Tan temprano como fue posible Ulises se puso de pie, se dio un baño, preparó el desayuno y lo dejó en la mesa para Helena. Estaba tan profundamente dormida que no pudo despertarla. Miró su reloj, Lizano le había dicho que lo quería justo al cuarto para las nueve para ir a ver lo de una finca nueva muy cerca del Bajío.
Se dibujó una cruz en el pecho, besó la frente de su hija y se colocó el sombrero antes de salir de la casa.
Fue rumbo a la casa grande, en donde los hombres de Lizano ya lo esperaban sobre una camioneta. Le impresionó ver a todos esos armados esperándolo, estaba acostumbrado a ver hombres portando armas, pero aquellas eran monumentales, no eran cualquier cosa. Uno de ellos se le acercó para pedirle que los acompañara.
—¿Pasa algo, compañeros? —preguntó un poco nervioso, viendo la fila de sujetos con metralletas y pistolas de alto calibre.
—El patrón lo necesita en el mero Bajío, licenciado. Dijo que lo alcanzara allá.
Irían al pueblo, Ulises sabía que seguro en ese lugar era donde mantenía contacto con los cárteles y se hacían los trabajos sucios. Lizano era un hombre inteligente, mantenía los negocios fuera del ámbito familiar. En la hacienda solamente se vivía, nunca se hablaba de cuentas, dinero, números o muertos.
Asintió ante las palabras del hombre. Pero un sentimiento extraño invadía su interior. No entendía por qué Lizano había cambiado el encuentro así tan repentinamente. Solo esperaba poder pasar de ese día, y volver a ver a su Helena otra vez.***
El sonido de la tetera la despertó de golpe, sacó el arma que guardaba bajo su cama sin pensarlo demasiado.
—Maldito idiota —murmuró al tiempo que se ponía de pie. Se calzó los zapatos y bajó a la cocina. Caminó hacia la estufa para apagar la tetera hirviendo que Ulises había dejado en la parrilla.
Tomó un baño, el agua tibia de la regadera parecía sentarle bien después de una noche de mal sueño. Aún creía estar viviendo en uno, como si su estadía en ese lugar fuera una farsa. A su mente vino de pronto la imagen de aquella chica, la joven Lizano. Sus turbios ojos casi negros aproximándose hacia ella, aquella voz rasposa y cansada quizá por los estragos de una noche de juerga. Había investigado un poco a los Lizano antes de emprender el viaje, habría sido muy imbécil de no hacerlo. Era su trabajo después de todo.
Valeria Lizano: sujeto femenino, veinticuatro años, altura 1.75m, peso 75 kilogramos aprx., cabello castaño: lacio, ojos café oscuro, estudiante de medicina en la Universidad De Medicina del Norte, cursando el octavo semestre, una orden de aprehensión por posesión de marihuana y detención por una riña en un bar, nada grave...
—Nada grave...
Escuchó que alguien tocaba la puerta antes de que pudiera sorber su taza de café, se colocó la bata y bajó a abrir. La "casita" que les había dado Lizano era una lujosa cabaña de dos pisos, acogedora, pero al mismo tiempo moderna.
Miró por la ventana. Era uno de los hombres de Lizano, el mismo que la noche anterior se había enfrentado a ella en la fiesta del lago.
—Las patronas quieren que vaya a desayunar con ellas, señorita.
Helena asintió, le dijo al hombre que iría en un momento fingiendo una sonrisa agradecida. Cerró la puerta y fue hasta su habitación para vestirse.
Se colocó unos jeans y una blusa color gris que ceñía su curvilínea figura y fue directo a la casa grande. Recordó lo que su padre le había dicho antes de llegar ahí. «Hacer lazos con la familia es importante, porque para ellos la familia es primero; si logramos la cotidianidad podrán darnos información importante, simpatizar con el enemigo siempre es una buena idea...»
El hombre la escoltó hasta la casa, la llevó por un sendero de adoquines que daban hasta otra entrada, un grupo de hombres armados estaba ahí. Eran como hormigas en hormiguero, había muchos de ellos dando vueltas por los alrededores. Helena recordó aquel dicho de que el que nada debe nada teme...
—Buenos días, señorita —saludó uno de ellos y los demás lo corearon.
—Buenos días —contestó Helena con cordialidad. Sintiendo la mirada y los susurros al darle la espalda al grupo de hombres que custodiaba como perros la retaguardia de la mansión Lizano. Respiró profundo, lo último que necesitaba era perder los estribos, no podía darse ese lujo, no estando justamente dentro de la boca del lobo. El momento llegaría tarde o temprano.
En cuanto llamó a la puerta, una mujer la condujo dentro, esa era otra parte de la casa, era la puerta de servicio por donde había entrado y podía ver a las empleadas domésticas preparando grandes cantidades de comida que debían ser para los hombres que resguardaban el lugar y para quienes trabajaban en la hacienda. Finalmente, el camino la llevó hasta un enorme comedor elegante, con grandes ventanas, altas sillas de madera, una mesa rectangular larga y una lámpara de araña sobre ellos.
Al final, estaba Azucena Lizano, los pequeños gemelos a su lado y al otro lado Valeria, que en cuanto escuchó que se anunciaba la llegada de Helena alzó la vista buscando no perder detalle desde su entrada. Sonrió al mirarla ahí y sin quitar sus ojos de ella, se llevó una fresa a la boca con esos enormes y gruesos labios.
—Me alegra que haya aceptado la invitación, señorita Santos —dijo Azucena, poniéndose de pie para recibirla.
—Agradezco su atención.
La mujer le sonrió, le pidió que tomara asiento y cuando lo hizo se dio cuenta de que estaba justo frente a Valeria, que no había quitado sus ojos de ella.
Helena sonrió y cuando su mirada coincidió con la de Valeria sintió como si un escalofrío le pasara por el cuerpo.
—Mi hija me contó que se conocieron ayer, debo pedir disculpas si tuvo una mala noche. Los jóvenes parecen no entender de autoridad hoy en día.
—Mamá —intervino de pronto Valeria, a diferencia de la noche anterior su voz estaba menos áspera aunque seguía siendo un poco ronca quizá de forma natural—, te dije que me disculparía personalmente.
—La que tiene que disculparse soy yo —intervino Helena—. Es su casa después de todo, yo solo soy una invitada.
—Precisamente por eso —continuó Valeria—, los Lizano somos reconocidos por nuestras atenciones y hospitalidad para con nuestros invitados. Fue una descortesía de mi parte, ¿cierto, madre?
Azucena miró a su hija fijamente, era como si aquello fuera solamente un espectáculo montado por la chica. Esa falsa cortesía solamente podía tener una razón.
—Entiendo. No tiene de qué preocuparse, ya está olvidado —finalizó Helena, sonriendo amablemente.
No comprendía por qué motivo esa conversación la estaba poniendo incómoda. La simple presencia de aquellas figuras, que emanaban cierta energía poco grata, era suficiente para hacerla querer salir de ahí. Por fortuna, una de las empleadas entró con una charola que llevaba los alimentos. Mientras los gemelos se debatían entre quién tenía el vaso de chocolate con leche más lleno, Valeria continuaba observándola sin disimulo. Ni siquiera podía comer con tranquilidad su desayuno sintiendo esa mirada aún fija en ella.
—¿Y qué la trajo por aquí, señorita Santos? —preguntó Azucena para volver a cortar el aire incómodo de ese almuerzo.
—Helena está bien —respondió, esbozando una sonrisa, que la mujer regresó con esfuerzo —. Pues...quise venir con mi padre, acompañarlo ya que desde la pérdida de mamá lo ha pasado muy mal.
Valeria, incluso los gemelos, pusieron más atención en ella que nunca.
—No sabes cómo lo lamento, yo también perdí a mi madre siendo joven. Luego conocí a Lisandro, le debo mi vida a él.
—¿De verdad? —cuestionó quizá de forma muy imprudente.
Sin embargo, Azucena no reparó en esa curiosidad. La mujer volvió sus ojos a sus hijos e hizo un mohín mientras encogía los hombros. Helena se dio cuenta de que quizá su imprudencia había sido demasiada. Azucena solamente había dicho aquello para conversar y ahora ella lo transformaba en un interrogatorio. Error.
En ese momento, un joven alto y rubio entró por la puerta del comedor, era Lisandro hijo. Llevaba un pantalón de mezclilla gruesa, botas y una camisa a cuadros, se disponía a montar por los alrededores como todas las mañanas.
—Buenos días, familia —se presentó. Besó a su hermana en la mejilla, a su madre en la frente y así mismo a sus hermanos pequeños, quienes al verlo sonrieron con alegría.
Incluso Azucena parecía feliz de solo verlo ahí de pie, respirando su mismo aire. Helena se dio cuenta de que al parecer, el hijo varón era el orgullo de ambos padres. Eso explicaba la actitud de Valeria a diferencia de la de su hermano que era como el sol que entraba por la ventana.
—Señorita Santos —dijo al verla, haciendo una reverencia con su sombrero.
Helena habría jurado que el chico tartamudeó pero logró disimularlo con genialidad
—Que gusto poder conocerla. De haber sabido que estaba aquí habría preparado un caballo para usted, ¿le gusta montar?
Helena sonrió. Estuvo a punto de contestar pero Valeria se había puesto de pie, arrastrando la silla en la que estaba haciendo un ruido terrible.
—Tarde, hermanito. Acabo de invitarla a montar yo misma, pero primero iremos a conocer la hacienda, ¿cierto?
Los ojos de Helena fueron directo a Azucena, que vigilaba a sus pequeños hijos para evitar que derramaran comida en sus ropas, había hecho un mutis en aquella conversación como si nada más existiera a su alrededor.
—Cierto —contestó, mirando a Valeria que ahora iba al mini bar para servir dos copas que coñac.
Lisandro hizo una expresión de decepción y miró a Valeria disimulando su frustración. Tomó su sombrero corrugándolo entre sus manos, posteriormente se despidió con un gesto caballeroso y salió de la casa.
—Deja de beber tan temprano. Si tu padre te ve...
—No te preocupes, mamá —continuó la chica, llegando hasta Azucena para dejarle una copa sobre la mesa y besar su mejilla—. La señorita Santos será el conductor designado.
Sonrió, regresando su mirada hacia donde estaba ella, tomando la servilleta que minutos antes había puesto sobre sus piernas para luego colocarla sobre la mesa. Al parecer el desayuno había terminado.
Helena se puso de pie, se disculpó agradeciendo la comida, pero Azucena parecía en otro mundo, era como si se hubiera desconectado de toda interacción humana.
—No se moleste, señorita —dijo Valeria que tomando su chaqueta y abriendo la puerta del comedor.
Salieron por la puerta principal, Valeria caminaba delante de ella sin dirigirle la palabra hasta que llegaron a la enorme cochera. Sacó las llaves de una imponente camioneta blanca abriéndole la puerta del copiloto con cortesía.
—Suba, Helenita. Daremos una vuelta.
La chica suspiró, odiaba que le llamaran en diminutivo. Se dio cuenta de que quizá el trabajo más difícil era pretender que aquella mocosa molesta y engreída le agradaba. Prefería arriesgar su trasero en el Bajío haciendo cuentas con el mismo Lisandro Lizano que soportar a su engreída hija.
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AUFHEBEN O EL RECORDIS DE HELENA
RomanceUna historia que demuestra cómo la venganza permanece en la memoria y la guarda en lo más profundo del corazón... como una promesa que jamás se olvida. Helena y su padre, el contador Ulises Santos, emprenden un viaje a la comunidad del Bajío donde U...