Un juego de amantes

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Su cuerpo estaba junto al de su padre, observando la respiración de aquel viejo roble que parecía resguardar el sopor de un volcán en su boca. No podía creer que pudiera dormir tan plácidamente con todo el alboroto y la música que se escuchaba como ecos alrededor de la espesura del bosque. Helena dio un par de vueltas en la cama, intentando sosegar el insomnio. Los ruidos y las pesadillas se empeñaban en no dejarla dormir desde su llegada. Después de unos minutos más de no poder conciliar el sueño se puso de pie, tomó su chaqueta y salió de la casa llevada no solamente por su insomnio; sino por la curiosidad de saber de dónde provenía la música y los bullicios. Siguiendo su instinto, y el mar de voces que proliferaban.
Afuera los hombres de Lizano no descansaban, había varios grupos rondando la casa y sus alrededores, podía verlos a pesar de la oscuridad caminar como sombras siniestras cargando cachas largas. Siguió el sonido de la música y el alboroto, hasta llegar a un sendero poco oscuro que era como un túnel que llevaba hacía la luz de una fogata. Miró el cielo durante un instante, la luz de la luna y las estrellas entraba por el follaje de los árboles con tanta claridad que era un espectáculo hermoso. Aquel camino llevaba al lago. Cuando llegó, vio a un grupo de personas bailando y cantando alrededor del fuego, como si fuera una especie de ritual Dionisiaco. Bebían, comían, otros unían sus cuerpos y sus bocas sin ningún prejuicio. Un completo bacanal. Se acercó con disimulo para poder identificar a los presentes, sin embargo, unos ojos negros la descubrieron casi al instante. Como si la hubiera acechado desde la oscuridad. Helena se sorprendió al ver a aquella chica, llevaba unos jeans negros, blusa pequeña y justa que mostraba parte de su vientre evidentemente ejercitado. Tenía los cabellos lacios hechos un desastre, las cejas gruesas pero delineadas y sus labios carmín eran tan gruesos que le daban una sensualidad brutal. Cuando sus ojos la encontraron, hizo un movimiento con su mano para ordenar que todos pararan aquel alboroto.
—¿La despertamos, señorita Santos? —preguntó, con la voz un poco enronquecida.
Estaba sorprendida, aquella mujer conocía su nombre y ni siquiera se había presentado aún.
Helena acababa de darse la vuelta, para intentar alejarse sin ser notada por nadie más, pero ahora la música había parado y era el foco de toda atención. Suspiró para retomar la confianza en si misma después de sentirse observada.
—¿No crees que es un poco tarde para una fiesta?
La chica dio una carcajada y todos la secundaron. Aquel tono altanero e irritado con el que Helena se había dirigido a ella, era algo que normalmente no dejaba pasar por alto. Pocos eran quienes podían hablarle así, y por pocos, se resumía solamente a su padre.
—Bueno, supongo que es cuestión de perspectiva. Son casi las cinco de la mañana —aseguró, en un tono burlesco que hizo reír aún más a sus invitados.
—Entonces —continuó Helena—, ¿no crees que es muy temprano para una fiesta?
El silencio reinó, estaban todos tan sorprendidos de aquella actitud que uno de los muchachos se acercó intentando llegar hasta Helena para someterla y alejarla del lugar, pero Valeria lo detuvo con una mano.
—¿Sabe usted con quién está hablando, señorita Santos?
Todos miraban curiosos la conversación, aunque Helena dudaba que alguien estuviera en sus cinco sentidos como para comprender lo que estaba pasando.
Valeria se acercó lentamente hasta ella, despidiendo un olor a alcohol, y en sus ojos se veía una estela que dejaba en claro que no era lo único que había estado consumiendo. Pero aquello no era algo que pudiera intimidarla. En realidad casi nada lo hacía.
—Imagino que eres la responsable de tan particular reunión —respondió, mirándola más de cerca mientras cruzaba sus brazos a la altura de su pecho y veía cómo se dibujaba esa sonrisa cínica en su rostro por primera vez.
Valeria no dejaba de sonreír. Eran pocas las veces que alguien le hablaba de esa forma, y sin embargo, encontraba un poco de sensualidad en esa actitud desarraigada. La examinó de pies a cabeza, a pesar de la pijama y la chaqueta de hombre, sus ojos brillaban turquesas y sus rasgos eran exquisitos.
—Ya escucharon, muchachos. La señorita Santos quiere dormir.
Cuando dijo aquello, las voces que antes cantaban y reían comenzaron a cuchichear entre ellas. Nadie daba crédito a lo que veía, pero fuera de importarle, los ojos de Valeria estaban chispeantes mientras caminaba hacia una enorme camioneta sin dejar de mirar a Helena.
—¡Vámonos dije! —exclamó, alzando la voz y de inmediato todos comenzaron a tomar sus pertenencias y marcharse sin más.
Antes de alejarse Helena vio a una chica acercarse a Valeria, jugaba con su cabello y le habló muy de cerca susurrando algo a lo que la joven se negó. Vio cómo ésta se iba decepcionada. Sin embargo, Valeria no dejaba de mirarla de esa forma en la que solo los sujetos lo hacían. Sintió una extraña sensación, dio finalmente la media vuelta pero antes de que comenzara a caminar escuchó su voz, esta vez dirigiéndose a sus perros.
—Ya se pueden ir también.
Los sujetos se miraron entre si, pensando que quizá no era buena idea
—¿No me escucharon? ¡lárguense!
Ninguno dijo más, ambos subieron a la enorme camioneta y arrancaron con rumbo al pueblo.
Helena se dio cuenta que la chica se acercaba hasta ella. Sostenía una botella de cerveza en su mano cuando le preguntó si podía acompañarla. «¿Acompañarme?» pensó. Su casa no estaba lejos de ahí, pero simplemente se encogió de hombros y continuó caminando sin mirarla.
Podía sentir sus ojos fijos sobre ella cuando giró para seguir su camino.
—No es necesario —dijo finalmente—, sé por dónde ir.
—Insisto, permítame acompañarla.
Helena no dijo más. Aquel extraño gesto caballeroso no tenía cavidad después de que acababa de arruinarle la fiesta. Continuaron caminando juntas, la chica de los ojos oscuros unos pasos más atrás de ella sin decir nada.
Podía verse ahora el cielo clarear, y sentirse ese viento fresco que atraviesa la piel por las mañanas. Helena encogió su cuerpo, abrazándose para darse calor. El frío era penetrante a pesar de que llevaba una chaqueta gruesa. Por un instante Valeria pensó en quitarse la suya y dársela, pero estaba en tan mal estado que la había olvidado y su cuerpo parecía no sentir el resoplido frío del bosque.
Cuando llegaron al porche, la joven esperó a que Helena, como le había dicho su padre que se llamaba la hija de su nuevo contador, entrara a su casa.
Helena abrió la puerta, y se detuvo durante un instante para después volverse hacia ella.
—Que tengas buen día, señorita Lizano —dijo, para después cerrar y dejarla ahí de pie.
Valeria Lizano sonrió, divertida después de escuchar la puerta de la casa cerrarse. Había sido aquello como un juego de amantes, que se hacían pasar por desconocidos.

AUFHEBEN O EL RECORDIS DE HELENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora