22. La muerte por mil heridas

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Despedirse es difícil, yo lo sabía más que nadie, mi vida era un constante decir "hola y adiós". Me la vivía viajando, de avión en avión, de ciudad en ciudad y de despedida en despedida, había visto muchos rostros en mis cortos veintiséis años, creí saberlo todo, pero descubrí hoy en particular que más difícil que despedirse era que se despidieran de ti y ni siquiera poder retener a aquella persona. Ahora lo estaba comprendiendo. Decir adiós era la muerte por mil heridas y el destino era cruel.

Me quedé quieto por varios minutos, tratando de procesar la información en mi cerebro. Lizzie, mi Lizzie se iba de Bogotá. No quise seguir leyendo ni una sola letra más de aquella carta. Metí la hoja dentro del bolsillo de mi chaqueta y comencé a caminar hacia la puerta, con el corazón en las manos, subí al auto sabiendo que mi destino sería el aeropuerto.

El tráfico en Bogotá estaba insoportable y comenzaba a desesperarme, una llamada en el teléfono me hizo salir de mi trance, gracias a las aplicaciones del auto, contesté en altavoz, era Isaza.

—Perro—dije.

—Papo, sé que no debería estarle diciendo esto porque ella así lo quiso, pero…

—Lo sé. Se va—respondí—, ¿está usted en el aeropuerto?

—Sí.

—Estoy yendo allá, consígame el mayor tiempo posible, hay mucho tráfico.

—Lo haré, perro.

—Gracias—colgué y para mi suerte comenzó a avanzar el tráfico y di gracias al cielo. 

Era una suerte que ella estuviera yéndose ahora y no mientras yo estuviera de gira.

Manejé lo más rápido que pude hasta el aeropuerto. Me importó poco dejar mal estacionado el automóvil y bajé a tropezones. Sentía que estaba viviendo dentro de una película, ya había visto este filme antes y sabía que el final no me iba a gustar, me iba a dejar destrozado.

Esquivé personas a empujones y disculpas. Había un montón de gente, aunque pude divisar a Isaza a lo lejos. Caminé a zancadas y la vi de espaldas. El corazón se me detuvo unos instantes al igual que mis piernas parecieron quedarse pegadas al suelo. No iba a detener a Lizzie, eso estaba más que claro, no iba a suplicarle que se quedara, no le gritaría que su pronóstico era estar conmigo, no me iba a molestar en decirle lo que días atrás descubrí, no le aclararía que jamás le falté, no tenía caso ya, esta vez tenía que aceptar que el tiempo se nos había acabado aunque eso me matara. Si estaba en el aeropuerto ahí de pie era porque necesitaba despedirme, abrazarla fuerte y dejarla ir aunque la amaba, cerrar el ciclo y quizá rogarle al cielo que algún día volviéramos a coincidir, pero no iba a retener a mi Lizzie, no podría ser egoísta y hacer que echara a la basura sus sueños y su salud mental por mí. 

Mi cerebro reaccionó y comencé a caminar despacio hasta ella, ante la mirada antenta y lastimera de mis amigos y familia.

—¿No pensabas despedirte de mí?—pregunté y mi voz salió más temblorosa de lo que hubiera querido. 

Vi como los hombros de Lizzie se tensaron bajo su sudadera y con lentitud volteó hasta mí. Sus ojos tenían un brillo triste que me partió el alma. No la veía desde que se destapó todo lo que había guardado, estaba distinta, más delgada y demacrada, seguro yo estaba peor. Necesitábamos dejarnos ir, por nuestro bien.

—Te dejé una carta—dijo con la voz igual de quebrada que la mía.

—Si, la vi. Siempre tan dramática—dije sonriendo levemente y abrí los brazos para abrazarla.

Lizzie me miró y sin dudarlo se lanzó a mí. La rodeé con un brazo por la espalda baja y otro en su nuca con delicadeza. Bajé la cabeza a la altura de su cabello e inhalé el aroma a vainilla que desprendía pues sabía que sería la última vez en quizá mucho tiempo. 

Piezas de mí- j.p. villamilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora