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—Despierta, Scott. —Una mano acariciaba el cuero cabelludo de aquel hombre, con delicadeza, con amor—. Despierta, querido.

Su cuerpo respondía como un llamado de alguna sirena, sentía él que estaba en el fondo de un mar intranquilo pero armonioso, oscuro en sus pensamientos, en sus sueños. Aquella voz hermosa de su pasado le animaba a salir del agua, a entrar en la realidad, a despertar. Sudoroso, sus ojos abriéndose como platos, la mano fué apartada de su cabeza por el susto y ahora él estaba sentado traspirando, su mirada estaba absorta en la pared blanca que se hallaba frente a él con total concentración o en si, divagación.

¿Dónde se encontraba?

Miró a la derecha, la ventana que daba a la naturaleza, a la costa. El olor de la sal en el mar, el sol radiante entrando en su habitación e iluminando el suelo como parte de la cama. A su izquierda, la puerta, madera normal, como si de un hotel playero se tratara; televisión no tan moderna puesta en una mesa, el baño al frente de él en total orden, algunas pinturas rupestres hechas por algún pintor anónimo pero de gran talento. Él sabía dónde se encontraba.

Luna de miel, con su esposa. Pero, eso sucedió hace tanto tiempo, ¿era cierto? No estaba seguro, su mente estaba hecha añicos de recuerdos en ese momento. Giró la cabeza de nuevo para observar quien tocaba su cabello, a esa sirena que lo llamó para que saliese de aquella agua.

Era Emily.

Scott carraspeó antes de hablar:

—¿Dónde estoy? —preguntó al aire, sus ojos no querían chocar con los suyos, culpa, o pena, no lo sabía.

—Tigre, estás en tu habitación —"Tigre" pasó tanto desde que él no escuchaba ese apodo—. Bueno, nuestra habitación de vacaciones—rió—. ¿Recuerdas? Nuestra luna de miel —Su gentil voz inundaba sus oídos provocándole un sentimiento de nostalgia, su mano tocó su hombro con un tacto amable y sus ojos aún buscaban conectar con los suyos. Él apartó su mano.

—Tú no eres real, sé que no eres real —dijo—. Esto debe ser un sueño, o algo así.

—¿Eres idiota o qué? —replicó con cierto enfado— Estás empapado en sudor, estuviste diciendo cosas de una mansión, monstruos y demás locuras.  Intenté despertarte y simplemente no podía, debí tirarte un balde de agua.

Scott se atrevió, la miró a los ojos; aquellos ojos que lo hicieron decidir que serían los únicos que vería con amor. Aquellos ojos que le demostraron paz y alegría. Se sentía como si observara un fruto prohibido, uno que lo condenaría de solo admirar. Apartó la mirada otra vez.

—Sé que era real, la mansión, Alastair, todo. —Su columna se arqueó—. Tú estabas... muerta, no venciste al cáncer, o eso se cree, desapareciste poco tiempo antes de morir. Tuve que quedarme con Cloe —Las lágrimas se negaban a escapar de sus ojos al conectar tales frases—. Perderte... abandonarte antes de morir, no lo olvido, fue tan duro, fuí tan inmaduro. Tan... mierda, lo siento, Em.

—Eh, eh, eh. Todo está bien, tigre, mírame, aquí estoy ¿si? —Sus manos se colocaron con suavidad en sus cachetes para levantar la cabeza y poder estar frente a frente—. No estoy segura de lo que soñaste, pero sea lo que sea, no es real, estás aquí; yo estoy aquí. Cloe lo está, y no me has dejado. Mucho menos tengo cáncer, ¿de dónde sacas eso? —Lanzó una dulce risa, aminorando el momento.

—Pero... Se veía tan real, se sentía tan real. Encima, luchaba contra criaturas llamadas Pecados, eran personas muertas que encarnaban en criaturas hechas de sus pecados más oscuros. ¡Eran horribles!

—Definitivamente debí tirarte un balde de agua.

Ambos rieron. Un beso fue dado en la frente del detective.

La Mansión de los PecadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora