Zapatos

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Estás seguro de que tienes esa vieja grabadora en algún lugar.

Bajas las escaleras sin prisa. El dolor en tu cadera te maldice por haber olvidado el bastón, pero no te importa. Los casetes polvorientos y de títulos borrosos te esperan sobre la colcha de tu mullida cama, así que silencias el dolor como a veces lo haces con esos malditos aparatos auditivos que te obligaron a aceptar hace 4 años en navidad.

Abres la puerta debajo de las escaleras y una nube de polvo te hace toser. Agitas la mano intentando disipar la vista y vislumbrar algo más que tu nariz. Sólo cuando te recompones bajas una vez más peldaños de madera chirriante, no recordabas su sonido cuando compraron la casa, pero todo envejece y tú mismo eres prueba del tiempo.

Cuando terminas el recorrido tus rodillas te agradecen, tu mano logra encontrar el interruptor a tu derecha y un desorden parece agregarte aún más años sobre la espalda. Maldices. Siempre le habías dicho que no tenía caso guardar tanta basura, pero tu esposo nunca escuchó razones. La imagen de un hombre moreno y de sonrisa infantil te acongoja el corazón tanto como lo alegra, pero reacio a hundirte en recuerdos, únicamente te enfocas en dar vista al aparato que buscas.

Cada vez más frustrado te das cuenta de que cada sucia repisa y cada caja mohosa guarda objetos que te obligan a viajar al pasado. Una baraja española te eriza la piel tal cual aquel verano, ése donde quedaron varados bajo la lluvia y lejos de su hotel, jugando para calmar tu molestia hasta quedarse dormidos en un viejo granero, acurrucados con incomodidad por el frío y agradeciendo que a la luz de la mañana los encontraran antes de congelarse vivos. La risa sale leve de tus labios, estabas a nada de pedirle el divorcio.

No muy lejos vislumbras unas viejas herramientas oxidadas, y en cuanto tus cansados ojos las reconocen un calor en tu rostro te atormenta al rememorarte descubierto mientras intentabas plantar, torpe, un durazno. Ya limpio de tierra, habías recibido clases de un experto engreído que sólo se burlaba enternecido de tu mala relación con las plantas.

Agitas la cabeza intentando esfumar el recuerdo, pero sólo ganas un leve mareo. Refunfuñas, y mientras tu mano sostiene tu cabeza, sonríes ante la imagen rectangular de tu objetivo.

Te acercas, tus pasos cortos y tus manos buscando entre los estantes cómo sostener tu delgado cuerpo. Al fin, llegas y soplas fuerte sobre la superficie de una grabadora empolvada, un nuevo ataque de tos sale expulsado de tu boca, pero tu sonrisa es más amplia. La tomas con cuidado, acunándola debajo del brazo, y cuando estás a punto de irte algo te hace alzar la mirada. Allí, detrás de donde tomaste el aparato, visualizas una caja naranja. Bajas la grabadora, escuchas a penas el sonido sordo de su golpeteo sobre el suelo, y atraes hacia el frente el misterioso paquete. Sólo reconoces el contenido cuando lo ves, y no sabes por qué, pero tus ojos empiezan a picarte mientras tu corazón se debate entre el llanto y la risa. Dentro, envueltos en tela, un par de zapatos blancos y de charol se presumen tal cual los recordabas.

Tu mente te lleva entonces a una tarde fresca, y crees sentir el beso del sol sobre tu piel. Aquella vez escogiste esos zapatos creyendo que únicamente comerían, por lo que la invitación a la plaza te supo a desastre, aun así no quisiste rechazar su invitación. Casi tres horas después habían recorrido una y otra vez el lugar, tus pies dolían y el silencio ya había durado casi una hora, se podía decir que estabas cansado, pero la cara del mayor te impidió decir algo. Al final, cuando estuviste a punto de rendirte y preguntar la razón de su angustia, la voz nerviosa te llamó y su silueta siempre recta se redujo hasta arrodillarse frente a ti. El anillo aún adorna tu mano, tan sólo debajo del que compartieron en matrimonio; siempre te ha gustado ver el brillo que hacen juntos.

No sabes cómo, pero logras controlar la marea de recuerdos. Envuelves con cariño los zapatos blancos y recorres a su lugar la anaranjada envoltura. Te agachas con dificultad y agradeces cuando al fin alcanzas el aparato que te trajo a este embrollo. Caminas lento hacia la salida y el olor a polvo de pronto te hace sentir contento. Apagas la luz y subes las escaleras con los pies arrastrados; tu mirada sólo da la vuelta a aquél oscuro cuarto antes de confinar nuevamente cada objeto. Cierras la puerta y por tu costado, a través de la ventana, un gran árbol de durazno te saluda. Sonríes mientras retomas tu camino hacia el cuarto, entendiendo de pronto porqué parecía amar tanto esa colección de cacharros.

Entiendes cómo es que había amado sus recuerdos, los había amado tanto como para hacer incluso un pequeño museo de ellos, y piensas que, quizá, tú también deberías amarlos de la misma forma. Colocas nuevas pilas en la grabadora, contento por ver que aún funciona. El compás de la música llena el cuarto y rememoras cada tarde que habían guardado sus canciones favoritas, casetes que los acompañaron incluso el día de su entierro.

Entonces, con cada canción, recuerdas, recuerdas y recuerdas, deseando que el mañana llegue para que puedas bajar al sótano, revolver en cada sucia repisa y en cada caja mohosa, extrayendo cada recuerdo, dejándote arrastrar por ellos.

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Quise intentar narrar en segunda persona, y salió esto.

La perspectiva es de nuestro querido rey. Y sí, Washington está muerto. ):

_ᴍᴀɢᴅᴀʟᴇɴᴀ_

𝙬𝙖𝙨𝙝𝙠𝙞𝙣𝙜 ┊ 𝙤𝙣𝙚 𝙨𝙝𝙤𝙩𝙨Donde viven las historias. Descúbrelo ahora