicina así como también el trabajo excesivo, terminaba por acabar con ellos, uno por uno, como un efecto domino, y por muy pesimista que fuera, fallecían alrededor de veinte personas por día, algunos por las enfermedades que se podían contraer dada las pésimas condiciones de vida, otros por la falta de comida y los que dejaban el mundo de pie, se caían como troncos al suelo cuando ya su alma no aguantaba un segundo más de vida.

—Tenemos que salir de aquí. — le susurró de vuelta la muchacha, colocándose de puntillas a la altura del oído de su hermano.

Antes que Adina lo pensará, Frederick ya se encontraba trabajando en eso, vigilando detalladamente cada punto de seguridad e ideando un plan para escapar del infierno en el que se encontraban.

—Lo haremos pequeña. — respondió de vuelta el mayor, dejando un cálido beso en la frente de la chica.

La Sombra De Mis Recuerdos / EN EDICIÓN Donde viven las historias. Descúbrelo ahora