Playa

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Tras un largo y agotador día de trabajo, Edvard Hedlund cerró las puertas de la enfermería y se dirigió al patio trasero del orfanato.

Era 3 de julio de 2001. Hace un año habían asesinado a su madre, y eso lo había convertido en el tipo más miserable del mundo. Un recuerdo invadió su mente en cuestión de segundos y de pronto se hallaba en su antigua habitación, recostado en su cama de madera, la lluvia golpeaba la ventana y su madre entraba a la habitación con un recipiente de sopa caliente. Recordaba que ese día estaba enfermo con una fiebre muy alta, su madre no podía llevarlo al médico pues estaban escasos de dinero y tenían muchas deudas, así que corrió hasta la farmacia bajo la lluvia y consiguió que la dueña le fiara los medicamentos para la fiebre; cuando llegó le preparó una deliciosa sopa de pollo e hizo que se tomara los medicamentos. Esa noche ella no le quitó la vista de encima y le cantó una hermosa canción con su melodiosa voz.

Su madre se llamaba Alma y era la mujer más encantadora y fuerte que él había conocido jamás; pero se la habían arrebatado y desde ese momento solo quedaban esos tristes y bellos recuerdos.

― ¿Se encuentra bien, señor Edvard? ―pregunto una jovencita a su lado.

Al estar sumido en sus recuerdos no había prestado atención a la llegada de la niña y se sobresaltó al verla tocar su hombro.

―Oh, sí, claro. Estoy bien ―respondió un tanto ensimismado―. Solo estaba... relajándome.

―Ah, es que lo estuve llamando y usted no respondía ―la niña bajó la vista a la banca y vio que Edvard se había fumado una caja entera de cigarrillos ―. ¿Está permitido fumar?

― ¿Está permitido que salga de noche? ―cuestionó de manera despectiva―. Si nadie abre la boca supongo que no habrá problemas.

―No soy una soplona ―dijo la niña en son de reproche―, solo quería... que me diera uno.

Edvard la reparó rápidamente de arriba a abajo y luego soltó una carcajada.

― ¿Acaso quiere que me despidan?

―Lo harán si se enteran de que estaba fumando ―la niña lo miró de reojo.

― ¿Me está chantajeando, Melissa? ―Edvard se puso de pie y recogió las cenizas de los cigarros que se había fumado.

―Solo digo que ya que usted rompió las reglas, no le importaría volver a romperlas dándome uno ―la niña cruzó los brazos y esperò respuesta del joven enfermero.

―Está bien. Te daré uno para que lo pruebes, pero que quede claro que esta será la primera y última vez que esto pasa ―Edvard miró su reloj de mano y el tiempo lo tomó por sorpresa, luego sacó un cigarro de su maletín y se lo dio―. Ya son las doce, te aconsejo que guardes ese cigarro y te lo fumes en otra ocasión y otro lugar... de noche, para que nadie te vea ni sienta el olor.

―Gracias señor Ed, le prometo que no le diré a nadie.

Melissa entró de prisa en las puertas del orfanato y al rato Edvard hizo lo mismo. Cuando estuvo dentro se percató de que nadie estaba vigilando la puerta trasera, caminó hacia las escaleras que estaban frente a la entrada principal y tampoco había nadie vigilando, luego al subir las escaleras al segundo piso visualizó al señor Thomas hablando con el señor Elías ―los guardias del orfanato― en el patio delantero.
Edvard tenía ocho meses trabajando como enfermero e instructor de música, en el orfanato: Hogar del Bien; todavía no conocía completamente a todos los niños y jóvenes, pero ya se estaba familiarizando con el personal. Subió las escaleras de mármol que llegaban al tercer y último piso, donde estaban los dormitorios de los niños y los adultos trabajadores. Entró al dormitorio de varones y vio que hacían falta varios trabajadores que seguramente estarían en el pueblo, luego se cambió de ropa y se acostó.

En un breve instante ya no se encontraba acostado mirando hacia el techo, sino en la playa; el día era bastante soleado, corría una brisa refrescante y las olas eran grandes y rompían fuertemente, pero a pesar de eso no se encontraba nadie. Él buscaba algo, algo importante que se le había perdido en aquel lugar, no recordaba qué, pero sabía que tenía que encontrarlo. De pronto, el lugar ya no era soleado, el mar estaba sereno y Edvard ya no se encontraba solo. Por todas partes había una inmensa cantidad de perros callejeros y unos en particular lograron llamar su atención. Caminaban sigilosamente hacia la orilla del mar donde se encontraban otros más, él se acercó y los perros se apartaron. En ese momento recordó lo que buscaba, era su madre y la acababa de encontrar, tenía sangre por todas partes, su cabeza estaba tan destrozada a tal punto de que su rostro resultaba irreconocible, le hacían falta dos de sus extremidades como su pierna y su brazo derecho, los perros se la habían estado devorando hasta que él llegó. Edvard sabía que esa era su madre, no quería creerlo ¿Por qué debía? No se parecía en nada; sin embargo, aunque no quisiera creerlo y eso lo estuviera destrozando internamente sabía que había encontrado lo que se le había perdido y muy pronto encontraría al que había causado su muerte.

Entre CaníbalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora