El milagro de los Dioses

298 46 8
                                    

Azucena bajó de la camioneta rodeada por los perros, echó un vistazo a la cabaña. Aquel maldito lugar que repudiaba en sus más lejanos sueños. Entró y parecía haber rastros de que alguien había estado ahí.
Miró el pescado en la mesa, sin duda Valeria y con suerte Lisandro seguían en ese lugar. Los perros entraron a inspeccionar y escucharon ruidos en el segundo piso, antes de que pudieran subir Valeria bajó despacio.
—Señorita Lizano —musitó uno de los perros, y Azucena sonrió gustosa.
—Mi pequeña —dijo al verla bajar por las escaleras, estrechándola en brazos y besando su frente con ternura maternal—. Imaginé lo peor, me alegra que estés viva.
—Déjate de tonterías —soltó la chica, esquivando los brazos de la cruel áspid—. Vámonos antes de que alguien nos encuentre.
Los ojos de Azucena miraron hacia la planta superior, buscó en ambos lados, caminó hasta la sala y finalmente se sentó frente a la chimenea.
—¡No hay tiempo que perder! ¡Vámonos!
La mujer sonrió, tenía los ojos verdes enfocados en el fuego de la chimenea, parecía chispeante.
—¿En dónde está ella? —preguntó sin dejar de mirar el fuego—. Necesito verla.
—Huyó, se nos escapó a mí y a Lisandro.
—¡Mientes! —exclamó Azucena—. No puedo creer que sigas poniendo a esa mujer antes que a tu familia. Después de lo que nos hizo, ¿sabes en dónde está tu padre?
Valeria negó. No lo había visto desde la captura inicial en la hacienda. A esas alturas pensaba que ya estaba muerto.
—Tu padre está con los aliados, gracias a Dios. Sir Lomas logró sacarlo con vida de aquel horrible enfrentamiento. Está armando una estrategia, quiere explotar el Bajío y sus alrededores antes de entregarse a la DEA. Pero antes quiere ver a sus hijos, juntos, vivos. Y aunque no quiera, tengo que llevarte con él.
Valeria tomó su chaqueta, enfundó su pistola. Como si estuviera alistándose para salir de la cabaña. Pero su madrastra se acercó hasta su nuca con sigilo.
—¿En dónde está ella, cielo?
La chica suspiró. Miró fijamente a los ojos verdes de la mujer y sonrió volviéndole a dar la espalda.
—La necesitamos, podemos negociar con la policía para que...
El metal de una puntiaguda daga estaba sobre su cuello. Era un artefacto muy afilado que su padre solía guardar en su caja fuerte porque un hombre se la había regalado en su viaje a la India.
—Mi pobre niña... —continuó Azucena, mientras rozaba sus labios en el cuello de Valeria—. Esa mujer ha lanzado un cruel hechizo sobre ti.
Azucena dio una señal para que todos los perros comenzaran a desmantelar la casa. Los perros destrozaban uno a uno los muebles y todo a su alrededor para buscar a la chica.
Valeria solamente podía mirar aquello. No le importaba ya nada de aquel lugar porque todo lo que valía la pena eran solamente recuerdos.
Miró como aquellos perros subían al segundo piso. Mientras sentía las manos ganchudas de su madrastra subir desde su vientre hasta su pecho. La mujer sintió algo metálico entre los pechos de Valeria y la obligó a girar para mirar.
Sus dedos abrieron la camisa de la chica y vio el colguije que había encontrado la noche anterior en el fango de lo que antes era la cascada.
—¿Dónde encontraste eso? —Los ojos de Azucena parecían fuera de si. Valeria se alejó un poco al ver su intención de arrancarlo de su cuello.
—En la cascada... ¿sabes qué es?
La mujer negó reiteradas veces. Parecía ahora nerviosa, y sus ojos se llenaban de agua sin sentido.
—¡Entrégamelo!
Pero Valeria negó. No iba a hacerlo, menos ahora que veía que aquel amuleto tenía un efecto extraño en aquella mujer.
—Sabes lo que significa, ¡dímelo!
Azucena se lanzó directo a su cuello forcejeando con ella, sus uñas largas se clavaban con fuerza en el pecho de Valeria mientras luchaba por alejarla. Finalmente logró lanzarla con fuerza haciéndola caer al suelo violentamente.
—¡Dame esa maldita cosa! ¡Dámela!
Uno de los perros llegó hasta ellas. Sostuvo a Valeria por órdenes de Azucena hasta doblegarla y atrapar sus manos.
—¡Suéltame! —repetía la chica una y otra vez, pero el perro ahora tenía su rodilla sobre su espalda—. ¡Vas a pagar, perro traidor!
Azucena pudo arrancar el colguije de su cuello. Lo miró detenidamente, podía reconocerlo. Lo aferró con fuerza entre sus dedos sin dejar de mirar a Valeria respirando con dificultad.
—La conocía, ¿sabes? Fue a mi casa y me preguntó si yo era la amante de tu padre. Era una mujer hermosa, como todas las Kheshias... Naturalmente le dije que sí. Me dijo que no sentía rencor por mí ni por lo que hacía. Supongo que me tuvo lástima. Yo era solo la amante de Lisandro Lizano mientras que ella era su mujer...una indígena. Nadie hubiera imaginado que el hombre más poderoso se doblegaría ante ella... 
Un ruido fuerte se escuchó desde el segundo piso. Valeria escuchó la voz de Helena desde arriba, gritando mientras parecía que aquello era un derrumbe. La habían descubierto.
—Tu padre la amaba, no había manera de que yo entrara en su corazón de esa forma. Así que hice lo único que podía hacer. Quitarla de mi camino...arrancarla de raíz, como a su maldito pueblo.
Valeria sentía que perdía las fuerzas. El sonido de un arma descargándose llegó hasta sus oídos. Hubo un silencio aterrador, en el que la chica solo podía pensar que Helena estaba muerta. Pero para su sorpresa la vio bajar corriendo las escaleras, levantando el arma directo al perro que la tenía sometida. Un tiro certero le dio directo en el cráneo y el sujeto cayó cual bulto a su lado, sin vida.
Valeria se puso de pie, mirando los horrorizados ojos de su madrastra que intentaba empuñar su daga, pero Helena disparó directo en la mano de la mujer destrozando sus dedos. Un horroroso grito de dolor se escapó de su boca, mientras Valeria llegaba hasta ella para presionar con fuerza su cuello entre sus manos.
—¡¿Qué le hiciste?! ¡Habla! ¿Por qué la mataste?
Unas lágrimas gruesas brotaban de los ojos de Valeria. Sus manos presionaban cada vez más el cuello de la mujer que apenas si podía tocar con la punta de los pies el suelo.
Finalmente la chica la dejó caer, esperando a que recuperara el aliento.
—Obligué...a tu padre...a...hacerlo...
La voz entrecortada de Azucena era ahora aguardentosa. Tenía las manos de Valeria grabadas en el cuello y el mirar de loca.
—Le hice creer que lo engañaba. Y no lo dudó ni un instante... Nadie extrañaría a una Kheshia como tu madre. A nadie le importaría si a Lisandro no le importaba. Después de eso desterró a los Kheshia... juró que ninguno volvería a sus tierras mientras él estuviera vivo...por eso eliminó a tu amada Amne... ella no solamente se atrevió a iniciar una rebelión, sino que terminó por enamorarte y ponerte en contra de él ¡Tal y como esta maldita perra lo hizo!
Helena caminó directo a Azucena, dándole un golpe en el rostro que la hizo caer por completo y escupir un chorro de sangre. La chica intentó darle otro, pero Valeria la detuvo.
—Me hiciste creer que la amante había sido mi madre. Me hiciste creer que Amne había huido, pero tú...él. ¡Ambos asesinaron a las únicas personas que realmente me amaron! ¡Y no conforme, hiciste de mi vida un infierno con tus sucias perversiones! —No podía dejar de llorar, estaba frente a Azucena, y de un instante a otro sacó su arma colocándola en su cabeza—. Adiós, madre.
Azucena la miró con terror, había estado esperando ese momento desde que Lisandro llegó con aquella pequeña en sus brazos. Diciéndole que se haría cargo de ella, que la condición era ser la madre que ella misma le había arrebatado. Aceptó aquel infierno. Aceptó la muerte en manos de ese bebé desde ese momento.
Valeria jaló el gatillo. Vio como el brillo de aquellos ojos de áspid se borraba lentamente y caía hasta sus pies. Le quitó el colguije, bañado en sangre, de entre las manos para colocarlo de nueva cuenta sobre su cuello.
Valeria miró a Helena, dejando caer el arma junto al cuerpo de Azucena y caminó hacia la puerta. Sintió el gélido aire en su rostro, cerrando los ojos y abriéndolos de golpe para descubrirse a ella misma en esa cabaña. El clima ahora era otoñal, y no parecía ser el mismo lugar por los años.
Su madre estaba sentada en la mecedora con un pequeño bebé en brazos que debía ser ella. Lo arrullaba, y tarareaba esa canción de cuna que ahora recordaba con claridad. Valeria se acercó con cautela, poniéndose frente a la mujer, pero era como si no pudiera verla. Estaba soñando nuevamente, había escuchado sobre ese estado Kheshia en el que se podía ir de un sueño a otro mientras se mantenía despierto. Quizá lo había logrado.
Se recargó en la barandilla del porche sin dejar de mirar a aquella hermosa mujer. Sin duda era mucho más bella que en las fotografías. Podía encontrar algo de su belleza en ella, y aquello llenaba sus ojos de lágrimas.
—Finalmente lo supiste, ¿cierto? —dijo la mujer, como si le hablara a la nada.
Valeria se estremeció. Volteó a todos lados como buscando a alguien a quien pudiera dirigirse la mujer.
—Solo quisiera escuchar tu voz, quisiera saber cuál va a ser tu voz.
La chica se acercó lentamente, hincándose frente a su madre que continuaba en la mecedora sonriéndole a la nada.
—Lo supe, mamá. Ahora sé toda la verdad y solo siento odio en mi corazón.
La mujer suspiró. No eran las palabras que una madre espera escuchar de su hijo jamás. Comenzó a llorar.
—Acércate, déjame sentirte.
Valeria llegó hasta la mujer, rodeándola con sus largos brazos para mantener un abrazo lejano y de otro tiempo. No podía sentir el calor de su madre, pero era evidente que ella sentía el suyo.
—Tu corazón puede sentir odio ahora, pero muy dentro de él solamente hay compasión. Lo sé. Puedo sentir el amor que tienes dentro. Eso es algo que tu padre jamás podrá quitarte.
Valeria sonrió. Quería poder quedarse así todo el tiempo. Escuchando aquella voz que hasta ahora había interpretado en sus sueños más lejanos.
—Ahora vete. Vuelve. Escucho una voz que te llama con insistencia.
Valeria no podía dejar de aferrarse a aquel abrazo. Pero poco a poco fue como si su cuerpo se estuviera desmembrando. Se sentía lejana, como una sutil capa de polvo que se eleva con el viento.
Te amo con el corazón, Mila...
Valeria despertó de golpe. Lo primero que vio fue el rostro de Helena frente a ella. La chica pasaba un poco de alcohol por su nariz, y respiró aliviada al verla despierta.
—Por un minuto fue como si no respiraras, sentía que tú...Dios, me alegra que estés viva.
La chica acarició la cabeza de Helena. Su corazón latía con prisa al verla ahí, estaba viva al igual que ella. Le ayudó a ponerse de pie. Había sido un sueño hermoso y a pesar de todo lo que había sucedido su alegría era infinita.
Helena la miró preocupada al ver que sonreía. Le llevó un vaso de agua y trató de limpiar el sudor de su frente pero Valeria la esquivó. No entendía por qué seguía siendo recesiva con ella, solo podía culpar a la situación.
—Lo siento —se disculpó—. Es que, todo es tan reciente... —Miró el cuerpo de Azucena en el piso y sintió escalofríos—. Lo mejor es que nos vayamos de aquí...
Un grito aterrador se escuchó de pronto. Era Lisandro, había vuelto justo después de escuchar los disparos, y ahora veía a su madre sin vida en el suelo.
Corrió hasta ella, sosteniendo su inerte cabeza, aferrándose al cadáver con insistencia.
—¡¿Quién lo hizo?! ¡¿Quién?!
Valeria se puso de pie. Caminó despacio y vio que Lisandro desenfundaba su pistola directo hacia ella. Antes de que pudiera reaccionar, Helena había descargado sobre Lisandro un par de balas. El chico cayó, llevándose las manos al pecho sin dejar de mirarla con terror.
—¡No quiero morir, Valeria! ¡No quiero! —Sus ojos claros comenzaban a ponerse grises. Valeria fue hasta él para sostenerlo entre sus brazos. Pudo verlo entonces, Lisandro era como un pequeño niño. Tenía los ojos llenos de lágrimas y dolor. No pudo evitar sentir que su pecho se desgarraba. Era su hermano después de todo, inocente y víctima de sus padres como ella.
Finalmente sus ojos se quedaron abiertos, mirando a la nada. Valeria lo aferró con fuerza, mientras Helena respiraba agitada sin dejar de apuntarla con el arma.
—Valeria Lizano, quedas detenida —dijo la chica apuntándole a Valeria.
La joven se puso de pie, con la camisa llena de sangre y se aproximó hacia Helena hasta sentir el frío metal de la pistola sobre su pecho.
—Hazlo. Mátame de una vez por todas. Ya no me queda nada.
Helena temblaba, siguió apuntando con su arma cuando finalmente la dejó caer sin más. Valeria fue hasta ella, buscando sus labios y Helena correspondió de inmediato. Se besaron sin contenerse, como si aquel fuera el último beso que sentirían sus bocas. Comenzaron a escuchar algunas sirenas, y automóviles que se acercaban. Se separaron y Helena la tomó de la mano para sacarla de la cabaña.
—Todavía tienes algo.
La dirigió hasta un difícil camino que llevaba hacia la profundidad del bosque. Cerca, había una cuatrimoto que él mismo Camilo había dejado días antes siguiendo el plan de Helena.
—Conduce por ese sendero, te llevará hacia un precipicio. Sé cuidadosa, cuando llegues ahí, busca un roble. Uno enorme, dentro de su tronco podrido encontrarás un mapa que Camilo trazó. Síguelo. Estarás a salvo.
Valeria vio que Helena se alejaba con el arma en las manos, así que la sujetó sin pensarlo y la miró fijamente. No volvería a verla, sabía que esa sería la última vez que sentiría su calor, que besaría sus labios. La cascada estaba seca, y sus caminos estaban por separarse para toda la vida.
—Te amo con el corazón —dijo Helena, con una sonrisa dibujada en su hermoso rostro.
La chica corrió hasta perderse en la espesura del bosque. Valeria sintió que la vida se le iba de golpe. Pero sin dudarlo subió a la cuatrimoto y aceleró por la brecha. No iba a detenerse ni un instante, así que a pesar de que era difícil finalmente llegó al punto que Helena le había mencionado. Miró a su alrededor, agitada. Vio el roble viejo y quemado y metió la mano por entre su corteza sacando un pergamino de él. ¡Suerte, Salamandra! Decía en su interior, haciéndola sonreír.
Eran coordenadas, que daban a cierto territorio Kheshia olvidado por órdenes de su padre. Conocía el camino porque Amne la había llevado algunas veces a inspeccionar el lugar. Era el epicentro de la cultura de los Kheshia. Corrió con desesperación sin parar, hasta que se dio cuenta de que nada podía escucharse entonces excepto el ruido de la naturaleza y su respiración. Se detuvo a descansar. Sentía que las manos se le congelaban si paraba así que lo mejor era solamente recuperar el aliento y seguir.
Continuó. Subiendo una pendiente rocosa que indicaba en las coordenadas. No podía imaginar lo que encontraría ahí. La pendiente era alta y prolongada. Apenas si podía mantenerse respirando debido a la altura. Era un lugar precioso, había vegetación a pesar de que muchas de las tierras eran infértiles por culpa de los laboratorios de su padre. Finalmente llegó. Una pequeña choza estaba justo en el centro de aquel epicentro en ruinas. Era una cabañita de barro, sin puerta y con una fogata pequeña.
El lugar era tan alto que los Kheshia solían decir que ahí se podía hablar con Dios. Se acercó lentamente, esperando encontrar a alguien ahí. Pero no había nadie. Entró, había agua en el fuego y unos trozos de pan duro sobre la mesa. No debían de tardar las personas que vivían ahí. Miró a su alrededor, había un olor familiar en ese lugar que no la hacía sentir como una intrusa. No podía entender por qué Helena y Camilo le habían conducido hasta ahí. Quiénes eran aquellas personas que iban a poder ayudarla a escapar de las garras de la DEA.
Miro aquella foto, le pertenecía. Era la fotografía que tenía de su madre, y que había desaparecido misteriosamente. Reconocía el cuadro, y se sorprendió de ver que no era la única foto de ella ahí. Había cientos, algunas en donde era apenas una niña y otras en donde salía con un bebé y con una pareja de adultos. Se reconoció a ella misma, pero no reconocía al matrimonio que las acompañaba en la fotografía.
Escuchó un par de pasos acercándose hasta ella y se estremeció. Sacó su pistola y apuntó directo hacia las personas que, sigilosas, se acercaban a ella. Miró aquellos rostros, viejos y cansados. Cubiertos por arrugas, manchas y suciedad.
El anciano se acercó hasta ella, sin dejar de mirarla ni un instante con impresión.
—Mila... —susurraron sus labios y Valeria se quedó inmóvil—. Mila...
El hombre sonreía, no tenía dientes en sus encinas pero parecía irradiar toda la alegría del mundo. Valeria bajó su arma, un anciano sin dientes no era amenaza. El hombre salió de la cabaña y comenzó a llamar a su mujer en Kheshia.
Nek'te, arahia mateguali .
Valeria pudo entender lo que le decía. Era ella, su pequeña, el milagro de los dioses.
La anciana entró y se quedó mirándola. No dudó en ir hacia ella y abrazarla sin dejar de sollozar. Valeria pudo entenderlo. Aquellos ancianos eran sus abuelos. Los padres de su difunta madre. Se aferró a aquellos pequeños y débiles cuerpos maltratados por el rigor del exilio. Jamás se había sentido tan en casa como en ese lugar. Las manos de su abuela llegaban a su rostro como una caricia maternal sincera. Aquello era algo, algo que jamás había creído merecer. Mientras su abuela servía el té y su abuelo le mostraba el álbum de fotografías con entusiasmo y lágrimas de emoción. Mila supo que en realidad había más que un pasado roto para ella, tal y como Helena lo había prometido.

AUFHEBEN O EL RECORDIS DE HELENADonde viven las historias. Descúbrelo ahora